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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

Prométeme que serás libre (18 page)

BOOK: Prométeme que serás libre
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—No puedo hacer eso.

—Lo lamento. Ya puedes bajar a la tienda.

—¡Espera un momento! No lo puedo hacer porque Felip y los otros se reirán de mí. Posiblemente la emprenderían a golpes conmigo.

—Bien. Entiendo. Pues llámame «maestro» cuando estés aquí solo conmigo. Abajo en el taller me puedes llamar Abdalá.

El chico respiró aliviado.

—¿Cuál es la otra condición? —quiso saber.

—Te he observado. Tú no me odias en la forma en que lo hace Felip, hay algo más. Quiero saber de dónde viene tu rencor hacia mí cuando nunca te hice nada malo.

Joan miró al hombre apretando las mandíbulas y recordó su dolor. El odio le rebosó el corazón como el agua en un cacharro cuando se deja en la fuente. No se lo quería contar. No a un moro, ellos eran la causa de la desgracia de su familia. No se lo contaría y se dijo que antes bajaba a explicarle al amo que aquel hombre no quería enseñarle.

—Mírame a los ojos —dijo suavemente el viejo.

Joan obedeció aun sin querer. El moro tenía unos ojos azules, algo descoloridos por los años, pero todavía bellos y apacibles.

—Siéntate en esa banqueta y cuéntamelo —insistió.

Al sentarse, notó que algo en su interior se rompía y de repente las palabras surgieron a borbotones, al tiempo que lo hacían las lágrimas. Las nubes y el mar azul, la campana de la ermita sonando, la mirada de su padre, la huida, el trueno del disparo, la muerte, la pérdida de la madre, de las hermanas, de Elisenda… Joan lo revivía en imágenes de dolor. El hombre esperó mientras el chico se cubría la cara con las manos al terminar el relato, las tenía húmedas del llanto y los sollozos le hacían hipar. Se sentía avergonzado, nunca había contado lo ocurrido con tanto sentimiento, sufriendo tanto.

—Lo siento mucho, Joan —le dijo el hombre—. Lo siento mucho.

El chico reparó en que el viejo le hablaba muy de cerca y notó su mano en el hombro. Era cálida incluso con el frío que hacía en aquella habitación; le reconfortaba.

—Pero créeme. No fueron musulmanes los que atacaron tu aldea. Alá me castigue si me equivoco.

—¿Qué? —Joan se incorporó de un salto. Aquello coincidía con lo dicho por el fraile mercedario—. ¿Cómo lo sabéis?

—Es fácil. Los míos nunca usarían arcabuces en un ataque por tierra. Mi gente prefiere las flechas y son rapidísimos lanzándolas, mucho más que ningún cristiano. De haber sido musulmanes, no hubieran llevado ni siquiera ballestas, solo arcos. La pólvora y las ballestas las reservan para disparar de barco a barco, o a distancia, no cargan con ello en tierra, prefieren moverse rápido. Igual que con la caballería. Preferimos la movilidad, la rapidez, atacar, retroceder y volver a atacar. Nos gusta poco la caballería pesada. Lo mismo ocurre con las galeras. Las queremos rápidas. La que tú describes era grande, con demasiada artillería para ser nuestra.

Joan le miró sorprendido; había descartado antes las insinuaciones de que quizá los piratas no fueran sarracenos, ni siquiera el general mercedario le convenció; pero, por alguna razón que se le escapaba, creía ahora al moro. Todo el odio acumulado contra los musulmanes durante aquellos meses aún se escondía en su interior, solo que ahora no sabía dónde descargarlo. Se sentía desconcertado.

—¿Cuándo quieres empezar a aprender? —La voz del hombre le rescató de sus pensamientos.

—Cuando vos digáis, maestro Abdalá —repuso el chico.

