Querelle de Brest (15 page)

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Authors: Jean Genet

Tags: #Drama, #Erótico

BOOK: Querelle de Brest
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Estamos mar adentro. Tempestad. En caso de naufragio, ¿qué haría Querelle? ¿Trataría de salvarme? Ignora que le amo. Yo trataría de salvarle, pero intentaría que fuera él quien me salvara. En los naufragios cada cual lleva consigo lo que le es más preciado: un violín, un manuscrito, fotos… Querelle me llevaría a mí. Sé que salvaría ante todo su belleza, aunque para eso tuviese yo que morir
.

Querelle, tu corazón de oro

Él estaba mirando cómo un marinero lavaba la cubierta. Sin otro punto de respaldo, Querelle apoyaba sus dos manos, una sobre otra, en el cinturón, por encima de la bragueta. Tenía todo el busto inclinado y bajo su peso el cinturón (junto con el borde del pantalón) cedía como una cuerda
.

Tengo ganas de llorar por no poder echar mano a una polla. Lanzo alaridos de pena al mar, a la noche, a las estrellas. Sé que en el puesto de atrás las hay maravillosas, pero me son negadas
.

Tal vez a una orden del almirante, el real mozo que le acompaña a todas partes entra dócilmente en su camarote, se abre la bragueta y ofrece a los labios del anciano una verga reglamentariamente hinchada. No conozco pareja más elegante, más perfectamente equilibrada, que la formada por el almirante y su maromo. Son guapos
.

Lisboa. Bajé a tierra con el capitán. Hicimos algunas tareas. En un café dejé descuidadamente mis paquetes por el suelo, muy lejos de mí. El capitán los vigila sin cesar. Veo que teme que los roben y su temor me hace desear que los roben. Los aparto insensiblemente con el pie. Ya contemporizo con los ladrones. Odio la vulgaridad del capitán
.

Querelle dejó olvidada su camiseta en mi camarote. Quedó en el suelo. No me atrevía a tocarla. Aquella camiseta de rayas, de marinero, tenía el poder de una piel de leopardo. Más aún, era el mismo animal agazapado, que se enmascara en sí mismo, dejando sólo su apariencia. «Han debido de tirarla por ahí.» Pero que me atreva a tocarla, que adelante mi mano y se hinchará con todos los músculos de Querelle
.

Cádiz. Un negro que baila con una rosa entre los dientes. En cuanto se reanuda la música se pone a vibrar. Refiriéndome a él, escribo: se encabrita, como se dice hablando de un caballo. Frente a la suya, la imagen de Querelle se vuelve mate, humillada
.

Querelle se está cosiendo los botones. Le miró estirar el brazo para enhebrar mejor la aguja. Nunca puede ser un ademán ridículo: el que lo realiza estaba ayer noche arrimado a una chica a la que sujetaba contra un árbol, y su sonrisa era la de un vencedor. Al beber el café, Querelle puede agitar la taza para disolver el azúcar de las últimas gotas con un movimiento de la mano derecha en sentido inverso a las agujas del reloj (es decir, de izquierda a derecha), como lo hacen las mujeres, pero cinco minutos antes eructaba como un hombre. De este modo, cualquier acto de Querelle, por insignificante que sea, se reviste de la humanidad, de la gravedad, de un acto más noble que le antecede
.

Sobre la palabra
pederasta,
sacado del Larousse: «En casa de uno de ellos se descubrió una gran cantidad de flores artificiales, de guirnaldas y de coronas, destinadas, sin duda alguna, a servir de ornamento y aderezo en las grandes orgías
».

Con una dulce y deliciosa inquietud en el corazón, el teniente se dedicó a sus citas. Era a la vez fuerte y tierno. La extraordinaria escena que había provocado en el Círculo de Oficiales de Marina lo había convertido en un héroe. En efecto. Cuando se sentó en la mesa donde departían algunas damas con otros oficiales, no quiso abandonar el recuerdo de Querelle que, de esa suerte, según le parecía, permaneció en la puerta del salón. Reconocemos aquí, en la persona del teniente Seblon, la presencia de la cortesía ante las cosas. Su actitud sentimental no parece tener origen en su amor por Querelle, aunque ese amor le haya dado la oportunidad de aflorar. Está en el temor y nace del amor en sí, en la importancia devocional que Seblon le concede a la vida. A través del mundo, su búsqueda de una felicidad tan difícil le obliga a provocar mediante la amabilidad la buena voluntad de las cosas que teme que se rebelen en su contra. Como Gil, en el fondo de su desamparo, después de matar a Théo, trata con gran torpeza de domesticar aquellos objetos cuya voluntad de resistírsele sea dudosa. El imaginario movimiento de hombros del teniente no era para desafiar a la sombra de Querelle, sino ante todo para serle fiel, cuando él osó oponérsele a bordo, eligió representarlo oponiéndose a su vez a los otros oficiales. El movimiento se plegó sobre sí mismo con armoniosa lentitud y siguiendo una curva tan suave que él mismo no tuvo conciencia de su cambio de posición interior hasta que la rabia hizo temblar su voz para responder a una dama:

—¿Y usted qué sabe?

El tono y la sequedad impertinentes de su frase hicieron que todos los ojos se posasen sobre él:

—Pues es lo que se dice… —dijo la dama un poco molesta pero aún sonriente.

—¿Está segura?

Ella informaba que los comunistas habían dado a una calle el nombre de un obrero que murió tratando de salvar a una niña que se ahogaba. Añadió: «según dicen, estaba borracho y simplemente se cayó al agua…».

—No estoy segura, es sólo lo que dicen.

Tosieron. En la mesa se hizo a la vez el barullo y el silencio. El teniente habría querido no decir nada, pero el temblor de su voz, debido a su timidez, a su falta de seguridad, le obligó a ser más seco aún en su respuesta:

—Pues eso es la generosidad: ante un acto cuyo móvil es ambiguo, postular el más noble posible.

Los elementos de la frase se habían presentado en su mente en una especie de tumultuoso amontonamiento para ser organizados y divididos según una sintaxis clara —que a causa de su propio desorden dispuso la frase de un modo muy duro, muy noble, muy solemne— forzando al oficial a una mayor atención, a una perfecta lucidez. Tuvo una visión trágica del momento y de su propia situación. La dama dijo:

—Pero…

Alguien, molesto, dijo:

—Bromeábamos entre nosotros.

Seguro de ser ahora el más fuerte en un combate cuyas armas eran morales, el teniente se levantó.

—Me temo, dijo, que he mantenido demasiado tiempo mi actitud de juez. Permítanme retirarme.

Salió. La violenta proyección espiritual de sí mismo le había dado de repente un vigor del que se maravillaba. Al pasar ante los urinarios donde había escrito los graffitis, pensó con ternura y con ligera melancolía en esa forma vaga y abandonada de sí mismo, en el desecho vergonzoso y blando agazapado en sus rincones oscuros, en el oficial que buscaba cada noche las pollas como los pescadores, con admirables brazos, buscaban las anguilas entre los peñascos. Y cuando llegó al muelle de embarque, vio a Querelle. Un inmenso sentimiento de fraternidad lo unía a su ordenanza. Pero al día siguiente su virilidad se desvanecía, se disolvía bajo la mirada maliciosa de Querelle, no podía resistir la comparación de esa virilidad terrible, indestructible, personificada por un cuerpo espléndido. De nuevo, conoció la vergüenza y bajó a tierra para absorberse en ella. En los urinarios, encontró sus propias inscripciones, a las que nadie había añadido una respuesta. Sin embargo, cada una de ellas le causa la deliciosa emoción que una flor, un guante, un pañuelo del amado, pone en el corazón de un joven enamorado.

