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Authors: Paul Bajoria

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga, Drama

Rastros de Tinta (3 page)

BOOK: Rastros de Tinta
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Cuando dejé el vaso vacío encima de la barra, Tassie estaba abrillantando los surtidores vigorosamente y seguía murmurando.

—Gracias, Tassie —murmuré, y supongo que debí decirlo con suficiente humildad, porque dejó de quejarse y me alargó el paquete que acababa de preparar.

—Esto te sentará bien, ya verás —me dijo—. Además te he puesto un hueso, envuelto por separado, para
Lash
. Son cuatro peniques y medio, y no dejes que te asesinen de camino a la imprenta.

Le dije que así lo haría y agarré el tentador paquete marrón, lleno de gruesas rebanadas de pan, un buen trozo de jamón y unas botellas de cerveza. Cuando guardó mi dinero en un saquito bajo la barra, oí un tintineo de monedas. Y
Lash
y yo salimos por la puerta hacia la calle.

De vuelta, al doblar las esquinas irregulares, las casas se inclinaban hacia mí y volvían a su lugar para dejarme paso. Al pasar por debajo de una ventana, oí cómo alguien soltaba una risa grave e, inquieto, agarré a
Lash
del collar. Me había bebido la cerveza tan de prisa que sentía un ligero mareo, y el callejón parecía más estrecho que de costumbre. Una nube de moscas salió volando de una boñiga que algún perro había depositado en los adoquines, y tuve que tirar con fuerza de
Lash
para que no fuera a investigar.

Me tomé en serio el consejo de Tassie. Llevar un paquete de comida por esas calles podía convertirme en el blanco de cualquier granuja hambriento que estuviera rondando por ahí, y había algunos que no se lo pensarían dos veces a la hora de matar a un chiquillo de doce años a cambio de una comida decente. Llevar a
Lash
conmigo me tranquilizaba, pero sabía que había tipejos desesperados que no habrían considerado a
Lash
un gran obstáculo para conseguir lo que querían. El resto del camino hasta la imprenta lo hice corriendo y, con
Lash
saltando a mi lado, me podía imaginar que sólo era un juego, pero agradecí llegar ante la portezuela de la imprenta.

Cramplock seguía allí, atareado en la chirriante prensa con la que hacía los carteles de teatro. Levantó la cabeza al oírme abrir la puerta.

—Ah, Mog —me dijo, soltando la palanca, y se acercó a mí frotándose la mejilla—, ¡el portador de cosas ricas! —Le di el paquete y lo dejó en la mesa, encima de mi cartel de Cockburn—. ¡Jamón! —exclamó al abrir el papel marrón—. ¡Y cuánto pan!

Se rió entre dientes y metió un trozo de jamón entre dos rebanadas de pan. El hocico de
Lash
resoplaba expectante sobre el borde de la mesa y Cramplock, con indulgencia, le dio un pedacito de jamón.

—¿Has visto a algún asesino durante el trayecto, eh? —bromeó pensando hacer un gran chiste. A mí no me hizo ninguna gracia—. Hum —exclamó masticando con ganas el pan con jamón—, estos carteles ya están casi listos. Pero después… —tragó la comida— tengo que ir a ver a una persona. —Tomó unos sorbos de cerveza directamente de la botella, parpadeó y tosió varias veces—. Y quiero que tú vayas a hacerme un recado urgente —dijo, y dio otro gran bocado de pan con jamón—. Tengo una factura para el señor Flethick, en Corporation Row —farfulló, pero tenía la boca tan llena de comida que la frase le salió como—: Ftengfff—umfff—faggura—farrra—emmzeffor—Flfff—Corf—ffrmmm.

—¿Qué? —pregunté.

Engulló lo que tenía en la boca y tosió. Le salieron disparadas unas cuantas miguitas de pan, que aterrizaron en un rodillo recién entintado. Cerró los ojos, volvió a tragar y después los volvió a abrir aliviado, como si hubiera temido no sobrevivir al esfuerzo.

—El señor Flethick —repitió—, en Corporation Row. Pero antes de que te vayas… —señaló con un dedo sucio de tinta— … tienes que terminar éstos. —Y aunque estaba señalando el pedazo de jamón de encima de la mesa, supe que se refería al cartel que descansaba debajo.

Tenía que hacer un centenar de carteles. Después de comer, envié a
Lash
a su cesta y me puse manos a la obra. Un centenar de Cockburn. Cada vez que sacaba un cartel recién hecho de la imprenta, me quedaba impresionado por el rostro del presidiario y las duras palabras en letra negrita que acompañaban su nombre. A cada nuevo cartel, la cara parecía salir más fea y más musculosa. Los duplicados de Cockburn se amontonaban uno encima del otro sobre la mesa.

SE AVISA a la Ciudadanía de que este hombre es muy

¡PELIGROSO!

Los signos de exclamación salían cada vez más grandes y negros. Me enjugué la frente. El golpeteo y el chirrido de la imprenta y el crujir del papel al entrar y salir de la máquina me estaban provocando dolor de cabeza. También me dolía el brazo, de subir y bajar la plancha. El aire estaba saturado de tinta, y yo estaba algo mareado por la cerveza. Eché un vistazo a la ventana y vi que fuera ya estaba oscureciendo.