26

U
n mundo fascinante se abrió a los ojos del muchacho, libros, muchos libros y los curiosos instrumentos con que se escribían. Antes de trazar la primera letra tenía que familiarizarse con todos los objetos del
scriptorium
. Las plumas eran fundamentales para la buena escritura y debían estar bien cortadas. Las más usadas por su calidad y precio eran las de ganso, pero solo las cinco plumas más largas del ala izquierda valían, ya que se curvaban de la forma adecuada para un copista diestro, se arrancaban del ave viva en primavera y se dejaban secar después por un tiempo. Las de cisne eran las más apreciadas, pero escasas y caras. Para dibujos finos se utilizaban plumas de cuervo, aunque también las había de águila, búho o halcón. Las cuchillas debían mantenerse bien afiladas para obtener el corte perfecto de la cánula cuando esta se desgastaba. Una buena pluma no duraba más de una semana.

El objetivo era conseguir una escritura armoniosa y bella, y la tinta era el segundo elemento clave. Había que vigilar que su densidad fuera la correcta, añadiendo agua si se secaba. También era importante la calidad del papel o pergamino. Existían otros soportes como el papiro, pero eran caros, menos duraderos que el papel y en casa de los Corró no se trabajaban.

Antes de escribir debía pautarse el papel para evitar que las letras estuvieran desniveladas. Con ese fin se trazaban, con reglas, líneas horizontales finísimas para soportar la escritura. Si la página contenía iniciales vistosas de mayor tamaño, se proveía de espacio para ellas del mismo modo que si llevaba algún tipo de dibujo.

El
scriptorium
tenía, aparte de la mesa que usaba el maestro, tres más con inclinación para apoyar el libro en el que se escribía y el original. Joan, al ver tantas mesas desocupadas, tuvo la impresión de que la actividad de copiar había decaído en los últimos tiempos.

Se trabajaba sobre libros ya encuadernados y había que ser muy cuidadoso con la tinta para no mancharlos. Los tinteros estaban fijos, encastrados en la mesa, para evitar que por accidente la tinta se derramara sobre los preciosos libros y bajo las mesas había braseros cuyo objeto no era tanto calentar al escriba en tiempo frío, sino el secado rápido de la tinta.

Abdalá le enseñó a coger bien la pluma y a mojar su punta de forma que la cánula recogiera la cantidad de tinta correcta sin excederse para evitar el riesgo de producir un borrón. Y finalmente le mostró el uso del cuchillo. Era un instrumento metálico plano, afilado de un lado y que debía sostener siempre con la mano izquierda mientras escribía con la derecha.

—La escritura es tarea de dos manos —le dijo Abdalá—. De la misma forma que precisas de tus dos pies para andar.

Joan contemplaba maravillado la habilidad del viejo tanto con la pluma en su diestra como con el cuchillo en la zurda. Este se usaba para sostener el papel en su lugar, sin mancharlo con la grasa de la mano, pero acudía presto si caía un exceso de tinta o se cometía un error. En el primer caso recogía hábilmente el sobrante y en el segundo se raspaba el papel con suavidad antes de que la tinta se secara para después limpiar con talco y reescribir la letra correcta.

Aquello fascinaba a Joan. Miró a su alrededor intentando apreciar todos los detalles del
scriptorium
y recordó la impresión que el libro abierto en la tienda de los Corró le causó a su llegada a Barcelona. ¡Qué hermoso era! Ahora él tenía la oportunidad de aprender y quizá pudiera algún día crear algo tan bello como aquel libro. Hinchó su pecho esperanzado y sonrió feliz.

El trabajo de pautar el papel antes de escribirlo era lento y tedioso, y más aún si se hacía en un libro ya encuadernado. Y esa era la tarea principal encomendada a Joan, ya que no precisaba la habilidad caligráfica y el maestro no debía desperdiciar su tiempo en ello. Abdalá exigía que las líneas estuvieran bien trazadas según las distancias requeridas en cada libro y era severo en el momento de revisar el trabajo.

Aun así, al chico le compensaba porque le enseñaba a dibujar las letras. Lo hacía en trozos de papel o pergamino desechado donde previamente el maestro le había hecho trazar líneas perfectas. Y era inevitable que en el proceso de escribir Joan supiera el nombre de cada letra, y su intuición le decía que ese era el primer paso para aprender a leer.

