Authors: Julio Cortazar
Los aplausos le hicieron abrir los ojos y asistir a la trabajosa inclinación con que madame Berthe Trépat agradecía. Antes de verle bien la cara lo paralizaron los zapatos, unos zapatos tan de hombre que ninguna falda podía disimularlos. Cuadrados y sin tacos, un cintas inútilmente femeninas. Lo que seguía era rígido y ancho a la vez, una especie de gorda metida en un corsé implacable. Pero Berthe Trépat no era gorda, apenas si podía definírsela como robusta. Debía tener ciática o lumbago, algo que la obligaba a moverse en bloque, ahora frontalmente, saludando con trabajo, y después de perfil, deslizándose entre el taburete y el piano y plegándose geométricamente hasta quedar sentada. Desde allí la artista giró bruscamente la cabeza y saludó otra vez, aunque ya nadie aplaudía. «Arriba debe de haber alguien tirando de los hilos», pensó Oliveira. Le gustaban las marionetas y los autómatas, y esperaba maravillas del sincretismo fatídico. Berthe Trépat miró una vez más al público, su redonda cara como enharinada pareció condensar de golpe todos los pecados de la luna, y la boca como una guinda violentamente bermellón se dilató hasta tomar la forma de una barca egipcia. otra vez de perfil, su menuda nariz de pico de loro consideró por un momento el teclado mientras las manos se posaban del do al si como dos bolsitas de gamuza ajada. Empezaron a sonar los treinta y dos acordes del primer movimiento discontinuo. Entre el primero y el segundo transcurrieron cinco segundos, entre el segundo y el tercero, quince segundos. Al llegar al decimoquinto acorde, Rose Bob había decretado una pausa de veinticinco segundos. Oliveira, que en un primer momento había apreciado el buen uso weberniano que hacía Rose Bob de los silencios, notó que la reincidencia lo degradaba rápidamente. Entre los acordes 7 y 8 restallaron toses, entre el 12 y el 13 alguien raspó enérgicamente un fósforo, entre el 14 y el 15 pudo oírse distintamente la expresión «¡Ah, merde alors!» proferida por una jovencita rubia. Hacia el vigésimo acorde, una de las damas más vetustas, verdadero pickle virginal, empuñó enérgicamente el paraguas y abrió la boca para decir algo que el acorde 21 aplastó misericordiosamente. Divertido, Oliveira miraba a Berthe Trépat sospechando que la pianista los estudiaba con eso que llamaban el rabillo del ojo. Por ese rabillo el mínimo perfil ganchudo de Berthe Trépat dejaba filtrar una mirada gris celeste, y a Oliveira se le ocurrió que a lo mejor la desventurada se había puesto a hacer la cuenta de las entradas vendidas. En el acorde 23 un señor de rotunda calva se enderezó indignado, y después de bufar y soplar salió de la sala clavando cada taco e el silencio de ocho segundos confeccionado por Rose Bob. A partir del acorde 24 las pausas empezaron a disminuir, y del 28 al 32se estableció un ritmo como de marcha fúnebre que no dejaba de tener lo suyo. Berthe Trépat Sacó los zapatos de los pedales, puso la mano izquierda sobre el regazo, y emprendió el segundo movimiento. Este movimiento duraba solamente cuatro compases, cada uno de ellos con tres notas de igual valor. El tercer movimiento consistía principalmente en salir de los registros extremos del teclado y avanzar cromáticamente hacia el centro, repitiendo la operación de dentro hacia afuera, todo eso en medio de continuos tresillos y otros adornos. En un momento dado, que nada permitía prever, la pianista dejó de tocar y se enderezó bruscamente, saludando con un aire casi desafiante pero en el que a Oliveira le pareció discernir algo como inseguridad y hasta miedo. una pareja aplaudió rabiosamente, Oliveira se encontró aplaudiendo a su vez sin saber por qué (y cuando supo por qué le dio rabia y dejó de aplaudir). Berthe Trépat recobró casi instantáneamente su perfil y paseo por el teclado un dedo indiferente, esperando que se hiciera silencio. Empezó a tocar la «Pavana para el General Leclerc».