El señor Cramplock apareció desde la trastienda, donde había estado ocupado trabajando en otros encargos. Vi que agarraba el sombrero. Algunos de los impresores que conocíamos en el vecindario vivían en las habitaciones sobre su taller, pero el local de Cramplock era tan pequeño que no había suficiente espacio para que alguien pudiera vivir cómodamente, sólo
Lash
y yo, en nuestro sencillo cuarto. De manera que Cramplock tenía alquilada una habitación a pocos minutos del taller. Creo que solía discutir a menudo con el casero, porque todos los meses, por la misma época, Cramplock se volvía tremendamente gruñón y empezaba a refunfuñar sobre los beneficios que habíamos conseguido.

—Me voy, Mog —me informó, echando una mirada a los carteles que yo estaba apilando—. Parece que estás haciendo un buen trabajo. Déjalos encima del banco y mañana ya me encargaré yo de ordenarlos.

—Sí —respondí.

—Asegúrate de volver a entintar dentro de poco —me recomendó sin dejar de examinar mi trabajo mientras abría la puerta—. Mejor… hazlo ahora.

—Sí —contesté.

—No te olvides de la factura para Flethick.

—No —repuse, apretando los dientes.

—Y si sales, acuérdate de cerrar bien las puertas.

—¿Se va o se queda? —le espeté. Abrió la boca con la evidente intención de decirme que no fuera tan impertinente, pero debía de estar tan harto de repetírmelo continuamente, que en esta ocasión decidió que el esfuerzo no valía la pena. La puerta se cerró de golpe a sus espaldas.

Seguí con mi trabajo, acercándome al centenar de copias. Los Cockburn iban sumándose uno tras otro en la pila, y yo me alegraba de cubrir ese rostro espantoso con una nueva hoja de papel, a pesar de que en cada una también aparecía retratado el rostro espantoso. ¡Copia tras copia!

¡PELIGROSO!

Tenía tantas ganas de terminar el trabajo y estaba tan harto de ver los inacabables Cockburn, que ya ni me preocupaba de poner el papel bien recto. Algunos de los Cockburn salían algo torcidos, aunque con el cansancio, ya no me daba cuenta. En otras copias había metido la hoja en la imprenta con tanta prisa que la palabra «¡PELIGROSO!» salía de los bordes del papel. Los carteles eran casi tan grandes como yo, y al transportar las pesadas hojas de papel hasta el banco se me iba quedando toda la ropa y la cara sucias de tinta fresca. Un ejército de Cockburn daba vueltas alrededor de mi cabeza, sus ojos me agujereaban el cerebro como la carcoma se come la cubierta de un libro para empezar a devorar su contenido. Decidí colocar los carteles recién impresos boca abajo, para no tener que verlos.

Pero había perdido la cuenta, y tuve que volver a la pila a contar cuántos había hecho. Cramplock nunca habría cometido semejante error, siempre los ordenaba en paquetes de diez, de manera que con una mirada podía saber cuántos le faltaban por hacer. En cambio a mí me tocó repasar todos los Cockburn, contando cuántas veces esa cara horrible me contemplaba.

Ciento seis. Había hecho más de la cuenta, pero por lo menos eso quería decir que podía tirar los más torcidos. Me quede tan aliviado cuando empecé a desmontar la plancha, que me olvidé por completo del encargo que Cramplock me había hecho hasta que, al limpiarme las manos, me fijé en el sobre que había junto a la puerta. En él podía leerse «señor Flethick», escrito a mano con la espantosa caligrafía de Cramplock. Era bueno que Cramplock fuera impresor, porque si no, nadie habría podido entender ni una sola palabra de lo que escribía. Quizá fuera por esa razón que había escogido ese oficio.

En una de las botellas todavía quedaba un resto de cerveza. La vacié agradecido y acto seguido agarré el sobre, llamé a
Lash
con un silbido y nos aventuramos a salir a la oscuridad de las calles.

Por alguna razón, no me pude resistir a volver a echar una mirada a las oscuras ventanas del gran edificio vecino. Con la cabeza llena de ojos de presidiario, aquella noche esas ventanas me resultaron especialmente sobrecogedoras. Tiré de la correa de
Lash
y aceleré el paso. Las calles estaban poco iluminadas, y no me apetecía demasiado pasar por delante de las puertas de la prisión, que estaba muy cerca de donde Flethick vivía. No cesaba de oír silbidos lejanos en la oscuridad y el eco de pasos corriendo por los callejones. Me estremecí, agradeciendo tener la pinta de un chiquillo mal vestido y no la de un rico caballero con sombrero de copa, reloj de bolsillo colgando de una cadena y un buen dinero para sacarle a punta de cuchillo.

Flethick vivía en un patio oscuro, al que solamente se podía acceder a través de un arco de ladrillos que, desde la calle, parecía una puerta hacia la nada. Tiré a
Lash
de la correa e intenté arrastrarlo bajo el arco, pero no quería entrar. Se sentó gimoteando, primero mirando hacia el oscuro arco y luego hacia mí, negándose a avanzar. No tenía otra opción: no podía incumplir el encargo del señor Cramplock. De manera que até a
Lash
a una farola y, tras respirar profundamente, me enfrenté a la amenazante oscuridad del arco y me sumergí en ella.

