Proyecto Amanda: invisible (27 page)

Read Proyecto Amanda: invisible Online

Authors: Melissa Kantor

BOOK: Proyecto Amanda: invisible
7.34Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Escuchad: hagamos lo que hagamos, tenemos que estar en Peak Park al atardecer —intervine—. Allí hay un cenador al que le gustaba ir siempre que podía para ver la puesta de sol.

Sorprendentemente, ni Hal ni Nia respondieron con otro lugar al que ir a ver el anochecer.

—El sol se pone sobre las seis —dijo Hal encogiéndose de hombros—, así que aún tenemos tiempo para ir a alguna otra parte.

—Tócala Otra Vez. Sam —intervino Nia con su brusquedad habitual.

—¿Perdón? —dijo Hal.

—Tócala Otra Vez, Sam —repitió Nia—. Era su tienda favorita de ropa vintage.

—¿Alguien conoce otra tienda de ropa vintage que sea su favorita? —preguntó Hal, y como negué con la cabeza, los tres nos montamos en las bicis y seguimos a Nia a través de la Calle Mayor. Pocas manzanas después, salimos a otra calle, y Nia empezó a guiarnos por un montón de callejuelas hasta que llegó un punto en que me desorienté por completo, y eso que llevo toda la vida viviendo en Orion. ¿Cómo habría encontrado Amanda esa tienda?

Tócala Otra Vez, Sam resultó ser una antigua casa victoriana parecida a aquella en la que Amanda me dijo que vivía, aunque esta estaba en peor estado, en tonos rosas y morados muy chillones, pero con la pintura bastante descascarillada. Aparcamos las bicis en el porche y nos dispusimos a entrar.

Pero cuando abrimos la puerta de la tienda, el tintineante sonido de la campana quedó ahogado por la voz de una mujer:

—¡Lo siento, está cerrado!

—¡Hola! —exclamó Nía, ya fuera porque no oyó lo que había dicho la mujer, o porque había decidido ignorarlo.

—Está cerrado —repitió la voz, y esta vez pude ver que correspondía a una mujer alta y negra que se encontraba en el otro extremo de la tienda.

Nunca había visto una habitación tan abarrotada de cosas. Había ropa repartida por todos los rincones, tanto en el suelo como en las paredes. Incluso había vestidos y zapatos colgando del techo, y mientras intentaba abrirme paso, me di un golpe en la cabeza con un par de botas blancas con plataforma.

—Hola —volvió a decir Nía—. Esperábamos que pudiera ayudarnos.

La mujer se acercó frotándose la cabeza, que debía de haberse rapado recientemente, como si en la tienda hubiera tanto polvo como ropa. Vestía con una chaqueta roja muy ajustada, al estilo de las de la portada del Sgt. Pepper de los Beatles, y unos pantalones de montar de seda con zafiros incrustados. En los pies llevaba unas zapatillas doradas que se retorcían en la punta para terminar en dos borlas.

—Me encantaría ayudaros —dijo la mujer—, pero hoy no puede ser. Estoy haciendo inventario. Pasaos por aquí mañana.

¿Inventario? ¿Cómo era posible hacer inventario en un sitio tan caótico? ¿Y en un solo día? Tras echar un vistazo a mí alrededor, calculé que harían falta diez personas trabajando veinticuatro horas al día para hacerlo, y aun así tardarían más de un mes en completar la tarea.

—En realidad no estamos buscando ropa, sino a una amiga —explicó Nia.

La mujer miró a Nia de arriba abajo, fijándose en su vestimenta vintage y en su boquilla de pega. Incluso estiró la mano para tocar la manga de su jersey negro.

—Hace poco vendí un suéter igualito a este —murmuró la mujer—. Chanel.

—¡Es este! —exclamó Nia, entusiasmada—. Me lo regaló mi amiga. Ahora la estamos buscando.

—Bueno, pues aquí no está —dijo la mujer señalando la habitación con el brazo.

Teniendo en cuenta lo abarrotada que estaba la tienda, no veía cómo podía estar tan segura de que Amanda, o cualquier otra persona, no anduviera escondida por allí.

