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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Histórico

Psicokillers (6 page)

BOOK: Psicokillers
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A principios del siglo XIX la lejana Australia presenció las andanzas de un asesino caníbal, su nombre era Alexander Pearce. La peripecia vital de este psicópata frío y adicto a la carne humana conmocionó a la sociedad australiana y aún más allá. Su historia se inscribe en un tiempo donde la vida no gozaba de buen precio, más bien todo lo contrario.

Alexander Pearce nació en la verde y siempre misteriosa Irlanda, en el seno de una familia “muy especial”. Y es que, como casi todos los psicópatas, sus actos de adulto tienen su genésis en el trato recibido por parte de sus progenitores.

La isla continente era por entonces una incipiente colonia británica. El inmenso territorio, casi despoblado, era sitio propicio para la exploración y asentamiento de muchos colonos llegados de la metrópoli. Sin embargo, no eran suficientes para la conquista de aquella enorme superficie y las autoridades inglesas terminaron por idear diversas fórmulas que atrajeran a nuevos pobladores.

En esos años, de grado o por fuerza, miles de británicos se fueron estableciendo en la prometedora colonia. La mayor parte eran presos enviados a la remota isla por haber cometido cualquier tipo de delito por pequeño que este fuera. Robar pan, gallinas o ropa era suficiente para pasar una larga temporada en las penitenciarías australianas, también llamadas “puertas del infierno”.

Un simple robo de zapatos condenó a Alexander Pearce a sucumbir víctima de su propia locura en una cárcel de la entonces árida tierra australiana.

En estos lugares de penoso recuerdo, los condenados realizaban tremendos trabajos forzados que en muchas ocasiones se asociaban a una pésima dieta. En consecuencia, muy pocos superaban los años de presidio muriendo irremisiblemente para ser olvidados por completo.

Los supervivientes, una vez libres, se quedaron en la tierra que los acogió como reos. De esa manera, generación tras generación, se cimentó la estructura principal de la población australiana.

Alexander Pearce nació en Irlanda en 1790. Como muchos irlandeses, su infancia y juventud se vieron salpicadas por la necesidad y el hambre; esto sin duda lo abocó al camino de la delincuencia profesional.

En 1819 fue detenido tras haber robado seis pares de zapatos. El juez no pudo ser más severo y Pearce fue condenado a cumplir siete años de reclusión en una cárcel australiana. Nunca unos simples zapatos habían alcanzado semejante precio.

Pearce, todavía atónito por la sentencia, no tuvo tiempo para pensar en nada, dado que fue embarcado de inmediato rumbo a una isla de la que ni siquiera conocía el nombre. El destino era la penitenciaría de la isla de Sarah, muy cerca de puerto Macquarie, localidad ubicada en el oeste de Tasmania.

Los primeros meses de reclusión fueron extremadamente duros. Los presos de la isla de Sarah trabajaban en la industria maderera. En aquellos parajes, sin duda los más lejanos del imperio británico, crecían bosques de pinos milenarios muy valorados por las empresas navieras que utilizaban la madera para la construcción de espléndidos buques; todo a costa de una mano de obra tan barata como indeseable para la refinada sociedad colonial.

Pearce intentó escapar en dos o tres ocasiones en todas ellas fue nuevamente capturado recibiendo grandes castigos consistentes en un sin fin de latigazos lacerantes. Poco a poco, la mentalidad de aquel irlandés se transformó en agria y hostil hacia un medio que odiaba.

Pearce a sus treinta años presentaba un aspecto avejentado, su metro sesenta de altura ofrecía la imagen de un hombre fuerte, viril y dispuesto a todo con tal de salir de aquel ambiente infernal. En sus ojos se podía intuir el desarraigo más profundo que, tarde o temprano, lo empujaría a cometer una atrocidad como la que realizó en su penúltima aventura por este mundo cruel.