Por todos lados me rodeó la oscuridad. En algún lugar cercano, un bebé lloraba, y muy lejos, el reloj de una iglesia dio la media hora. De repente, me sentí presa del pánico, sobrecogido por la sensación de que esas paredes pudieran aprisionarme. Estuve a punto de abandonar mi misión por completo, dar media vuelta y huir corriendo a través del arco, pero a medida que mis ojos se acostumbraban a las tinieblas del patio interior, pude ver que en el rincón más apartado había una ventana del segundo piso que brillaba mortecina, como a veces brilla la luna cuando la tapa una nube ligera. Era la única luz y la única señal de vida en todos los edificios que me rodeaban y, armándome de valor, me dirigí hacia la puertecilla.

Estaba demasiado oscuro para poder leer los nombres en el portal, pero a pesar de eso empujé la puerta y ésta se abrió con un chirrido seco. Ante mí aparecieron unas escaleras tenebrosas. Me pareció escuchar voces lejanas en el piso de arriba y cuando llegué a lo alto de las escaleras, vi el contorno anaranjado de una puerta con una luz brillando tras ella. Allí, en el rellano, se oían las voces con mayor claridad: eran graves y discontinuas, una serie de murmullos entrecortados más que una conversación.

Me acerqué a la puerta y alcé el puño para llamar, pero de repente mi nariz captó un olor extraordinario. Por un momento me sumí en un estado de confusión. Miré hacia el techo, luego hacia la escalera, y sentí un mareo, como si corriera el peligro de caer por donde había subido. Fui a agarrarme a la barandilla, o al menos a donde yo creía que debía estar la barandilla. Pero no estaba allí y me caí de bruces contra la puerta, la abrí de golpe y entré en la habitación de una manera mucho más súbita y brusca de lo que había sido mi intención.

Intenté no quedarme tirado en el suelo más tiempo del necesario, ya que vagamente noté que en la habitación había unos cuantos hombres y sin duda querrían alguna explicación de mi brusca aparición. Pero cuando me hube levantado, me di cuenta de que había causado un revuelo mínimo.

Parpadeé y me encontré ante una neblina anaranjada, en una habitación tan llena de humo y mal iluminada que casi no se podía ver la pared del fondo. Había seis hombres. Cuatro de ellos estaban medio sentados, medio tendidos sobre unas grandes butacas; no hacían el más mínimo ruido y parecían no ver nada, como si estuvieran disecados. Los otros dos se hallaban sentados en el suelo, cerca de donde yo estaba, y se habían quedado mirándome sin comprender qué pasaba.

—Tengo… esto… una factura para el señor Flethick —dije intentando sonar lo más eficiente posible. Tosí. El aire era repugnante ahí dentro.

—Eee… ¿El señor Flethick? —repetí. Sólo se oyó el silencio.

—Yo soy el señor Flethick —respondió entonces uno de los hombres sentados en el suelo. Hablaba de una manera peculiarmente lenta, como si las palabras tuviesen que luchar contra el aire enrarecido para llegar hasta mí.

Le tendí el sobre, y cuando lo hice me percaté de la larga pipa que tenía en las manos. No hizo ni el más mínimo amago de coger el sobre. Quizá fuera tullido.

—No se levante —le dije y me arrodillé a su lado.

Tenía los ojos vidriosos y la vista perdida. ¿Sería ciego?

—¿Quién es éste? —murmuró uno de los otros hombres de la habitación, no sabría decir cuál.

—Soy el chico que trabaja con Cramplock, señor —repuse con nerviosismo. El señor Flethick torció el cuerpo sobre el suelo para poder mirarme mejor.

—¿El chico de Cramplock? —preguntó, y lentamente su rostro adoptó una expresión divertida—. El diablillo de la imprenta, ¿verdad? Seguro que has venido a arrastrarnos al infierno. —Agitó la mano hacia mí, descoordinado, intentando tocarme el brazo—. Siéntate, chico de Cramplock —continuó arrastrando las palabras—. ¿Cómo te llamas, eh?

—Winter, señor. Mog Winter.

—Pues bien, Mog Winter —comenzó, y cuando se volvió hacia mí, me lanzó el aliento directo a la cara—, le dices a Cramplock…

Parecía estar buscando las palabras. Hizo una larga pausa y se llevó la larga pipa a los labios. La luz de las velas que había en la habitación proyectaba sobre el techo las temblorosas sombras de los hombres. Mientras esperaba a que continuara hablando, volví a sentirme mareado.

—Le dices a Cramplock —prosiguió con voz insegura—, que no quiero su factura. ¿Se lo dirás?

—Pero el señor Cramplock me pidió que se la diera, señor —repuse.

—Ya lo sé, chico. Ya lo sé.

—Lo conozco bien, señor —continué—, y no creo que se lo tome muy bien si vuelvo sin haberle entregado la factura.

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