—Maestro Abdalá, ¿por qué el amo no quiere que aprenda a leer? —le preguntó un día.

—Tiene sus razones y harás un favor a todos si cumples lo prometido.

—Pero ¿de qué me sirve saber encuadernar pliegos y hacer un libro de hermosas cubiertas y después ser capaz de copiar en él lo escrito en otro libro, e incluso aprender a dibujar bellas imágenes coloreadas, si no entiendo lo que dice?

—Eres muy joven, tiempo habrá para que leas. Ahora debes gozar de la belleza de la caligrafía, de su armonía, del olor de la tinta y el tacto del papel. Concéntrate en ello. Eso es lo que te está permitido. Tanto la apariencia como el contenido de un libro tienen su propio valor, y hay que saber apreciar ambos. Los libros son como las personas, tienen cuerpo y alma. Uno y otro son importantes. He leído muchos libros y a muchos los he gozado más por su aspecto, aroma y textura que por lo que contaban.

—Pero yo quiero ser librero y un verdadero librero debe conocer el contenido de sus libros y encontrar la persona a la que se dirigen. Como hace mosén Bartomeu.

El viejo sonrió y se acarició la barba.

—Sí, el libro y el lector —murmuró—. El placer de la lectura es la armonía entre ambos. Y quien es capaz de encontrar el lector para el libro y el libro para el lector es más que librero, es un mago. Es un alquimista que crea el crisol que funde dos cosas en una sola. Y la cosa resultante es distinta a las anteriores porque el libro adecuado produce cambios definitivos en el lector…

—No entiendo —dijo Joan.

El maestro advirtió que no hablaba para el chico, que había caído en su propia ensoñación.

—No te preocupes —concluyó—. De momento haz lo que se te pide. Tiempo tendrás para casar libros y personas.

Aquellas razones no convencieron a Joan, pero puso todo su empeño en dominar la caligrafía tal como el maestro le pedía. Se esforzaba en dibujar con su pluma aquellas letras de las que solo conocía el nombre, y que formaban palabras que él ignoraba y construían frases que desconocía. Poco a poco fue domando su muñeca hasta que llegó el momento en que el maestro le permitió empezar a copiar algunos textos. ¿Qué decían las palabras que depositaba sobre el papel? ¿De qué trataría aquel libro? La curiosidad le mataba.

Comprendió que por muy perfecta que fuera la caligrafía, tanto la suya como la del texto original, nunca dos letras eran iguales. Una se apoyaba levemente en la letra vecina y se distanciaba de la siguiente, otra era un poco más alta o se inclinaba hacia delante o atrás. O tenía cierto trazo más acusado o la tinta se depositaba en mayor cantidad en un punto determinado. Pronto les adjudicó sentimientos, intenciones, carácter, estado de ánimo; parecían estar contentas, tristes o enfadadas. Las letras tenían su propia vida y se relacionaban entre ellas adquiriendo personalidades distintas. La de aquí conspiraba junto a otra contra la de más allá; la siguiente estaba furiosa; la cuarta ocultaba algo; la quinta sentía temor; otra se reía y así todas y cada una de las letras y palabras del texto. Era un mundo extraño y maravilloso, pero propio e íntimo, y Joan se preguntaba si alguien más vería aquel lenguaje de gestos en las letras.

Quizá no fuera más que el fruto de su imaginación, se decía triste y decepcionado. Interpretaba el humor de las letras porque le prohibían conocer su verdadero significado, el que creaba aquel vínculo maravilloso entre la persona que escribió el texto en el pasado y la que lo leía en el presente.

La vida en el convento se hizo más rigurosa aquellos días. Los rezos se intensificaron; se rogaba por los combatientes y por la victoria, y la iglesia permanecía abierta más tiempo con el fin de que los fieles imploraran por sus familiares en el ejército. Pero lo más duro para los chicos eran los ayunos que hacían los monjes. Muchas noches no cenaban; los rezos y el sacrificio era la aportación de los frailes al esfuerzo bélico, su forma de luchar. Gracias a su abnegación, el Señor sería más favorable a las tropas de la ciudad. Por fortuna, fray Jaume siempre tenía una sonrisa cariñosa y algo de comida guardada para los dos hermanos y el novicio. Opinaba que al Señor no le eran gratas las penas de los pequeños.