—¿Recuerdas cuándo fue la última vez que la viste? —Preguntó Hal con ansiedad—. ¿Ha estado por aquí recientemente?

La mujer también se fijó en la ropa de Hal antes de responder. Teniendo en cuenta que mis vaqueros y mi sudadera eran inequívocamente del siglo veintiuno, pensé que lo mejor sería no llamar la atención sobre mí.

—Vaya —suspiró mientras se frotaba un lado de la nariz—. Parece que ha venido muchas veces.

—¿Recuerdas cuándo fue la última vez? —Insistió Hal—. ¿Esta semana, la anterior?

Se quedó pensativa unos instantes y después negó con la cabeza.

—Lo siento, pero no me acuerdo. Ahora, si me disculpáis, tengo que volver al trabajo.

—¿Te dio alguna vez una dirección? —Pregunté de repente—. ¿O pagó algo con una tarjeta de crédito?

Como esperaba, la comprobación de mi vestuario no fue tan exhaustiva como la de mis compañeros. La mujer me echó un vistazo rápido y después negó con la cabeza. Obviamente, no la había impresionado.

—De verdad que no me acuerdo. Y aunque pudiera, no estoy segura de sí debería decíroslo.

—Bueno, muchas gracias de todos modos —dijo Nia rápidamente—. Nos has ayudado mucho.

—Sí, gracias —dijo Hal.

Se había quitado la boina al hablar con ella, y ahora volvió a ponérsela. Incluso alguien tan guapo como Hal parecía un poco ridículo con boina, así que esperé que no se encariñase demasiado con ella.

—Bueno, pues eso ha sido todo —dijo Nia cuando salimos de la tienda—. ¿Atardecer?

—Atardecer —dijo Hal.

No sé qué esperaba encontrarme, pero cuando llegamos al cenador, estaba desierto. Nos quedamos vigilando en un banco, y durante la siguiente hora pasaron por él media docena de ancianos y un par de familias. Mientras los niños daban de comer a los patos, Nia, Hal y yo tratamos de pensar en lo que debíamos hacer para que la noche fuera lo más provechosa posible.

—Divide y vencerás —dijo Hal—. Yo iré al recital de poesía. Callie, tú irás a echar un vistazo al Solo Postres, y Nia, al ciclo de cine.

—Me parece que proyectan tres películas al mismo tiempo —dijo Nia—, así que mejor que meterme a ver una, me dedicaré a merodear por el vestíbulo a ver si la encuentro —después echó un vistazo a su reloj y añadio—: Debería irme ya, creo que ya ha empezado una de las películas. ¿Sincronizamos los relojes antes de marcharnos?

Comprobamos que nuestros relojes marcaban más o menos la misma hora, y decidimos que yo me quedaría allí hasta que el sol se pusiera completamente antes de dirigirme al Solo Postres. Como Nia tenía que estar en casa a las diez. Hal y yo nos reuniríamos con ella en el cine a las nueve y media, y después esperaríamos a que terminara la última película antes de marcharnos.

Corno era previsible, Amanda no apareció por el parque; y cuando llegué al Solo Postres, lo encontré lleno de universitarios, pero tampoco había rastro de ella. Pedí un capuchino y me lo bebí tan despacio como pude, pero aun así, antes de las siete ya me lo había terminado. El estómago me rugía. Pedí otro café y me pregunté cómo me las iba arreglar para sobrevivir a base de brebajes con cafeína y galletitas durante las siguientes dos horas y media.

No sé si sería por efecto de la cafeína o porque había llegado con la esperanza de ver a Amanda, pero el caso es que a las ocho me moría de impaciencia por que apareciera, como si realmente hubiéramos quedado en el Solo Postres y se estuviera retrasando. Seguí consultando el reloj y observando la cafetería. Cuando las ocho se convirtieron en las nueve, empecé a incorporarme cada vez que se abría la puerta, pero siempre volvía a sentarme, decepcionada, al ver que el recién llegado no era Amanda.

