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Authors: George R. R. Martin & Lisa Tuttle

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

Refugio del viento (3 page)

BOOK: Refugio del viento
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—¿Llevabas mucho tiempo fuera? —preguntó—. Debí dejarte aterrizar. Lo siento, no me di cuenta. Supongo que has venido todo el camino con la tormenta de frente. Mal tiempo, yo también me he encontrado con algunos vientos cruzados. ¿Estás bien?

—Oh, sí. Estaba cansada… Pero no demasiado. Ahora ya no. Me alegro de que estuvieras aquí para recibirme. Ha sido un buen vuelo, me hacía falta. La última parte del viaje fue la peor… Hubo un momento en que pensé que me caía. Pero volar bien es mejor que descansar.

Dorrel se echó a reír y la rodeó con un brazo. Maris se dio cuenta de lo cálido que era su contacto después del vuelo y, en contraste, de lo fría que estaba ella. Él también lo advirtió y la estrechó con más fuerza.

—Entremos antes de que te congeles. Garth ha traído unas cuantas botellas de Kivas de las Shotans, y ya debe de haber calentado una. Entre el kivas y nosotros, conseguiremos que entres en calor.

El cuarto de descanso del refugio estaba cálido y alegre, como siempre, pero casi vacío. Garth, un bajo y musculoso alado cinco años mayor que ella, era el único ocupante. Alzó la vista y les llamó por sus nombres. Maris quiso responder, pero tenía la garganta tensa por la añoranza y los dientes apretados. Dorrel la llevó junto a la hoguera, donde se encontraba su amigo.

—Soy un estúpido Alas de Madera por obligarla a volar con este frío —dijo Dorrel—. ¿Está caliente el kivas? Sírvenos un poco.

Rápida y eficazmente, se quitó las ropas húmedas y embarradas. De un montón cercano a la hoguera, cogió dos grandes toallas.

—¿Por qué crees que voy a desperdiciar mi kivas contigo? —gruñó Garth—. Con Maris sí, por supuesto, porque es preciosa y una estupenda alada.

Hizo una reverencia burlona en dirección a ella.

—Vas a desperdiciar tu kivas conmigo —repuso Dorrel frotándose enérgicamente con la toalla—, a menos que quieras desperdiciarlo todo por el suelo.

Garth replicó, y ambos intercambiaron insultos y amenazas con voces lacónicas. Maris no les prestó atención, ya les había visto hacer lo mismo otras veces. Se sacudió el agua del pelo, observando las manchas que formaba la humedad en las piedras del hogar y lo rápidamente que se evaporaban. Miró a Dorrel e intentó memorizar su cuerpo esbelto y musculoso —un buen cuerpo de alado—, y la rápida sucesión de expresiones en su rostro mientras discutía con Garth. Pero éste, al sentir la mirada de Maris, se volvió y sus ojos se suavizaron. La última puya de Garth quedó flotando en el silencio. Dorrel tocó suavemente a Maris, recorriendo con un dedo la línea de su mandíbula.

—Todavía estás tiritando. —Tomó la toalla con sus manos y la envolvió con ella—. Saca esa botella del fuego antes de que explote, Garth, a ver si podemos entrar en calor.

El kivas, un vino especiado caliente, aromatizado con pasas y nueces, se sirvió en grandes tazones de piedra. El primer sorbo hizo correr hilos de fuego por las venas de Maris, y los temblores se detuvieron.

Garth le dedicó una sonrisa.

—Está bueno, ¿verdad? No es que Dorrel sepa apreciarlo, claro. Compré una docena de botellas a un viejo pescador. El tipo las había encontrado entre los restos de un naufragio, no sabía lo que tenía, y su esposa no le dejaba meterlas en casa. Le di unas cuantas chucherías a cambio, unos abalorios de metal que llevaba para mi hermana.

—¿Y qué vas a llevarle ahora a tu hermana? —preguntó Maris entre dos sorbos de kivas.

Garth se encogió de hombros.