En los dos o tres minutos que siguieron Oliveira dividió con algún trabajo su atención entre el extraordinario bodrio que Berthe Trépat descerrajaba a todo vapor, y la forma furtiva o resuelta con que viejos y jóvenes se mandaban mudar del concierto. Mezcla de Liszt y Rachmaninov, la
Pavana
repetía incansable dos o tres temas para perderse luego en infinitas variaciones, trozos de bravura (bastante mal tocados, con agujeros y zurcidos por todas partes) y solemnidades de catafalco sobre cureña, rotas por bruscas pirotecnias a las que el misterioso Alix Alix se entregaba con deleite. Una o dos veces sospechó Oliveira que el alto peinado a lo Salambó de Berthe Trépat se iba a deshacer de golpe, pero vaya a saber cuántas horquillas lo mantenían armado en medio del fragor y el temblor de la «Pavana». Vinieron los arpegios orgiásticos que anunciaban el final, se repitieron sucesivamente los tres temas (uno de los cuales salía clavado del
Don Juan
de Strauss), y Berthe Trépat descargó una lluvia de acordes cada vez más intensos rematados por una histérica cita del primer tema y dos acordes en las notas más graves, el último de los cuales sonó marcadamente a falso por el lado de la mano derecha, pero eran cosas que podían ocurrirle a cualquiera y Oliveira aplaudió con calor, realmente divertido.
La pianista se puso de frente con uno de sus raros movimientos a resorte, y saludó al público. Como parecía contarlo con los ojos, no podía dejar de comprobar que apenas quedaban ocho o nueve personas. Digna, Berthe Trépat salió por la izquierda y la acomodadora corrió la cortina y ofreció caramelos.
Por un lado era cosa de irse, pero en todo ese concierto había una atmósfera que encantaba a Oliveira. Después de todo la pobre Trépat había estado tratando de presentar obras en primera audición, lo que siempre era un mérito en este mundo de gran polonesa, claro de luna y danza del fuego. Había algo de conmovedor en esa cara de muñeca rellena de estopa, de tortuga de pana, de inmensa bobalina metida en un mundo rancio con teteras desportilladas, viejas que habían oído tocar a Risler, reuniones de arte y poesía en salas con empapelados vetustos, de presupuestos de cuarenta mil francos mensuales y furtivas súplicas a los amigos para llegar a fin de mes, de culto al arte ver-da-de-ro estilo Academia Raymond Duzcan, y no costaba mucho imaginarse la facha de Alix Alix y de Rose Bob, los sórdidos cálculos antes de alquilar la sala para el concierto, el programa mimeografiado por algún alumno de buena voluntad, las listas infructuosas de invitaciones, la desolación entre bambalinas al ver la sala vacía y tener que salir lo mismo, medalla de oro y tener que salir lo mismo. Era casi un capítulo para Céline, y Oliveira se sabía incapaz de imaginar más allá de la atmósfera general, de la derrotada e inútil sobrevivencia de esas actividades artísticas para grupos igualmente derrotados e inútiles. «Naturalmente me tenía que tocar a mí meterme en este abanico apolillado», rabió Oliveira. «Un viejo debajo de un auto, y ahora Trépat. Y no hablemos del tiempo de ratas que hace afuera, y de mí mismo. Sobre todo no hablemos de mí mismo.»
En la sala quedaban cuatro personas, y le pareció que lo mejor era ir a sentarse en primera fila para acompañar un poco más a la ejecutante. Le hizo gracia esa especie de solidaridad, pero lo mismo se instaló delante y esperó fumando. Inexplicablemente una señora decidió irse en el mismo momento en que reaparecía Berthe Trépat, que la miró fijamente antes de quebrarse con esfuerzo para saludar a la platea casi desierta. Oliveira pensó que la señora que acababa de irse merecía una enorme patada en el culo. De golpe comprobaba que todas sus reacciones derivaban de una cierta simpatía por Berthe Trépat, a pesar de la
Pavana
y de Rose Bob. «Hacía tiempo que no me pasaba esto», pensó. «A ver si con los años me empiezo a ablandar». Tantos ríos metafísicos y de golpe se sorprendía con ganas de ir al hospital a visitar al viejo, o aplaudiendo a esa loca encorsetada. Extraño. Debía ser el frío, el agua en los zapatos.