Esperé hasta las nueve y cuarto antes de marcharme, tan alterada por el exceso de café que me preocupó que pudiera darme una taquicardia. Llegué al cine en menos de diez minutos, un tiempo récord teniendo en cuenta la distancia que separa la colina del centro. Creo que las ruedas de mi bici no tocaron el suelo más de una o dos veces durante toda la carrera.

Enseguida vi a Nia, que estaba en la entrada del cine. Estaba paseando bajo la marquesina, comprobando sin parar su reloj y las puertas de entrada. Cuando la llamé, vino corriendo a abrazarme.

—¡Dios mío, esto es una locura! —exclamó.

—¿El qué? —pregunté. Me temblaba todo el cuerpo. Como no comiera algo pronto, empezaría a levitar de un momento a otro.

—Aunque Amanda estuviera ahí dentro, va a ser imposible encontrarla —dijo Nia levantando los brazos por la frustración.

—¿En serio? Nia, ¿de qué estás hablando?

Me agarró del brazo y me dio un tique.

—Mira.

Acompañé a Nia al interior del abarrotado vestíbulo y enseguida me di cuenta de lo que quería decir.

El interior del Villa estaba plagado de Audrey Hepburns. Los chicos que había vestían de forma normal —puede que con ropas algo más anticuadas de lo habitual—, pero todas las mujeres llevaban peluca, trajes vitage y boquillas, con o sin cigarrillo. El local estaba lleno de humo y había mucho ajetreo. Me di cuenta de que en la otra puerta había puesta una bara que normalmente no estaba en El Villa. Era como si nos hubiéramos metido en una de las fiestas de Desayuno con diamantes.

Me alejé de Nia unos pasos y, cuando me di la vuelta, no pude distinguirla entre la multitud. Cuando la vi, estaba de espaldas a mí, al lado de un cartel de Charada.

—Oye —le dije mientras tocaba la manga de su suéter negro—. Pensé que te había perdido.

Pero la chica que se dio la vuelta para mirarme no era Nia.

—¿Perdón? —dijo. Era bastante mayor que Nia, y llevaba un cigarro encendido en su boquilla. Me lanzó una bocanada de de humo a la cara.

—Eh… lo siento —dije tosiendo, y me marché.

Un segundo después, alguien me tiró de la manga, y cuando me di la vuelta vi que era Nia.

—Eres tú, ¿verdad? —pregunté.

—¿Ves lo que quiero decir? —dijo—. Esto es absurdo. Y encima, dentro de poco tengo que irme a casa.

—Vale, vale —traté de mantener la calma a pesar de que la cafeína me estaba revolucionando el organismo—, no pierdas los nervios. Vete un rato afuera y espera a que llegue Hal. Voy a dar una vuelta por el vestíbulo.

—No olvides que todavía hay gente dentro de la sala. Lo más probable es que aquí no haya más que un tercio de toda la gente que ha venido. Están esperando para ver la proyección de las nueve cincuenta.

—Sal —le dije con firmeza, sintiendo que ya empezaba a transmitirme buena parte de su nerviosismo.

Cuando Nia atravesó las puertas de cristal, empecé a pasear por el vestíbulo en busca de Amanda. Era como una pesadilla: dondequiera que mirase, había una mujer, o incluso algún hombre travestido, vestida como Audrey Hepburn. ¿Sería Amanda alguna de esas personas? El vestíbulo estaba lleno hasta los topes, y encima, cuando apenas había podido rodearlo una vez, empezó a salir más gente de la sala del segundo piso. No podía creérmelo. ¿Cómo me las arreglaría para moverme entre una multitud todavía mayor? Me sentí aliviada cuando, al mirar el reloj, me di cuenta de que tenía que salir a la calle para ver a Nia antes de que se fuera a casa. Hal estaba con ella, contemplando las puertas del vestíbulo. Los dos parecían muy abatidos. Mientras caminaba hacia ellos, giré la cabeza ligeramente para mirar el vestíbulo, y me di cuenta de por qué tenían esa cara. Desde fuera, la multitud que se había congregado en el cine parecía incluso más inescrutable que en el interior.

—Hola —dije.

—No hubo suene en el recital de poesía —me comunicó Hal.

—Me tengo que ir ya —dijo Nia—. Lo siento mucho.

