Silbando una alegre melodía, Horkin echó a andar en pos del barón.
—¡Despertad, niños! —sonó una voz en falsete, cantarina y burlona—. ¡Arriba, pequeños, y saludad al nuevo día! —La voz cambió a un grito de timbre grave—. ¡Ahora soy vuestra mami, chicos, y mami dice que es hora de despertarse!
Sabedor de que una rápida patada en el trasero era el afectuoso modo del sargento para poner en movimiento a sus reclutas, Caramon se incorporó desperdigando paja a derecha e izquierda y se puso firme. A su alrededor, los hombres obedecían torpemente. En los barracones todavía estaba oscuro, pero los pájaros —los muy necios— ya estaban despiertos, lo que significaba que el amanecer no tardaría en llegar.
Caramon estaba acostumbrado a levantarse temprano. Eran muchos, muchísimos, los días de su juventud en que había saltado de la cama, antes incluso de que los pájaros se despertaran, para ir a labrar los campos; hacía coincidir su llegada a la granja con el romper del día para así no desperdiciar nada de la valiosa luz diurna. Sin embargo, Caramon nunca dejaba su lecho de paja sin un profundo pesar.
Al mocetón le encantaba dormir. Lo saboreaba. Lo anhelaba. Mucho tiempo atrás había llegado a la conclusión de que una persona pasaba más tiempo durmiendo que haciendo cualquier otra cosa en la vida y, por ende, decidió que lo haría a conciencia. Practicaba todo cuanto podía.
No así su gemelo. De hecho, a Raistlin parecía que dormir lo molestaba. El sueño era un vil ladrón que caía sobre él cogiéndolo desprevenido, robándole horas de su vida. El joven mago siempre se levantaba muy temprano, incluso en las fiestas, un fenómeno que Caramon no lograba entender. Y también eran muchas las noches que el guerrero había encontrado a su hermano derrumbado sobre los libros, demasiado cansado para continuar despierto, pero rehusando entregar de buen grado su precioso tiempo al furtivo ladrón y obligando al sueño a luchar para someterlo.
Caramon se frotó los ojos en un intento de despejar la mente, que todavía remoloneaba en un agradable sueño, y ponerla en pleno estado de vigilia; pensó con tristeza que, para ser un hombre que disfrutaba durmiendo, no podía haber elegido peor profesión. Cuando fuera general cualquier día de éstos, dormiría hasta el mediodía, y a quien se atreviera a despertarlo lo atizaría en las costillas… En las costillas…
—¡Caramon! —Cambalache le estaba dando codazos en la caja torácica.
—¿Eh? —El mocetón parpadeó.
—Te habías quedado dormido de pie —dijo su amigo, que lo miraba estupefacto—. Como un caballo. ¡Dormido de pie!
—¿De verdad? —preguntó Caramon con orgullo—. No sabía que una persona pudiera hacerlo. Tengo que decírselo a Raist.
—¡Yelmos, escudos y armas! —bramó el sargento—. Os quiero ver fuera en diez minutos.
Cambalache soltó un enorme bostezo. Era increíble que un tipo tan pequeño pudiera abrir tanto la boca.
—Acabarás partiéndote en dos la cabeza si haces eso continuamente —advirtió, preocupado, Caramon.
—Majere —llamó el sargento en tono desagradable—, ¿nos harás el favor de regalarnos hoy con tu presencia? ¿O acaso planeas pasar el día vaciando las letrinas?
Caramon se vistió deprisa y luego se puso el yelmo, se abrochó el cinturón de la espada y cogió el escudo.
Los reclutas salieron disparados al exterior justo cuando los primeros rayos del sol se abrían paso trabajosamente a través de un manto de nubes en el horizonte. Formaron en el camino que había delante de los barracones, en tres días. Hacían lo mismo cada mañana desde que habían llegado y a estas alturas se les daba bien.
