Read Raistlin, el aprendiz de mago Online
Authors: Margaret Weis
Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil
Los lugareños eran amistosos y tolerantes... hasta cierto punto. Era sabido que la falta de ley y orden perjudicaba a los negocios, y Solace era una ciudad con buen ojo comercial.
Situada en una concurrida calzada que era la ruta principal desde el Ansalon septentrional hacia cualquier punto del sur, Solace estaba acostumbrada a recibir la visita de gente forastera. Mas no era ésa la razón por la que la mayoría de la gente no reparó en la llegada de Antimodes; el motivo principal de que casi nadie viera al mago era porque se encontraban varios metros por encima de él. La gran parte de los edificios de Solace estaban construidos sobre las enormes ramas de los gigantescos árboles llamados vallenwoods.
Los primeros habitantes del lugar habían tenido que encaramarse literalmente a los árboles para escapar de sus enemigos, y con el tiempo descubrieron que vivir en las copas de los vallenwoods era muy seguro. Así que construyeron sus hogares en las ramas; generación tras generación, sus descendientes conservaron esa tradición.
Desde la grupa de la burra, Antimodes dobló el cuello para mirar hacia arriba, a las pasarelas de madera colgantes que se extendían de árbol a árbol y que se mecían al pasar por ellos los lugareños que iban de aquí para allí, camino de una u otra tarea. Antimodes era un hombre apuesto y con buen ojo para las damas, y, aunque las mujeres de Solace mantenían bien sujetas las faldas cuando cruzaban las pasarelas, siempre cabía la posibilidad de echar un fugaz vistazo a un tobillo fino o una pierna bien torneada.
La placentera ocupación del mago fue interrumpida por un escandaloso griterío. Al bajar la vista se encontró con que
Jenny
y él estaban rodeados por una pandilla de arrapiezos descalzos, tostados por el sol y armados con espadas de madera y lanzas hechas con ramas de árbol que tenían entablada batalla con un imaginario ejército enemigo.
Los chicos no habían topado a propósito con Antimodes. El devenir de la batalla los había llevado en esta dirección, y los invisibles goblins u ogros o cualesquiera que fueran sus enemigos se batían en retirada hacia el lago Crystalmir. Atrapada en medio del griterío, golpeteo de espadas y aullidos,
Jenny
se espantó y empezó a brincar y cocear con los ojos desorbitados por el terror.
La montura de un mago no es un caballo de guerra; no está, pues, entrenada para galopar sin inmutarse en medio del estruendo, la sangre y el caos de una batalla o contra las puntas de unas lanzas. Como mucho, está habituada a ciertos efluvios poco agradables de los componentes de hechizos y alguno que otro despliegue de fuego y rayos.
Jenny
era una burra tranquila, fuerte y robusta, con una extraordinaria habilidad para esquivar surcos y piedras sueltas en la calzada, de modo que proporcionaba a su jinete una cómoda marcha exenta de sobresaltos. Pero el animal consideraba que este viaje había llegado ya al límite: malas comidas, pesebres con goteras, problemáticos mozos de cuadra. La cuadrilla de chiquillos vociferantes y blandiendo palos fue, simplemente, más de lo que podía soportar.
A juzgar por el ángulo de las largas orejas y el modo en que mostraba los dientes,
Jenny
estaba dispuesta a emprenderla a coces y mordiscos con los chiquillos, a los que seguramente no llegaría a hacer daño alguno, pero sí acabaría desmontando a su jinete. Antimodes bregaba para controlar a la burra, pero no estaba teniendo ningún éxito en ello. Los chiquillos más jóvenes, cegados por el ardor de la batalla, no se percataron del apuro del mago y continuaron pasando a su alrededor blandiendo las espadas, aullando y lanzando gritos de triunfo. Antimodes podría haber entrado en Solace sobre su trasero, pero entonces apareció en mitad de la polvareda y el griterío un chico algo mayor, de unos doce años, y agarró las riendas de
Jenny;
con un suave tirón y una actitud firme consiguió dominar al aterrado animal.
— ¡Largaos! — ordenó al tiempo que hacía un ademán con la espada, que se había cambiado a la mano izquierda—. ¡Marchaos, compañeros! Estáis asustando a la burra.
Los niños más pequeños, cuyas edades iban de los seis en adelante, obedecieron de buen grado al mayor y se alejaron sin dejar de alborotar. Sus gritos y risas resonaron entre los enormes troncos de los vallenwoods.
El muchachito no los siguió de inmediato y, con un acento que definitivamente no pertenecía a esa región de Ansalon, ofreció sus disculpas mientras que acariciaba el suave hocico del animal.
—Disculpadnos, señor. Estábamos absortos en el juego y no reparamos en vuestra llegada.
Confío en que no os habréis lastimado.