—No te preocupes —le dijo Hal meneando una mano—. Nosotros nos encargaremos.

Pero más que encargarnos de ello, todo apuntaba que terminaríamos fracasando irremediablemente. A las once menos cuarto, cuando terminó la última película, no estábamos ni un ápice más cerca de encontrar a Amanda.

Hal y yo nos miramos mientras salían del cine los últimos rezagados.

—Se acabó —comenté abatida.

Hal asintió.

—Le dije a mi padre que volvería a casa a las doce —afirmé.

La verdad es que, cuando salí de casa, no me había marcado ninguna hora para volver; pero dado que mi padre seguía sobrio y que me había dado dinero para mis gastos, me di cuenta de que lo menos que podía hacer era decirle lo que iba a hacer. Esperaba que supiera apreciar este gesto. Sin salir de su taller, me dijo que me lo pasara bien.

—Una vez mencionó que había ido a un concierto en la sala Arcadia —dijo Hal—. No sé si lo conoces, es un garito que está en el centro.

—¿Quieres probar allí? —pregunté.

Hal se encogió de hombros.

—No tenemos nada que perder.

Cogimos las bicis y seguí a Hal hacia la carretera.

—Oye, Hal —le dije. El puso el pie en la acera y se dio la vuelta para mirarme.

—¿Sí?

Levanté la mirada y añadí:

—Quizá sea el momento de decir adiós a esa boina.

—Entendido —sonrió y reanudó la marcha. Se quitó la boina de la cabeza y se la guardó en el bolsillo trasero, sin dejar de pedalear a toda velocidad.

Era la primera vez que iba al Arcadia, pero era evidente que Hal ya había estado otras veces. Cruzamos las calles de Orion, la mayoría desiertas, hasta llegar a un polígono industrial. La oscuridad y los baches de la carretera dificultaron bastante el trayecto. Cuando estaba a punto de decirle a Hal que se me habían quitado las ganas de ir hasta allí, estiró el brazo para señalar al frente y dijo:

—Ahí está.

Había una pequeña multitud congregada en torno a un almacén de ladrillo que no parecía muy diferente de los demás que había por la zona, a excepción de que la puerta estaba iluminada con luces de neón. En la pared había un cartel en blanco y negro que decía: «El punkrock es pa pringaos», y debajo venía la fecha de hoy. Al principio me pregunté quién habría decidido que el punkrock fuera para pringados precisamente ese día, pero entonces me di cuenta de que era el nombre del grupo.

Pagamos la entrada a un tipo que ponía los pelos de punta, con la cabeza rapada y un tatuaje de un lagarto alrededor del cuello, y después bajamos por una escalera oscura y desvencijada. Aunque el almacén parecía muy grande desde fuera, al final desembocamos en una habitación bastante pequeña, puede que como el vestíbulo de mi casa. Además, la banda estaba tocando a un volumen tan alto que inundaba toda la sala, y sentí que la música me retumbaba en las tripas. Hal me gritó algo, pero yo negué con la cabeza para hacerle saber que no le había entendido. Volvió a gritar varias veces, pero fue en vano. Entonces se señaló un ojo y después la sala, con lo que me di cuenta de que iba a echar un vistazo por allí. Asentí y levanté el pulgar, decidida a hacer lo mismo por mi cuenta.

La sala estaba tan abarrotada como El Villa, y la búsqueda que realicé entre la multitud fue tan infructuosa como había sido la anterior. En un momento dado creí ver a una chica de nuestra clase, una apasionada de la música que era bastante rara, pero cuando volví a mirarla no supe si se trataba de ella. Lo cierto es que la gente que frecuentaba el Arcadia se parecía tanto a esa chica, que todos podrían haber sido la misma persona. En cualquier caso, eso tampoco tenía mayor importancia.

Other books

Payton's Woman by Yarbrough, Marilyn
A Real Cowboy Never Says No by Stephanie Rowe
Along the Broken Road by Heather Burch
Act of Passion by Georges Simenon
Ladybird by Grace Livingston Hill
Ghosts of Karnak by George Mann
Love in Maine by Connie Falconeri