—¿A ella? Bueno, de todos modos, era una sorpresa. Le llevaré algo de Poweet la próxima vez que vaya. Unos huevos pintados.

—Si no encuentras nada por lo que intercambiarlos en el camino de vuelta —señaló Dorrel—. Si alguna vez llevas una sorpresa a tu hermana, Garth, la conmoción será mayor que la alegría. Eres un comerciante nato. Creo que hasta venderías las alas, si te hicieran una buena oferta.

Garth se indignó.

—Cierra la boca cuando digas eso, pájaro. —Luego se dirigió a Maris—. ¿Cómo está tu hermano? No le veo nunca.

Maris tomó otro sorbo de kivas, sosteniendo el tazón con ambas manos para que no temblara.

—Llegará a la edad la semana que viene —dijo cuidadosamente—. Entonces, las alas serán suyas. No estoy al tanto de sus idas y venidas. A lo mejor no le gusta vuestra compañía.

—¿Eh? —se sorprendió Garth—. ¿Y por qué no? —parecía ofendido. Maris movió una mano y se obligó a sonreír. Lo había dicho en broma—. A mí me cae muy bien —siguió Garth—. Nos cae bien a todos, ¿verdad Dorrel? Es muy joven, un poco callado, y quizá demasiado cauteloso. Pero mejorará. Es diferente… ¡Pero qué historias cuenta! ¡Y cómo canta! Los atados a la tierra adorarán sus alas —Garth sacudió la cabeza, maravillado—. ¿Dónde aprende esas canciones? Yo he viajado más que él, pero…

—Las compone él —dijo Maris.

—¿Él mismo? —Garth estaba impresionado—. Entonces, será nuestro bardo. En la próxima competición, le arrebataremos el premio a los del Archipiélago Oriental. El Archipiélago Occidental siempre ha tenido los mejores alados —dijo lealmente—, pero nuestros bardos nunca han merecido ese título.

—Yo canté por el Occidental en el último encuentro —objetó Dorrel.

—A eso me refiero.

—Pues tú aúllas como un tigre marino.

—Sí —concedió Garth—, pero no me hago ilusiones sobre mis habilidades.

Maris se perdió la réplica de Dorrel, no estaba atenta al diálogo. Contemplaba las llamas mientras pensaba y acunaba la bebida, todavía caliente. Se sentía en paz aquí, en el
Nido de Águilas
, incluso después de que Garth mencionara a Coll. Y extrañamente cómoda. En la roca de los alados no vivía nadie, pero era el hogar de todos. Su hogar. Se le hacía duro pensar que no volvería allí.

Recordó la primera vez que había visto el
Nido de Águilas
, hacía seis años, pocos días después de llegar a la edad. Era una niña de trece años, orgullosa de haber volado sola hasta tan lejos, pero también asustada y tímida. Dentro del refugio se encontró con una docena de alados sentados alrededor de una hoguera, bebiendo y riendo. Estaban celebrando una fiesta, pero se detuvieron para dedicarle sus sonrisas. Garth era por aquel entonces un joven silencioso, y Dorrel un chico delgado poco mayor que ella. Maris no conocía a ninguno de los dos. Pero Helmer, un alado de mediana edad, procedente de una isla cercana a la suya, estaba entre los asistentes y se encargó de las presentaciones. Incluso ahora, Maris recordaba los rostros, los nombres: la pelirroja Annis de Culhall, Foster —que luego había engordado demasiado como para volar—, Jamis el Mayor, y, sobre todo, el apodado Cuervo, un joven arrogante, vestido de piel negra y metal, que había ganado los premios de tres competiciones seguidas para el Archipiélago Oriental. Había alguien más, una rubia larguirucha que venía de las Islas Exteriores. La fiesta era en su honor. Muy pocas veces uno de los Exteriores había volado tan, tan lejos.