La «Síntesis Délibes-Saint-Saëns» llevaba ya tres minutos o algo así cuando la pareja que constituía el principal refuerzo del público restante se levantó y se fue ostensiblemente. Otra vez creyó atisbar Oliveira la mirada de soslayo de Berthe Trépat, pero ahora era como si de golpe empezaran a agarrotársele las manos, tocaba doblándose sobre el piano y con enorme esfuerzo, aprovechando cualquier pausa para mirar de reojo la platea donde Oliveira y un señor de aire plácido escuchaban con todas las muestras de una recogida atención. El sincretismo fatídico no había tardado en revelar su secreto, aun para un lego como Oliveira; a cuatro compases de
Le Rouet d’Omphale
seguían otros cuatro de
Les Fillex de Cadix
, luego la mano izquierda profería
Mon coeur s’ovre à ta voix
, la derecha intercalaba espasmódicamente el tema de las campanas de
Lakmé
, las dos juntas pasaban sucesivamente por la
Danse Macabre
y
Coppélia
, hasta que otros temas que el programa atribuía al
Hymne à Victor Hugo, Jean de Nivelle y Sur les bords du Nil
alternaban vistosamente con los más conocidos, y como fatídico era imposible imaginar nada más logrado, por eso cuando el señor de aire plácido empezó a reírse bajito y se tapó educadamente la boca con un guante, Oliveira tuvo que admitir que el tipo tenía derecho, no le podía exigir que se callara, y Berthe Trépat debía sospechar lo mismo porque cada vez erraba más notas y parecía que se le paralizaban las manos, seguía adelante sacudiendo los antebrazos y sacando los codos con un aire de gallina que se acomoda en el nido,
Mon coeur s’ovre à ta voix, de nuevo Où va la jeune hindoue?
, dos acordes sincréticos, un arpegio rabón
Les filles de Cadix, tra-la-la-la
, como un hipo, varias notas juntas a lo (sorprendentemente) Pierre Boulez, y el señor de aire plácido soltó una especie de berrido y se marchó corriendo con los guantes pegados a la boca, justo cuando Berthe Trépat bajaba las manos, mirando fijamente el teclado, y pasaba un largo segundo, un segundo sin término, algo desesperadamente vacío entre Oliveira y Berthe Trépat solos en la sala.
—Bravo —dijo Oliveira, comprendiendo que el aplauso hubiera sido incongruente—. Bravo, madame.
Sin levantarse, Berthe Trépat giró un poco en el taburete y puso el codo en un la natural. Se miraron. Oliveira se levantó y se acercó al borde del escenario.
—Muy interesante —dijo—. Créame, señora, he escuchado su concierto con verdadero interés.
Qué hijo de puta.
Berthe Trépat miraba la sala vacía. Le temblaba un poco un párpado. Parecía preguntarse algo, esperar algo. Oliveira sintió que debía seguir hablando.
—Un artista como usted conocerá de sobra la incomprensión y el snobismo del público. En el fondo yo sé que usted toca para usted misma.
—Para mí misma —repitió Berthe Trépat con una voz de guacamayo asombrosamente parecida a la del caballero que la había presentado.
—¿Para quién, si no? —dijo Oliveira, trepándose al escenario con la misma soltura que si hubiera estado soñando—. Un artista sólo cuenta con las estrellas, como dijo Nietzsche.
—¿Quién es usted, señor? —se sobresaltó Berthe Tréppat.
—Oh, alguien que se interesa por las manifestaciones... —Se podía seguir enhebrando palabras, lo de siempre. Si algo contaba era estar ahí, acompañando un poco. Sin saber bien por qué.