El instructor Quesnelle avanzó para situarse delante de los soldados formados. Caramon esperó con expectación la orden de marchar, pero ésta no llegó.
—Hoy, chicos, vamos a dividiros en compañías —anunció el maestro de armas—. La mayoría de vosotros os quedaréis conmigo, pero algunos habéis sido elegidos para incorporaros a la compañía C, una tropa de choque, al mando del capitán Senej. Cuando diga vuestro nombre, avanzad dos pasos. Ander Zapatero. Rav Mazoherrero. Darley Algaida.
La lista continuó. Caramon estaba medio amodorrado, dejando que el sol calentara sus músculos entumecidos de dormir en el suelo de piedra. No esperaba que lo llamaran. La compañía C era donde enviaban a los mejores hombres. Empezó a dormitar.
—Caramon Majere.
Caramon se despertó sobresaltado. Sus pies dieron dos pasos adelante con la precisión de la práctica, actuando por adelantado a su cerebro embotado por el sueño. Miró de reojo a Cambalache, sonrió y esperó que dijeran el nombre de su amigo. El instructor Quesnelle enrolló la lista con un golpe seco.
—Aquellos cuyos nombres acabo de pronunciar, romped filas y presentaos a la sargento Nemiss, allí. —El instructor señaló a una mujer vestida de soldado que estaba sola en medio del camino.
Los otros reclutas dieron media vuelta y marcharon, pero Caramon siguió en el mismo sitio. Miró tristemente a Cambalache, a quien no habían llamado.
—¡Ve! —instó su amigo, sin atreverse a hablar en voz alta, sólo articulando las palabras—. ¿Qué haces, grandísimo zopenco? ¡Ve!
—¡Majere! —El tono del instructor Quesnelle sonó chirriante—. ¿Te has quedado sordo? ¡Te he dado una orden! ¡Mueve ese gordo culo tuyo, Majere!
—¡Sí, señor! —gritó Caramon, que dio media vuelta, adelantó otro paso y con la mano izquierda aferró a Cambalache por el cuello de la camisa. Levantó en vilo al joven y lo llevó consigo.
—Caramon, ¿qué…? ¡Caramon, suéltame! —Cambalache se retorció y tiró en un intento desesperado de librarse de los dedos del mocetón, pero sus esfuerzos resultaron vanos.
El instructor Quesnelle estaba a punto de lanzarse sobre Caramon con la fría furia de una avalancha cuando atisbo al Barón Loco, que estaba parado a un lado, observando con interés. Ivor hizo un leve gesto con la mano y el instructor Quesnelle, congestionado, cerró bruscamente la boca. Caramon marchó a paso ligero.
—Olvidasteis decir su nombre, señor —adujo en tono sumiso, de disculpa, cuando pasó apresuradamente ante el iracundo maestro de armas.
—Sí, supongo que lo olvidé —gruñó Quesnelle.
El resto de la compañía continuó con la rutina normal: carrera matinal, desayuno, prácticas de maniobras básicas. Los doce reclutas cuyos nombres habían sido pronunciados por el instructor Quesnelle permanecieron en posición de firmes frente a su nuevo oficial.
La sargento Nemiss era una mujer de estatura media, con la tez morena de los oriundos de Ergoth del Norte. Tenía unos luminosos ojos castaños y una cara bonita y dulce, lo que, según estaban a punto de descubrir los nuevos reclutas, no tenía nada que ver con su verdadera personalidad. De hecho, la sargento Nemiss era una mala bebedora con un genio de mil diablos, que no dejaba de meterse en reyertas de taberna; una razón por la que era sargento y seguiría siéndolo el resto de su vida.
La sargento Nemiss permaneció inmóvil, observándolos a los doce —trece, con Cambalache— durante largo rato. Sus ojos se detuvieron en el pobre Cambalache, que pareció encogerse bajo aquella mirada. La expresión de la sargento no varió, salvo quizá para tornarse bastante apesadumbrada.