Todos le dieron la bienvenida a Maris y, muy pronto, pareció reemplazar a la alta rubia como invitada de honor. A pesar de su edad, le dieron vino, le hicieron cantar con ellos, y le contaron historias sobre vuelos, muchas de las cuales ya conocía, pero nunca las había oído de aquella manera. Por fin, cuando ya se sentía parte del grupo, dejaron de prestarle atención y la fiesta retomó su curso normal.

Fue una fiesta extraña, inolvidable, y un incidente en particular quedó grabado con letras de oro en su recuerdo. Cuervo, el único alado oriental del grupo, había soportado muchos comentarios. Por fin, un poco bebido, se rebeló.

—Decís que sois alados —protestó con una voz restallante que Maris no olvidaría jamás—. Venid, venid conmigo, y os enseñaré lo que es volar.

Y toda la fiesta se había trasladado al exterior, al risco del
Nido de Águilas
, el más alto de todos. Ciento ochenta metros en vertical. Abajo, las rocas surgían del mar como colmillos afilados, y las olas rompían contra ellas con toda su furia. Cuervo, con las alas plegadas, se adelantó hasta el borde. Desplegó cuidadosamente los tres primeros segmentos y pasó los brazos por debajo de los arneses. Pero no fijó las alas: las junturas seguían moviéndose, y los segmentos desplegados se movían atrás y adelante con sus brazos, flexibles. Mantuvo el resto de los segmentos plegados en las manos.

Maris se estaba preguntando qué pretendía. Pronto lo averiguó.

Echó a correr, y saltó tan lejos como pudo del acantilado de los alados. Con las alas todavía plegadas.

La niña dejó escapar un grito y corrió hacia el borde. Los demás la siguieron, algunos pálidos, unos pocos sonriendo. Dorrel se quedó junto a ella.

Cuervo caía en picado, como una roca, con los brazos a los costados y el tejido de las alas ondeando como una capa. Caía de cabeza, y el descenso pareció durar una eternidad.

Entonces, en el último momento, cuando ya estaba casi sobre las rocas, cuando Maris ya casi podía sentir el impacto… De pronto, unas alas de plata brillaron bajo la luz del sol. Unas alas que habían surgido de la nada. Cuervo captó los vientos y voló.

Maris estaba deslumbrada, pero Jamis el Mayor, el alado más anciano del Archipiélago Occidental, se había limitado a reírse.

—El truco de Cuervo —dijo—. Se lo he visto hacer dos veces más. Engrasa las junturas de las alas. Después de un rato de caída libre, las sacude con todas sus fuerzas. Entonces, cada segmento libera al siguiente. Muy bonito, sí. Podéis jurar que lo ha practicado muchas veces antes de hacerlo delante de nadie. Cualquier día de estos, una de las junturas se quedará trabada y no tendremos que seguir aguantando a Cuervo.

Pero ni siquiera aquellas palabras consiguieron empañar la magia. Maris había visto a muchos alados impacientarse con los atados a la tierra que les ayudaban, y terminar de abrir las alas, los dos últimos segmentos como mucho, con una sacudida seca. Pero nunca algo como aquello.

Cuando se reunió con ellos en el punto de aterrizaje, Cuervo empezó a jactarse.

—El día que hagáis eso —dijo a los demás—, entonces podréis llamaros alados.

Era un jovenzuelo presuntuoso y engreído, pero en aquel momento y durante los años siguientes, Maris creyó estar enamorada de él.

Sacudió la cabeza con pesadumbre y apuró el kivas. Ahora, todo aquello parecía estúpido. Cuervo murió dos años después de la fiesta, desapareció en el mar sin dejar rastro. Cada año morían una docena de alados y, por lo general, sus alas se perdían con ellos. Podían caer y ahogarse si volaban mal, las escilas de cuello largo atacaban a los descuidados, las tormentas los derribaban del cielo y los rayos perseguían el metal de las alas… Sí, un alado podía morir de muchas maneras. Según sospechaba Maris, la mayoría de ellos perdían la orientación y no llegaban a su destino: volaban a ciegas hasta que caían agotados. Quizá unos pocos tropezaran con aquella rara y temida amenaza, el aire quieto. Pero Maris sabía ahora que Cuervo siempre fue un candidato a la muerte con más probabilidades que los otros. Era un alado temperamental y alocado que carecía del sentido del cielo.