El jovencito llevaba el oscuro y espeso cabello cortado tazón por encima de las orejas, un estilo muy popular en Solamnia pero que no se daba en ninguna otra parte de Krynn. Sus ojos eran de color castaño, y su actitud seria y circunspecta no correspondía con su corta edad; un porte noble del que el chico era muy consciente. Su modo de hablar era refinado y elegante. Este no era un tosco campesino ni el hijo de un jornalero.
—Gracias, joven señor —respondió Antimodes. Repasó con cuidado el surtido de bolsas con los componentes de hechizos que llevaba atadas al cinturón para asegurarse de que los zarándeos que había sufrido no habían aflojado las cuerdas de ninguna. Iba a preguntar al jovencito cómo se llamaba cuando descubrió que los oscuros ojos del muchachito estaban clavados en los saquillos. La expresión de su rostro era desdeñosa, desaprobadora.
—Si estáis seguro de que os encontráis bien, señor mago, y que nuestro juego no os ha causado ningún perjuicio, me retiraré. —El jovencito hizo una inclinación algo rígida, soltó las riendas de la burra, y se volvió hacia donde los otros chicos se habían marchado—. ¿Vienes, Kit? —le gritó a otro chico, más o menos de su edad, que se había quedado observando al forastero con gran interés.
—Dentro de un momento, Sturm —contestó, y fue entonces, al hablar, cuando Antimodes cayó en la cuenta de que este chico de corto y rizoso cabello negro, vestido con pantalones y chaleco de cuero, era en realidad una chica.
Y una chiquilla guapa, ahora que se fijaba bien, o, quizá, lo más adecuado sería decir
«jovencita», porque a pesar de sus pocos años tenía bien definida la figura, sus movimientos eran gráciles, y su mirada descarada y firme. A su vez, la chica examinaba a Antimodes con un interés profundo y reflexivo que el mago no supo comprender. Estaba acostumbrado a encontrarse con miradas desdeñosas o de desagrado, pero la curiosidad de la jovencita no era superficial ni en su actitud había antipatía. Era como si estuviera tomando una decisión sobre algo.
Antimodes estaba chapado a la antigua respecto a las mujeres. Le gustaba que fueran suaves, dulces, cariñosas, que se sonrojaran y mantuvieran los ojos bajos. Comprendía que en estos tiempos de poderosas hechiceras y fuertes guerreras su actitud era trasnochada, pero se sentía cómodo con esa forma de pensar. Frunció el ceño levemente para mostrar su desaprobación a esta joven virago y chascó la lengua para que
Jenny
se pusiera en marcha hacia el establo público situado cerca de la herrería. Tanto el establo como la herrería y la panadería, con sus inmensos hornos, eran de los pocos edificios de Solace construidos en el suelo.
Cuando Antimodes pasó ante la muchachita sintió los oscuros ojos clavados en él, reflexivos, interrogantes.
Antimodes se cercioró de que
Jenny
estuviera cómodamente instalada, con una ración extra de forraje y con la promesa del mozo del establo de que se ocuparía del animal con mayor interés del que era habitual, para lo cual pagó, naturalmente, con buenas monedas de acero que ofreció con mano pródiga.
Hecho esto, el archimago se encaminó hacia la rampa más próxima que llevaba a una de las pasarelas colgantes. Los escalones eran numerosos, y cuando llegó arriba estaba sin resuello y sudando. No obstante, las frondosas copas de los vallenwoods le dieron un respiro al ofrecerle sombra bajo su tupido dosel, y Antimodes echó a andar por la pasarela que conducía a la posada El Ultimo Hogar.
En el camino pasó ante varias casitas ubicadas sobre las ramas de los árboles. En Solace el diseño de cada casa variaba, a fin de acomodarse al árbol sobre el que descansaba. Según marcaba la ley, no se podía cortar parte alguna del vallenwood ni quemar su madera ni perjudicarlo de ningún otro modo. Todas las casas utilizaban el ancho tronco como pared en al menos un cuarto, mientras que las ramas servían como vigas para los techos. Los suelos no estaban al mismo nivel, y en las casas se notaba un movimiento de balanceo muy pronunciado cuando había tormentas y se levantaba el viento. Los habitantes de Solace consideraban encantadoras tales peculiaridades que a Antimodes lo habrían vuelto loco.
La posada El Ultimo Hogar era la construcción más grande de la ciudad. Erigida a unos quince metros sobre el suelo, estaba construida alrededor del tronco de un gigantesco vallenwood que formaba parte del interior de la posada. Un auténtico bosque de vigas sujetaba la posada por debajo. La sala comunal y la cocina se hallaban en el piso bajo, mientras que las habitaciones se encontraban en un nivel más alto y se podía llegar a ellas por una entrada independiente; los que buscaban intimidad no tenían que pasar a través de la taberna.
Las ventanas de la posada eran de cristales multicolores que, según la leyenda local, se habían hecho traer desde la mismísima Palanthas. Los cristales eran una excelente propaganda para el negocio, ya que los destellos de diversos colores que se percibían entre las sombras arrojadas por las hojas atraían la mirada; de no ser así, el establecimiento habría pasado inadvertido entre el follaje.