El 20 de septiembre de 1822, Pearce se aferró a la posibilidad de escapar definitivamente de aquella cárcel inmunda. Los vigilantes, más preocupados por sofocar el calor y el aburrimiento, no se percataron sobre los movimientos de ocho presos, los cuales habían robado un bote para que les condujera a la tan ansiada libertad. Sorteando la custodia carcelera, Alexander Pearce, Alexander Dalton, Thomas Bodenham, William Kennerly, Matthew Travers, Brown Edward, Robert Greenhill y John Mather huyeron sigilosamente surcando las difíciles aguas de Tasmania. Llevaban provisiones para una semana y, como única herramienta, una poderosa hacha de leñador; este utensilio sería muy útil como comprobaremos enseguida. El propósito de los prófugos pasaba por llegar a una isla tranquila o incluso a la mismísima China con tal de volver a empezar sin que nadie los molestase con el recuerdo de su pasado. Sin embargo, la embarcación sustraída no era de buena calidad y al poco se hundió. Los ocho náufragos nadaron a tierra donde evaluaron su difícil situación: ante ellos un territorio absolutamente despoblado y sin recursos alimenticios que ellos conociesen. En total deberían recorrer unos doscientos cincuenta kilómetros hasta contactar con la primera población. Lo malo es que este detalle geográfico tampoco lo conocían.

Durante ochos días los evadidos transitaron por un territorio inexplorado y casi yermo. La desesperación se adueñaba de aquel insólito grupo, nada en el horizonte, nada en cualquier punto cardinal que mirasen. En definitiva, nada y nadie a los que recurrir, y para colmo, los víveres se agotaron. Aquellos hombres de diferente pelaje se tuvieron que enfrentar a una de las decisiones más terribles para el ser humano: morir o sobrevivir a costa de sus semejantes.

El intento de fuga les llevó a atravesar desolados parajes en los que la vida brillaba por su ausencia. Y sin nada que llevarse a la boca, se desencadenó la catástrofe.

El debate causó estragos en el grupo de huidos, unos pocos decidieron someterse al arbitrio del destino confiando en un milagroso golpe de suerte, otros en cambio se mostraron más pragmáticos, considerando que el alimento humano era la única solución que les permitiría aguantar un poco más hasta la salvación. Pero ¿quién sería el primero en caer?, ¿se presentaría algún voluntario para ser sacrificado?

Estas preguntas resonaban con terrible rotundidad por el paisaje estéril de aquellas latitudes.

Ocho hombres caminando, tropezando y cayendo por montes pedregosos, pantanos infectos y llanuras desoladas, era como si aquellos náufragos estuvieran de visita por el infierno y, por si fuera poco, el hambre, esa sensación que les hacía mirarse los unos a los otros con absoluto recelo. ¿Quién daría el primer paso? Todos sabían que, tarde o temprano, sucedería lo inevitable.

Una noche Greenhill —el más bruto de todos— convocó secretamente a sus amigos y compinches Pearce y Travers, casi al oído les recordó el pasado de su compañero Dalton, el cual había ejercido de soplón en la cárcel insular de Sarah. Los delatores no estaban bien vistos entre los presos, sus chivatazos a los guardias terminaban, por lo general, en duros castigos sobre los delatados. Por tanto, Alexander Dalton se convertía en el primer candidato a ser degollado y comido por los miembros de la angustiada expedición.

En un descuido Greenhill tomó el hacha que portaba desde el primer día de escapada, y asestó un letal hachazo contra la cabeza de Dalton, este cayó fulminado al suelo con los ojos desorbitados en un gesto de estupor que le impidió proferir lamento alguno. El pobre Dalton no volvería a darle a la húmeda nunca más. Pero por otra parte, el sufrimiento había acabado para él y no volvería a pasar hambre.

Greenhill y Travers se miraron con el entusiasmo del predador que ha conseguido una suculenta presa.

