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Authors: George R. R. Martin & Lisa Tuttle

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

Refugio del viento (47 page)

BOOK: Refugio del viento
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Desde lejos parecían insectos, manchas negras moviéndose por el cielo. Pero se movían con una lentitud sensual que ningún insecto podría igualar. Desde la primera vez que Maris advirtió un movimiento en el horizonte, no dejaron de estar a la vista en ningún momento. Cuando uno desaparecía tras un árbol o un montículo rocoso, aparecía otro en su lugar. Llegaban una y otra vez, en procesión interminable. Maris sabía que la columna aérea recorría varios kilómetros, llegaba hasta Puerto Thayos: se extendía hasta la fortaleza del Señor de la Tierra, hacia el mar, antes de curvarse en un gran círculo para encontrarse a sí misma sobre las olas.

—Mira —indicó a Evan.

El curandero miró, sonrió a Maris y se entrelazaron las manos. De alguna manera, la mera visión de los alados hacía que Maris se sintiera mejor, le daba fuerza y seguridad. A medida que caminaban, las motas que se movían en el cielo de la tarde fueron adquiriendo una forma concreta y aumentaron de tamaño, hasta que el plateado resplandor del sol sobre sus alas resultó visible. Incluso se podía apreciar cómo maniobraban y viraban para captar los vientos más adecuados.

Cuando llegaron al punto donde el camino de Thossi se unía a la amplia vía pública de Puerto Thayos, los alados pasaban directamente por encima de ellos. Ya no les abandonaron durante el resto del camino. Para entonces, Maris ya podía distinguirlos sin lugar a dudas. Unos cuantos se mantenían a bastante altura, donde el viento era más fuerte, pero la mayoría se deslizaban por encima de los árboles, para que el brillo plateado de las alas y el negro de las ropas resultaran bien visibles. Cada poco tiempo, pasaba un alado ante Maris, Evan y su escolta, de modo que la sombra de las alas les bañaba con la misma regularidad que las olas al estrellarse contra la playa.

Maris se dio cuenta de que los guardianes nunca miraban a los alados. De hecho, la procesión les ponía nerviosos, parecía volverles ariscos e irritables. Y uno del grupo, un joven con el rostro marcado por la viruela, temblaba visiblemente cada vez que las sombras se deslizaban sobre él.

Ya próximo el atardecer, el camino se inclinaba sobre las colinas, dirigiéndose hacia el primer puesto de control. La escolta lo atravesó desfilando, sin detenerse. A unos pocos metros de distancia, el camino descendía abruptamente: en este punto, Maris y Evan pudieron ver todo el valle.

Maris contuvo la respiración, y sintió que la mano de Evan apretaba la suya.

Bajo la temblorosa neblina roja del atardecer, los colores se fundían y se desvanecían, mientras las sombras ganaban terreno implacablemente en el suelo del valle. Bajo ellos, el mundo parecía empapado en sangre. Y la fortaleza, que ostentaba una enorme joroba como si fuera un animal tullido hecho de sombras, era imposiblemente negra. Los fuegos encendidos en el interior creaban visibles ondas de calor, y la oscura piedra parecía moverse y temblar como una bestia espantada.

Por encima de ella, aguardando, volaban los alados.

El valle estaba lleno de ellos. Maris contó diez antes de perderse en el número. El calor que golpeaba la piedra creaba zonas de aire caliente, y los alados se remontaban en ellas, ascendiendo hasta el cielo antes de liberarse y descender en majestuosas espirales. Se deslizaban a su alrededor, formando círculos, una y otra vez, girando, aguardando, como aves carroñeras que esperasen impacientes la muerte de la bestia sombría. Era una escena silenciosa y lúgubre.

—No me extraña que esté tan asustado —susurró Maris.

—No podemos detenernos —indicó la joven oficial que mandaba la escolta.