Gil dormía acostado boca abajo. Como todos los domingos por la mañana se despertó tarde. Aunque normalmente ese día se les pegaban las sábanas, algunos obreros se habían levantado. El sol, alto ya, horadaba la niebla. Simultáneamente a una imperiosa necesidad de mear, Gil experimentó en primer lugar el angustioso sentimiento de tener que afrontar aquella jornada cuya atmósfera sabía compuesta con vergüenza y, para tragársela lo antes posible, abrió de par en par la boca. Aplazó el momento de levantarse. Que procure sobre todo ser parco en ademanes, ya que necesita inventar todo un sistema para iniciarse en una vida que a partir de ahora se va a desarrollar bajo el signo del desprecio. Así pues, a partir de esta mañana, se verá obligado a dar los primeros pasos de unas nuevas relaciones con los compañeros del tajo. Estirado bajo las sábanas, permaneció inmóvil. No para volver a dormirse, sino para pensar mejor en lo que le esperaba, para «hacerse» a la nueva situación, para pensarla primero a fin de que su cuerpo se fuera haciendo a ella. Poco a poco, cerrados los ojos como si estuviera durmiendo, con la esperanza de dar el pego si todas las miradas estaban pendientes de su despertar, se dio la vuelta en la cama. Un rayo de sol procedente de la ventana caía de lleno sobre sus mantas, en las que se habían posado infinidad de moscas zumbonas. Sin haber visto con detalle de qué se trataba, Gil comprendió que suponía la violación de un secreto. Con la naturalidad de que fue capaz, atrajo bajo las sábanas el calzoncillo, que, manchado en la horcajadura de un poco de sangre y de mierda, con la ayuda del sol, atraía a las moscas. Éstas se echaron a volar con un zumbido infernal que llenó el silencio de la sala, señalando la infamia de Gil, proclamándola majestuosa y solemne con música de órgano. Gil estaba seguro de que Théo seguía vengándose. Había debido de dar con aquel calzoncillo asqueroso en el morral de Gil. Mientras el joven albañil dormía, lo habría enseñado. Los muchachos del astillero habían contemplado gravemente y en silencio los preparativos, dándoles su aprobación porque Théo era violento y porque les permitían sentir mejor su propia realidad. Al fin y al cabo no les parecía mal retroceder hasta lo ignominioso a un muchacho contra el que no tenían suficientes motivos de desprecio. Y el sol y las moscas, con los que Théo no había contado, acababan de dar más pompa al asunto. Sin levantarla de la almohada, Gil volvió la cabeza hacia la izquierda: sintió bajo su mejilla un objeto duro. Con mucha precaución, lentamente, estiró la mano y bajo las sábanas, contra su pecho, apretó una enorme berenjena. La tenía en su mano, hermoso objeto, espantosamente gordo, violeta y redondo. Toda la malicia de Gil —malicia puesta de manifiesto por sus músculos enjutos bajo la epidermis lisa y blanca, por la fijeza sin objeto de sus ojos verdes, por su falta de inteligencia, por su boca incómoda al sonreír, por su sonrisa nunca abierta del todo y negándose a enseñar otros dientes que no fueran los incisivos, tensa como un elástico cruel que os abofeteara al replegarse, por sus cabellos recios, pálidos y ralos, por sus silencios, por el timbre puro y gélido de su voz, por todo aquello, en fin, que hacía decir de él: «Es un colérico»—, la malicia de Gil quedó herida, magullada hasta el enternecimiento, hasta hacer que el mismo chiquillo llorara por ella. Se estaban ensañando tanto en ella que se derretía, se tornaba cálida, tierna, lastimosa, a punto de expirar. Desde el dedo gordo del pie hasta el borde de sus ojos secos, profundos sollozos sacudían el cuerpo de Gil y disolvían todos sus elementos de crueldad. La necesidad de orinar era cada vez más intensa. Concentraba toda la atención de Gil en su vejiga, pero para ir a las letrinas tendría que levantarse, y atravesar el cuarto erizado de dardos sarcásticos. Permanecía acostado, pendiente de aquella violenta necesidad fisiológica. Por fin se decidió a vivir en la vergüenza. Sus gestos fueron ya torpes para apartar las sábanas. Le flaqueó la muñeca sobre los pliegues, sin que la mano pudiera apretarlos —el puño le estaba vedado— con la humildad de una frente cristiana, pecador inclinado sobre su cuello cuya piel es cenicienta, indigna de cualquier resplandor. Levantó con humildad la cabeza sin mirar a su alrededor y prácticamente a tientas recogió los calcetines y se los puso sin descubrir sus piernas. Casi frente a él la puerta se abrió. Gil no alzó la vista.

—Hace frío, muchachos.

Era la voz de Théo que volvía. Se acercó a la estufa donde estaba puesta a calentar una tetera con agua.

—Ese agua ¿es para la sopa? ¿No es una barbaridad?

—No es para la sopa, es para afeitarme —respondió alguien.

—¡Ah, perdona, creía que sí!

Con fingida amargura en la voz prosiguió:

—La verdad es que no se puede hacer demasiada sopa. Va a haber que apretarse algo el cinturón. Yo no sé lo que ocurre, pero no se encuentran legumbres.

Gil se sonrojó al tiempo que oía cuatro o cinco risas sarcásticas. Uno de los albañiles más jóvenes replicó:

—Es porque no sabéis buscarlas.

—¿Tú crees? —dijo Théo—. Sin coñas, ¿tú puedes encontrarlas? ¿No serás tú, por casualidad, el que las esconde?

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