Con presteza, sangraron el cuerpo de su víctima. Al poco, lo abrieron, extrayendo el corazón y el hígado, vísceras que situaron en una improvisada parrilla sobre el fuego. Sin tiempo de ser asadas por completo, Greenhill y Travers comenzaron a engullir sin importarles las caras de asco que tenían sus compañeros. Algunos comenzaron a vomitar; esa noche solo comieron Greenhill y Travers, el resto se dedicó a pensar en lo incierto de su futuro. Quedaban siete supervivientes, por desgracia para ellos la lógica del canibalismo había empezado, tarde o temprano caería otro; tengamos en cuenta que la carne humana solo sacia el apetito momentáneamente al carecer de carbohidratos, y en aquella situación donde los viajeros estaban sometidos a un desgaste energético permanente, la ingesta de un cuerpo solo servía para calmar el hambre durante unos pocos días.

Brown y Kennerly quedaron horrorizados ante la acción de Greenhill; ellos decidieron no participar en aquel episodio macabro escapando por su cuenta antes de morir bajo el hacha del que parecía ser el nuevo jefe del grupo caníbal. Los dos amigos corrieron como posesos por la ondulada geografía australiana, perseguidos por el resto de la banda, temerosos ante lo que pudieran contar en caso de sobrevivir. Finalmente, ante la imposibilidad de cazarlos se optó por seguir en otra dirección confiando en que aquel inhóspito paraje los devorara sin contemplaciones. Los dos presos consiguieron llegar días más tarde a una aislada población, sin embargo, apenas pudieron musitar palabra alguna; el agotamiento y el horror sufridos acabaron con sus vidas casi de inmediato. Lo mejor para los infortunados fue que consiguieron morir lejos de sus compañeros antropófagos.

Quedaban, por tanto, cinco supervivientes del grupo original.

El 15 de octubre de 1822 Greenhill sorprendió a Bodenham en la llanura de Loddon; en esta ocasión el hachazo separó de un tajo la cabeza del cuerpo. Con avidez propia de tiempos remotos, los cuatro caníbales se abalanzaron sobre los restos de Bodenham. Ya no existía ningún tipo de pudor, ahora imperaba la ley de los fuertes. Las proteínas de la carne fresca hicieron que los cuatro presos recobraran el vigor; por delante las montañas Tiers occidentales. Los días se iban sucediendo sin que apareciera ningún vestigio de civilización, como es natural, el hambre hizo acto de presencia. ¿A quién le tocaría ahora? A estas alturas Greenhill, Pearce y Travers ya habían formalizado una sociedad gastronómica caníbal.

El único excluido del club era John Mather, pero ni siquiera él lo sabía. A finales de octubre Mather se encontraba recogiendo unas raíces para intentar elaborar una sopa. Greenhill aprovechó el momento para atacar al desprevenido compañero. Sin embargo, este se percató en el último segundo de lo que estaba a punto de ocurrirle, giró la cabeza y trató de defenderse como pudo. A pesar de eso, el golpe lo dejo mal herido, su futuro estaba cantado. Esa misma noche los tres caníbales advirtieron a su víctima que lo mejor era dejarse matar para evitar mayores sufrimientos, Mather pareció entender el mensaje pidiendo unos minutos de oración a fin de poner su alma en manos de Dios. Sus compañeros, ante todo compasivos, accedieron permitiendo que el infeliz rezara cuanto quisiera. Tras los rezos Mather bajo la cabeza dejando que Greenhill hiciera su trabajo. Ya solo quedaban tres, y la desconfianza aumentaba por momentos.

En esos días Travers recibió la picadura de una serpiente tigre, el veneno inoculado empezó a inmovilizar la pierna del mejor amigo que tuvo Greenhill. Durante cinco días intentaron salvarle la vida llevándolo incluso a hombros por un territorio cada vez más difícil de transitar. Travers, consciente de que su fin había llegado, animó a sus compañeros para que acabasen con él. Greenhill, a pesar del hambre se resistía a la idea de perder a su camarada, pero el implacable Pearce le dijo que había llegado la hora de elegir entre vivir o morir junto al

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