Con una última mirada, Maris se dispuso a descender hacia el valle, sobre el que los silenciosos plañideros de Tya volaban en ominosos círculos por encima de la fortaleza. El Señor de Thayos les esperaba en los fríos salones de piedra, temeroso del cielo abierto.

—Tengo intención de ahorcaros a los tres —dijo el Señor de la Tierra.

Estaba sentado en el trono de madera de su sala de recepciones, acariciando con los dedos un pesado cuchillo de bronce que tenía sobre las rodillas. Una cadena plateada, símbolo de su cargo, brillaba encima de la camisa de seda blanca, a la luz de la lámpara de aceite. Pero su rostro no hacía juego con la indumentaria: estaba pálido, tenso y crispado.

La sala estaba llena de guardianes, alineados contra las paredes, silenciosos e impasibles. No había ventanas. Quizá por eso la había elegido el Señor de la Tierra. Fuera, los alados negros trazaban círculos en el cielo, bajo las escasas estrellas vespertinas.

—Libera a Coll —dijo Maris, intentando que en su voz no se reflejara la tensión que sentía.

El Señor de Thayos la miró con el ceño fruncido e hizo un gesto con el cuchillo.

—Traed al bardo —ordenó. Un oficial de los guardianes salió apresuradamente—. Tu hermano me ha causado muchos problemas. Sus canciones son una traición. ¿Por qué voy a liberarle?

—Hemos hecho un trato —le recordó rápidamente Maris—. He venido. Ahora tienes que soltar a Coll.

El Señor de la Tierra crispó los labios.

—No intentes decirme lo que he de hacer. ¿Por qué crees que tienes derecho a dictarme tus condiciones? Entre tú y yo no puede haber tratos. Soy el Señor de la Tierra. Soy Thayos. Tu hermano y tú sois mis prisioneros.

—S'Rella me trajo tu promesa. Ella sabrá si la rompes, y pronto lo sabrán también todos los alados y Señores de otras islas. Tu palabra no tendrá valor. ¿Cómo gobernarás entonces? ¿Cómo comerciarás?

Los ojos del hombre se convirtieron en dos rendijas.

—¿Ah, sí? Es posible. —Sonrió—. De todos modos, nunca prometí liberarle ileso. Me pregunto cómo cantará tu hermano acerca de Tya cuando le haga arrancar la lengua y cortar los dedos de la mano derecha.

Una oleada de vértigo recorrió bruscamente a Maris, como si estuviera al borde de un precipicio, sin alas y a punto de caer. Entonces volvió a sentir la mano de Evan que sostenía la suya. Y, cuando sus dedos se entrelazaron, supo sin saber cómo la respuesta adecuada.

—No te atreverás. Hasta tus guardianes retrocederían ante semejante atrocidad, y los alados propagarían tu crimen hasta donde llega el viento. Entonces, ni todos los cuchillos del mundo bastarán para protegerte.

—Mi intención es permitir que tu hermano se vaya —dijo el Señor de la Tierra con voz aguda—. No porque tema a sus amigos, ni a esas amenazas vacías que me haces, sino porque soy misericordioso. Pero ni él ni ningún otro bardo volverá a cantar sobre Tya en mi isla. Será desterrado de Thayos para siempre.

—¿Y nosotros?

El Señor de la Tierra sonrió y deslizó el pulgar por la hoja del cuchillo de bronce.

El curandero no es nada. Menos que nada. También puede marcharse. —Se recostó en el trono y señaló a Maris con el cuchillo —. En cuanto a ti, alada sin alas, también disfrutarás de mi clemencia. También quedarás libre.

¿A qué precio? —preguntó Maris, segura.

—Quiero que los alados abandonen mi cielo.

—No.

—¿No? —La negación fue un grito. Hundió la punta del cuchillo en el brazo del sillón—. ¿Dónde crees que estás? ¡Ya estoy harto de tu arrogancia! ¡Atreverte a rehusar! Si quisiera, podría ahorcaros al amanecer.

—No nos ahorcarás —replicó Maris.