—Tú —dijo, señalándolo—, ponte ahí.
Cambalache lanzó una mirada y una sonrisa a Caramon con las que decía: «En fin, lo intentamos». Luego caminó hasta pararse a un lado del camino. La sargento Nemiss sacudió la cabeza y se volvió para mirar a los demás.
—Habéis sido elegidos para uniros a mi compañía, que está al mando del capitán Senej. Soy su segundo al mando, y mi cometido es entrenar a los nuevos reclutas de la compañía del capitán Senej. ¿Me he expresado con claridad?
—¡Sí, señor! —gritaron los doce al unísono. Cambalache empezó a decir lo mismo por la fuerza de la costumbre, pero enmudeció cuando la sargento le asestó una mirada feroz.
—Bien. Se os ha elegido no porque seáis mejores que el resto, sino porque no sois tan malos como los demás. —La mujer se puso ceñuda—. Que no se os pase por vuestras cabezas huecas que sois buenos. No seréis buenos hasta que yo diga que lo sois, y sólo con miraros, pandilla de depravados, puedo afirmar sin temor a equivocarme que no sois lo bastante buenos para lamer las botas de un soldado de verdad.
Los reclutas aguantaban al sol, sudando copiosamente, sin decir palabra.
—Majere, sal de la formación. El resto, regresad a los barracones, recoged vuestras cosas y reuníos aquí conmigo dentro de cinco minutos. Os trasladáis a los barracones de la compañía del capitán Senej. ¿Alguna pregunta? ¡Bien, moveos! ¡Vamos, vamos, vamos! Majere, acércate.
La sargento indicó con un ademán que se colocara junto a Cambalache, que sonrió vacilante, obsequiosa y esperanzadamente a la oficial.
La sargento Nemiss no parecía impresionada. Los miró de arriba abajo a los dos, en especial a Cambalache, reparando en su esbelta constitución, sus ágiles manos de dedos largos y sus, por desgracia, ligeramente puntiagudas orejas. El ceño de la oficial se intensificó.
—¿Y qué demonios se supone que he de hacer contigo? ¿Cómo te llamas?
—Cambalache, señor —respondió él en tono respetuoso.
—¿Cambalache? ¡Eso no es un nombre! —bramó indignada la oficial.
—Es el mío, señor —adujo alegremente el muchacho.
—Y en eso es en lo que podéis utilizarlo, señor —intervino Caramon. Se le da muy bien hacer apaños.
—Querrás decir que se le da bien apandar —espetó la sargento—. No admitiré en mis tropas a un garduño.
—No, señor. —Cambalache sacudió la cabeza enérgicamente y mantuvo la vista al frente, como le habían enseñado—. Yo no robo.
Nemiss dirigió una mirada significativa a las orejas del muchacho. Cambalache desvió los ojos hacia la mujer durante un instante.
—Y tampoco «tomo prestadas» cosas, sargento.
—Es cambalachero, señor —intervino Caramon con ánimo de ayudar.
—Tendrás que perdonarme, Majere —repuso la sargento, que parecía exasperada—, si no entiendo qué significa exactamente ese término o cómo demonios puede serme de utilidad.
—Es muy sencillo, señor —dijo Cambalache—. Yo encuentro cosas que quiere la gente y que está dispuesta a trocar por otras. Es un canje, señor.
—¿De veras? —Nemiss frunció los labios con gesto pensativo—. De acuerdo. Te daré una oportunidad. Mañana, a esta hora, me traerás algo que me sirva para el equipo, pero que sea algo valioso, no te equivoques. Si lo consigues, dejaré que te quedes en esta compañía. Si fracasas, estás descartado. ¿Te parece un trato justo?
—Sí, señor —aceptó Cambalache, cuyo semblante estaba encendido de placer.