Joan seguía vigilando a fray Nicolau. Después de aquella noche le compadecía, pero la repulsión que le inspiraba era incluso mayor. Al comprobar que continuaba sonriéndole como antes, supo que las penitencias del monje no habían recibido respuesta favorable de los cielos y que aún era una amenaza para su hermano. Le daba mucha pena aquel infeliz, pero el pensamiento de que Gabriel estaba peligro era insoportable.

Sin embargo, aquella angustia iba acompañada de una inquietud frenética de otro tipo. En cualquier momento sus dedos dibujaban de forma invisible sobre una pared del convento, o en la mesa de la comida o en la superficie más inesperada. Eran los trazos de una sílaba, de una palabra tal como la dibujó en tinta por la mañana. Y si el novicio estaba cerca, no se podía contener y le preguntaba cómo sonaba aquello. Quería borrar la respuesta de su mente, pero cuanto más lo intentaba, más se fijaban las palabras y los sonidos en ella.

27

E
ran días de expectación, todos estaban pendientes de las noticias del ejército que corrían de puerta en puerta y de corrillo en corrillo. Que si habían puesto precio de 500 libras, una enorme fortuna, a la cabeza del líder remensa; que si las tropas tomaban ya posiciones para el asalto a Granollers… Los que recibían noticias de sus familiares, a través de cartas que llegaban con días de retraso, se apresuraban a compartirlas con la mayoría que no las tenía. Las fuentes eran lugares de reunión y cuando Joan llenaba el cántaro, recogía también los rumores y los contaba de inmediato al ama, que esperaba ansiosa por la suerte de los de la casa. Después ella informaba al marido y a las vecinas.

Trabajar para los Corró era formar parte de la familia. El puesto de cada uno estaba muy claro: ellos eran los amos, y los demás obedecían, pero el ama los acogía a todos bajo sus alas protectoras. Joan apreciaba mucho a la señora Corró y quería complacerla en lo posible, así que aquellos días frecuentaba distintas fuentes para recoger noticias y él las seleccionaba transmitiendo solo aquellas que mitigaran la ansiedad que sentía el ama por los suyos.

Y esperando en la cola de un lugar poco habitual vio aparecer a la chica de la joyería. Era la primera vez que coincidían lejos de la tienda de su familia. Se quedó petrificado y vio la sorpresa en los ojos de ella antes de que desviara la mirada. No supo qué hacer, ansiaba decirle algo, pero se sentía rechazado, así que llenó el cántaro y se fue sin esperar más.

Al día siguiente, a la misma hora, Joan estaba en aquella fuente, decidido a hablarle, pero, para su decepción y a pesar de remolonear un rato, no apareció. Fue más afortunado unos días después y al verla venir se puso en la cola para que ella tuviera que colocarse detrás de él. Así le pudo ceder amablemente su lugar. Ella rompió su distancia aceptando al tiempo que le premiaba con una sonrisa que no hubiera sido mejor recibida de haber venido de un ángel. Joan se mantuvo detrás de ella con la boca seca, pensando en qué decirle, pero incapaz de hablar. Ella llenó su cántaro y se fue en silencio, sin entretenerse en el corrillo de los que hablaban. Andaba con gracia y mantenía su mirada baja como correspondía a una doncella, aunque en un breve instante la levantó al tiempo que giraba la cabeza para encontrarse con la de Joan. El corazón del chico volvió a acelerarse. Le hubiera gustado decirle lo hermosa que era y cuánto le impresionaba. Pero no se atrevía. Cuando ella desapareció al doblar la siguiente esquina, el recuerdo de su sonrisa con hoyuelos, el verde luminoso de su mirada y el movimiento suave de sus manos permaneció con Joan. Allí estaba, al cerrar él sus ojos, cuando quería rezar, incluso cuando pensaba en su madre y su hermana.

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