—¿Ah, no? —La boca le temblaba—. Adelante, entonces. Dime lo que debo hacer. Estoy deseando oírlo.

Una rabia apenas contenida le teñía la voz.

—Quieres ahorcarnos, pero no te atreverás. Estás demasiado ansioso de que alejemos a los alados negros.

—Me atreví a ahorcar a una alada. Puedo hacer lo mismo con otros. Tus alados negros no me asustan.

—¿No? Entonces, ¿por qué hace días que no sales del castillo, ni si quiera para pasear o para cazar en el valle?

—Los alados se comprometen a no llevar armas —dijo el Señor de la Tierra, encogiéndose de hombros—. ¿Qué daño pueden hacerme? Les dejaré que floten ahí arriba hasta que se cansen.

—Sí, hace muchas eras que los alados no llevan armas en el cielo —aceptó Maris, eligiendo cuidadosamente las palabras—. Es la ley de los alados, una tradición. Pero también era ley alejarse de la política de los atados a la tierra y entregar los mensajes sin pensar en su contenido. Pese a ello, Tya hizo lo que hizo. Y tú la mataste por ello, pese a los siglos de tradición que dicen que ningún Señor de la Tierra puede juzgar a un alado.

—Era una traidora, y los traidores no merecen otro destino. Lleven alas o no.

Maris se encogió de hombros.

—Lo que quiero decir es que las tradiciones son una pobre protección en estos tiempos turbulentos. ¿Te crees a salvo porque los alados no llevan armas? —Le miró fríamente—. Bueno, cada alado que te traiga un mensaje vestirá de negro, y alguno de ellos llevará también una pena en el corazón. Y, cada vez que oigas un mensaje, te preguntarás: ¿Será éste? ¿Será ésta una nueva Tya, una nueva Maris, un nuevo Val Un-Ala? ¿Terminará la tradición con sangre, aquí?

—¡Eso no pasará nunca! —dijo el Señor de la Tierra con voz demasiado aguda.

—Es impensable. Tan impensable como lo que le hiciste a Tya. Ahórcame, y sucederá muy pronto.

—Yo ahorco a quien me place. Mi guardia me protege.

¿Pueden detener una flecha disparada desde arriba? ¿Cegarás todas las ventanas? ¿Te negarás a recibir a los alados?

¡Me estás amenazando! —gritó el Señor de la Tierra, repentinamente furioso.

—Te estoy avisando. Quizá no te suceda nada malo, pero no podrás estar seguro. Los alados negros se encargarán de eso. Te seguirán el resto de tu vida, te rondarán como lo haría el fantasma de Tya. Cada vez que mires a las estrellas, verás alas. Nunca más serás capaz de mirar por una ventana, de pasear bajo la luz del sol. Los alados volarán siempre alrededor de tu fortaleza, como moscas sobre un cadáver. Los verás en tu lecho de muerte. Tu propio hogar será tu cárcel, y ni siquiera ahí estarás completamente seguro. Los alados pueden atravesar cualquier muralla. Y, una vez se quitan las alas, no se diferencian en nada de cualquiera.

El Señor de Thayos se había ido poniendo rígido a medida que Maris hablaba. Ella le miró cautelosamente mientras rezaba por estar presionando en la dirección adecuada. Los ojos enrojecidos del Señor de la Tierra eran salvajes, impredecibles, y la aterrorizaban. La voz de la mujer era tranquila, pero tenía la frente perlada de sudor, y las manos húmedas y pegajosas.

Los ojos del Señor de la Tierra vagaban por la sala, como si quisieran huir del espectro de los alados negros. De pronto, se fijó en uno de los guardias.

—¡Traedme a mi alado! —gritó—. ¡Vamos, de prisa!

El alado debía de estar esperando fuera de la habitación, porque entró en seguida. Maris le reconoció. Un alado delgado, calvo y cargado de espaldas al que no había tratado en profundidad.

—Shan —dijo en voz alta, cuando recordó su nombre.