La voz de Dorrel la arrancó de sus recuerdos.

—Maris —dijo—, oye, no te duermas encima de nosotros.

Maris se irguió y vació el tazón, todavía buscando la calidez que había contenido. Con un esfuerzo, extendió la mano y recogió su jersey.

—No está seco —protestó Garth.

—¿Tienes frío? —preguntó Dorrel.

—No, pero ya es hora de que me vaya.

—Estás demasiado cansada —dijo Dorrel—. Quédate a pasar la noche.

Maris apartó los ojos de los suyos.

—No puedo. Estarán preocupados.

Dorrel suspiró.

—Entonces, llévate ropa seca. —Se levantó y se dirigió al otro extremo de la sala, hacia un armario de madera tallada. Abrió las puertas—. Ven aquí, elige algo de tu talla.

Maris no se movió.

—Será mejor que me lleve mis propias ropas. No volveré.

Dorrel maldijo en voz baja.

—Maris. No hagas las cosas más… Ya me entiendes. Vamos, elige ropa. Puedes quedártela, lo sabes. Si quieres, deja la tuya a cambio. No permitiré que te vayas con la ropa empapada.

—Lo siento —dijo Maris.

Garth le sonrió mientras Dorrel esperaba. Se levantó lentamente, arropándose más con la toalla cuando se apartó del fuego. Las puntas de su oscuro pelo corto se le pegaban, húmedas y frías, al cuello. Con la ayuda de Dorrel, rebuscó entre los montones de ropa hasta encontrar unos pantalones y un jersey marrón de lana adecuados a su esbelta constitución. Dorrel la contempló mientras se vestía. Rápidamente eligió ropas para sí mismo. Después, los dos se acercaron a la puerta y descolgaron las alas. Maris recorrió las junturas con dedos largos y fuertes, en busca de puntos flacos o deteriorados. Las alas fallaban en muy escasas ocasiones pero, cuando sucedía, el problema estaba siempre en las junturas. El tejido metálico en sí era brillante, suave y resistente como cuando los navegantes de las estrellas llegaron a este mundo. Satisfecha, Maris se puso las alas. Estaban en perfectas condiciones. Coll podría utilizarlas durante años y, después de él, sus hijos. Durante generaciones.

Garth se había levantado y estaba junto a ella. La miró.

—No se me da bien hablar, como a Coll, o a Dorrel —empezó—. Yo… Bueno. Adiós, Maris.

Enrojeció. Parecía deprimido. Los alados no se dicen adiós entre ellos. Pero yo no soy una alada, pensó Maris, así que abrazó a Garth, le besó y le dijo adiós, la palabra de los atados a la tierra.

Dorrel salió con ella. Los vientos eran fuertes, como siempre en el
Nido de Águilas
, pero la tormenta había pasado. La humedad del aire provenía sólo del salpicar de las olas. Sin embargo, no había estrellas.

—Al menos, quédate a cenar —pidió Dorrel—. Garth y yo nos pelearemos por el placer de servirte.

Maris sacudió la cabeza. No debería haber venido. Debería haber volado directamente a casa, sin decir adiós a Garth o a Dorrel. Hubiera sido más fácil no llegar hasta el final, fingir que las cosas siempre serían iguales, y luego desaparecer. Cuando llegaron al alto risco de los alados, buscó la mano de Dorrel y los dos se quedaron allí largo rato, en silencio.

—Maris —dijo Dorrel al final, titubeando. Miró directamente hacia el mar, de pie al lado de la joven, sosteniéndole la mano—. Maris, podemos casarnos. Compartiría las alas contigo, podrías volar de vez en cuando.

Maris dejó caer la mano y se sintió enrojecer de vergüenza. Dorrel no tenía derecho; era una crueldad fingir así.

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