Antimodes había tomado un desayuno ligero y, por lo tanto, tenía suficiente hambre para hacer justicia a los afamados platos del posadero. La subida había incrementado su apetito, y también contribuyeron a ello los apetitosos aromas que salían de la cocina. Nada más entrar, el archimago fue recibido por Otik en persona, un hombre jovial, de rotundo vientre, que reconoció inmediatamente a Antimodes, aunque hacía unos dos años o más que el mago no era huésped de la posada.
—Bienvenido, amigo, bienvenido —saludó Otik al tiempo que inclinaba una y otra vez la cabeza, como hacía con todos los clientes, ya fueran aristócratas o plebeyos. El delantal era de un blanco impoluto, sin manchas de grasa como ocurría con los de otros posaderos. La propia posada estaba tan limpia como el delantal de Otik, ya que, cuando las camareras no estaban sirviendo a los clientes, se dedicaban a barrer o a frotar el cuidado mostrador de madera, que de hecho era parte del vallenwood.
Antimodes manifestó su placer por estar de vuelta en la posada, y Otik demostró que recordaba al mago llevándolo a su mesa favorita, cerca de una de las ventanas desde la que se tenía una vista excelente del lago Crystalmir a través de los cristales coloreados. Sin que se lo pidiera, Otik trajo una jarra de oscura y fría cerveza y la puso delante de Antimodes.
—Recuerdo que dijisteis lo mucho que os gustaba mi cerveza oscura la última vez que estuvisteis aquí, señor —comentó Otik.
—Así es, posadero. Nunca había probado otra igual —contestó Antimodes. También reparó en el modo en que Otik evitaba hacer la menor referencia al hecho de que era un hechicero, un gesto delicado que Antimodes apreciaba en lo que valía, aunque él mismo detestaba ocultar quién era y lo que era ante nadie. Tomaré una habitación para esta noche, incluidos almuerzo y cena —anunció. Sacó la bolsa del dinero, que iba bien provista pero no indecentemente llena.
Otik respondió que había habitaciones disponibles, de modo que Antimodes podía elegir la que gustara, y que se sentían honrados con su presencia. La comida para aquel día era cazuela con trece tipos diferentes de judías cocidas a fuego lento con hierbas y tocino veteado. En cuanto a la cena, había picadillo de carne de vaca y patatas picantes, una especialidad de la casa que le daba fama.
Otik aguardó con ansiedad a que su huésped dijera que encontraba satisfactorio el menú, y después, sonriendo de oreja a oreja, el posadero se marchó para ocuparse de las mil y una tareas que requería el funcionamiento de este tipo de negocio.
Antimodes se relajó y miró en derredor a los otros clientes. La hora habitual para el almuerzo había pasado ya, por lo que la taberna estaba relativamente vacía. Los viajeros se encontraban en el piso de arriba, en sus cuartos, echando una buena siesta después de una buena comida. Los jornaleros ya habían vuelto a sus trabajos; los propietarios de negocios dormitaban sobre sus libros de cuentas; las madres se ocupaban de que los pequeños durmieran la siesta. Un enano —un Enano de las Colinas a juzgar por su aspecto— era el otro cliente que había en la sala.
Un Enano de las Colinas que ya no vivía en las colinas, sino entre humanos, en Solace. Y le iban bien las cosas, a juzgar por sus ropas: una fina camisa hilada en casa, buenos calzones de cuero y el mandil, también de cuero, de su profesión. Era de mediana edad; en su barba de color castaño oscuro sólo había un mechón gris, bien que las arrugas de su rostro eran extraordinariamente profundas para un enano de su edad. Al parecer, había tenido una vida dura que lo había marcado. Sus ojos marrones eran más cálidos que los de sus congéneres que no vivían entre humanos y que parecían observar el mundo a través de altas barricadas.
Al encontrarse con la brillante mirada del enano, Antimodes levantó su jarra de cerveza.
—Por vuestras herramientas colijo que sois un trabajador del metal. Que Reorx guíe vuestro martillo, señor — dijo, hablando en el lenguaje enano.
El enano inclinó levemente la cabeza en un gesto de agrado y levantó su propia jarra.
—Que vuestra calzada sea recta y seca, viajero —respondió, hablando en Común.
Antimodes no ofreció compartir su mesa con el enano ni éste mostró disposición de querer compañía. El archimago miró por la ventana para admirar el paisaje y disfrutó del agradable calorcillo que bañaba su cuerpo en un grato contraste con la fría cerveza que suavizaba su garganta reseca del polvo del camino. La misión encomendada a Antimodes era escuchar con disimulo cualquier conversación, así que prestó atención, aunque distraídamente, a la charla que mantenían el enano y la camarera, aunque no le parecía que estuvieran hablando de nada siniestro ni fuera de lo común.
—Aquí tienes, Flint —dijo la joven, que puso un humeante plato de judías delante del enano—.