Berthe Trépat escuchaba, todavía un poco ausente. Se enderezó con dificultad y miró la sala, las bambalinas.
—Sí —dijo—. Ya es tarde, tengo que volver a casa. —lo dijo por ella misma, como si fuera un castigo o algo así.
—¿Puedo tener el placer de acompañarla un momento? —dijo Oliveira, inclinándose—. Quiero decir, si no hay alguien esperándola en el camarín o a la salida.
—No habrá nadie. Valentín se fue después de la presentación. ¿Qué le pareció la presentación?
—Interesante —dijo Oliveira cada vez más seguro de que soñaba y que le gustaba seguir soñando.
—Valentin puede hacer cosas mejores —dijo Berthe Trépat—. Y me parece repugnante de su parte... si, repugnante... marcharse así como si yo fuera un trapo.
—Habló de usted y de su obra con gran admiración.
—Por quinientos francos ése es capaz de hablar con admiración de un pescado muerto. ¡Quinientos francos! —repitió Berthe Trépat, perdiéndose en sus reflexiones.
«Estoy haciendo el idiota», se dijo Oliveira. Si saludaba y se volvía a la platea, tal vez la artista ya no se acordara de su ofrecimiento. Pero la artista se había puesto a mirarlo y Oliveira vio que estaba llorando.
—Valentin es un canalla. Todos... había más de doscientas personas, usted las vio, más de doscientas. Para un concierto de primeras audiciones es extraordinario, ¡no le parece? Y todos pagaron la entrada, no vaya a creer que habíamos enviado billetes gratuitos. Más de doscientos, y ahora solamente queda usted, Valentin se ha ido, yo...
—Hay ausencias que representan un verdadero triunfo —articuló increíblemente Oliveira.
—¿Pero por qué se fueron? ¿Usted los vio irse? Más de doscientos, le digo, y personas notables, estoy segura de haber visto a madame de Roche, al doctor Lacour, a Montellier, el profesor del último gran premio de violín... Yo creo que la
Pavana
no les gustó demasiado y que se fueron por eso, ¿no le parece? Porque se fueron antes de mi
Síntesis
, eso es seguro, lo vi yo misma.
—Por supuesto —dijo Oliveira—. Hay que decir que la
Pavana
...
—No es en absoluto una pavana —dijo Berthe Trépat—. Es una perfecta mierda. La culpa la tiene Valentin, ya me habían prevenido que Valentín se acostaba con Alix Alix. ¿Por qué tengo yo que pagar por un pederasta, joven? Yo, medalla de oro, ya le mostraré mis críticas, unos triunfos, en Grenoble, en el Puy...
Las lágrimas le corrían hasta el cuello, se perdían entre las ajadas puntillas y la piel cenicienta. Tomó del brazo a Oliveira, lo sacudió. De un momento a otro iba a tener una crisis histérica.
—¿Por qué no va a buscar su abrigo y salimos? —dijo presurosamente Oliveira—. El aire de la calle le va a hacer bien, podríamos beber alguna cosa, para mí será un verdadero...
—Beber alguna cosa —repitió Berthe Trépat—. Medalla de oro.
—Lo que usted desee— dijo incongruentemente Oliveira. Hizo un movimiento para soltarse, pero la artista le apretó el brazo y se la acercó aún más. Oliveira olió el sudor del concierto mezclado con algo entre natfalina y benjuí (también pis y lociones baratas). Primero Rocamadour y ahora Berthe Trépat, era para no creerlo. «Medalla de oro», repetía la artista, llorando y tragando. De golpe un gran sollozo la sacudió como si descargara un acorde en el aire. «Y todo es lo de siempre...», alcanzó a entender Oliveira, que luchaba en vano para evadir las sensaciones personales, para refugiarse en algún río metafísico, naturalmente. Sin resistir, Berthe Trépat se dejó llevar hacia las bambalinas donde la acomodadora los miraba linterna en mano y sombrero con plumas.