El alado no dio muestras de haber oído el saludo.

—Mi Señor de la Tierra —dijo en tono deferente, con voz aguda.

¡Me ha amenazado! ¡Con los alados negros! Dice que me acecharán hasta que muera.

¡Miente! —terció rápidamente Shan.

Maris recordó quién era. Shan de Thayos, alado de cuna, conservador. Shan perdió las alas dos años ante una novata un-ala. Ahora, gracias a la muerte de Tya, las había recuperado.

—Los alados negros no son una amenaza. No son nada, absolutamente nada.

—Dice que no se marcharán nunca.

—Es falso —aseguró Sahn con aquella voz fina y desagradable—. No tienes nada que temer. Se marcharán pronto. Tienen deberes que cumplir, mensajes que transportar, familias propias, sus Señores de la Tierra los reclamarán. No pueden quedarse indefinidamente.

—Habrá otros que tomen su lugar —dijo Maris—. En Windhaven hay muchos alados. Nunca escaparás de la sombra de sus alas.

—No le hagas caso, mi señor. Los alados no la apoyan. Sólo unos cuantos un-ala, la basura de los cielos. Cuando se marchen, nadie tomará su lugar. Lo único que tienes que hacer es esperar.

Algo en el tono, no en las palabras, la sorprendió y la asqueó. Maris supo pronto por qué. Sahn hablaba de inferior a superior, no de igual a igual. Temía al Señor de la Tierra, estaba en deuda con él por las alas, y en su voz era evidente que lo sabía. Por primera vez, un alado se había convertido en el vasallo de un Señor de la Tierra.

El Señor de la Tierra volvió la cabeza para mirar a Maris. Los ojos del hombre eran gélidos.

Tal y como pensaba —dijo —. Tya mintió, y acabé por descubrirlo. Val Un-Ala intentó asustarme con amenazas vacías. Y ahora, tú. Sois todos unos mentirosos, pero yo soy más astuto de lo que creéis. Tus alados negros no harán nada, nada. Sois todos un-ala. Los auténticos alados no se preocupan por Tya. El Consejo lo de mostró.

Exacto —dijo Sahn, asintiendo con la cabeza.

Por un momento, Maris sintió que la rabia la consumía. Deseaba atravesar la habitación y derribar al frágil alado, sacudirle hasta hacerle daño. Pero Evan le apretó la mano con fuerza. Y, cuando le miró, el curandero hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Sahn —dijo Maris con voz amable.

Muy a su pesar, el alado tuvo que desviar la mirada para encontrarse con la de ella. Maris se dio cuenta de que estaba temblando, quizá de vergüenza ante la visión de lo que era ahora. Mientras le miraba, Maris creyó ver algo de lo que tenían todos los alados que había conocido. ¡Las cosas que haríamos por volar!, pensó.

—Sahn —empezó—, Jem se ha unido a los alados negros. Y no es un-ala.

—No —admitió—, pero conocía mucho a Tya. —Si eres el consejero de tu Señor de la Tierra, dile quién es Dorrel de Laus.

Sahn titubeó.

—¿Y bien? —les espetó el Señor de la Tierra, mirándoles alternativamente—. ¿Quién es?

—Dorrel de Laus es un alado del Archipiélago Occidental. Pertenece a una de las familias más antiguas. Un buen alado. Debe de tener mi edad.

¿Qué pasa con él? ¿Por qué debería preocuparme? —se impacientó el Señor de la Tierra.

Sahn —siguió Maris—, ¿qué crees que pasaría si Dorrel se uniera a los alados negros?

—No —negó rápidamente Sahn—. No es un-ala. No lo haría.

¿Y si lo hiciera?

Es muy popular. Un líder. Vendrían otros.

Era evidente que a Sahn no le gustaba tener que decir aquello a su Señor.

—En estos momentos, Dorrel de Laus se dirige hacia aquí con un centenar de alados Occidentales para unirse al círculo —dijo Maris forzadamente.

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