—Y puesto que la idea ha sido tuya, Majere, quedas destacado para acompañarlo. —La sargento levantó el índice en ademán admonitorio—. Y que no vaya involucrado el robo ni por asomo. Si descubro que has robado algo, soldado, te colgaré en ese manzano que ves allí. No consentimos ladrones en este ejército. El barón ha trabajado muy duro para establecer unas buenas relaciones con los vecinos de la ciudad y tenemos intención de que todo siga igual. No estamos dispuestos a permitir que nadie las rompa. Majere, te hago responsable. Eso significa que si él escamotea algo, correrás su misma suerte. Si afana aunque sólo sea un cacahuete, los dos acabaréis colgados.
—Sí, señor. Entendido, señor —contestó Caramon, aunque tragó saliva con esfuerzo cuando la sargento no estaba mirándolo.
—¿Podemos irnos ya a cumplir la misión, señor? —preguntó, ansioso, Cambalache.
—¡Infierno, no, no podéis marcharos! —espetó la oficial—. Sólo dispongo de dos semanas para meter en cintura a unos zoquetes como vosotros y voy a necesitar hasta el último segundo. Se va a dar permiso a los reclutas nuevos para ir a la ciudad esta noche.
—¿Nos dan permiso? —la interrumpió Caramon, que no cabía en sí de contento.
—A todos salvo a vosotros dos —contestó fríamente Nemiss—. Tendréis que cumplir la misión encomendada esta noche.
—Sí, señor. —Caramon soltó un sonoro suspiro. Había estado soñando con volver a El Jamón Mantecoso.
—¡Y ahora, id a recoger vuestras cosas y volved aquí a paso ligero!
Los dos amigos obedecieron prestamente.
—Siento que pierdas tu permiso, Caramon —dijo Cambalache mientras sacudía la paja pegada a su manta.
—¡Bah! No importa. —Caramon dejó a un lado la idea de cerveza fría y una cálida y complaciente mujer—. ¿Crees que podrás llevar a cabo la tarea? —inquirió con ansiedad.
—No será fácil —admitió Cambalache—. Por lo general, cuando hago un negocio sé qué es con lo que tengo que negociar. —Consideró el asunto seriamente—. Pero, sí, creo que puedo hacerlo.
«Eso espero», se dijo para sus adentros el guerrero, que dirigió una mirada nerviosa al manzano.
La sargento Nemiss condujo a los hombres a un edificio situado al otro extremo del complejo y allí los hizo detenerse delante de los barracones.
Un oficial, montado en un semental negro como el carbón, apareció por una esquina del edificio. Era un hombre alto, de cabello oscuro y una mandíbula que parecía haber sido cortada de un pedazo cuadrado de madera, cepillada y lijada. Sofrenó su montura y paseó la mirada sobre los hombres alineados ante él.
—Me llamo Senej. Capitán Senej. La sargento Nemiss dice que no sois tan malos como los otros reclutas. Lo que quiero saber es esto: ¿sois lo bastante buenos para uniros a la compañía C?
Su voz sonó como un bramido al pronunciar el nombre de la compañía, y le respondió un coro de voces graves con un salvaje clamor que llegó del interior de los barracones. Acto seguido los soldados salieron disparados del edificio, todos ellos equipados con peto, yelmo, tabardo, escudo y espada. Caramon afirmó los pies creyendo que los soldados iban a atacar. Por el contrario, y actuando como si siguieran unas órdenes que Caramon no había oído, los hombres de la compañía C se detuvieron y formaron en filas perfectamente rectas y ordenadas. Sus armaduras bruñidas brillaban al sol.
En menos de un minuto, toda la compañía, compuesta por noventa hombres, estaba en formación de combate, los escudos aprestados y preparada para luchar. Senej se volvió hacia los trece reclutas.
—Como decía, quiero saber si sois lo bastante buenos para uniros a mi compañía. Es la mejor del regimiento, y me propongo que siga siéndolo. Si no estáis a su altura, volveréis con la compañía de entrenamiento. Si lo estáis, entonces habréis encontrado un hogar para el resto de vuestras vidas.