Presagios y grietas (47 page)

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Authors: Benjamín Van Ammers Velázquez

Tags: #Fantasía, #Épica

BOOK: Presagios y grietas
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—Por supuesto, corro con todos los gastos —prosiguió el Honesto Blama—. Rologhard ha vencido en las cinco peleas que ha disputado. Opino que en dos o tres semanas puede estar listo para tomar la espada. —El posadero dio unas palmaditas a uno de los abultados bíceps del gigante.

—Como desees, Señor de Blama —respondió Guresian con una reverencia burlona—. Coge un arma de ahí dentro, muchacho; tienes mazas y espadas de madera. Elige la que prefieras, ve dónde los demás y ponte a golpear uno de los muñecos. Yo iré en un momento.

El enorme joven entró en la caseta y salió con una maza entre las manos. Tras apoyársela en el hombro como si fuese una azada, se dirigió a la zona de entrenamiento dando zancadas lentas y pesadas.

—Así que ahora eres también promotor —inquirió el instructor con sorna—. No te voy a engañar Blama. Dudo que ese mozo sea algo más que carne muerta.

—Que no te confunda su apariencia tranquila. Es una fiera y tiene un potencial inmedible. Su padre es un pastor de Darnavel y el muchacho ha crecido trepando por las montañas como las cabras. Cuando pelea se transforma por completo. Creo que estamos ante un nuevo Segador. De hecho, voy a sugerir a Tarharied que lo apode así: «El Nuevo Segador». —Blama trazó una línea imaginaria con el dedo para rubricarlo.

—Si tú lo dices… —Guresian se encogió de hombros—. Pero lo del apodo lo tendrás que ir olvidando. Ya tenemos un «Nuevo Segador», un «Segador II» y un «Segador Salvaje». Incluso han inscrito a un tipo más bajo que yo al que pretenden llamar «El Pequeño Segador». Ve buscando otro mote para ese mocetón, viejo canalla. —Dicho esto se adentró riéndose en el edificio de los baños.

El Honesto Blama permaneció allí, de pie, observando como Rologhard golpeaba un muñeco relleno de paja.

—El pequeño Segador —murmuró irritado—. Que poca imaginación tienen algunos.

22. El crujido seco de la roca

Playas de Haraissen, Rex-Higurn

—¡Por El Grande que me conformo con conservar el pellejo! —exclamó un marinero.

—Aún así, trescientas monedas me siguen pareciendo pocas —repuso otro mientras se secaba el sudor de la frente con el faldón de su camisa—. En la nave de Gowers han colgado a varios del palo mayor y yo mismo pude ver cómo arrojaban al agua al Capitán Bass ¡Mil monedas no serían suficientes por este viaje!

Los dos hombres observaban aliviados cómo el último bote repleto de sherekag se dirigía hacia la costa. Su Capitán no tardaría en dar la orden de zarpar y confiaban en que cuando regresasen con los víveres y la maquinaria de asedio, aquellos salvajes ya se encontrarían a muchas millas de distancia. Pese a lo que Ugkha le aseguró al Señor de Barr, sus guerreros se habían divertido bastante con la tripulación.

Los ejércitos que se disponían a invadir Rex-Higurn estaban desembarcando y el mar era un enjambre de botes y chalupas que iban y venían. Miles de guerreros formaban en silencio y apenas se veía el suelo pedregoso de la playa bajo sus botas. A cincuenta pies de distancia, sus aliados formaban una jauría rabiosa que gritaba y aullaba al ritmo machacón de centenares de tambores.

Skráver Barr se había reunido con Hakan Vláffer, el Intendente de Haraissen. Los dos líderes llevaban un buen rato conversando desde sus monturas.

—No esperaba tal número de sherekag —comentó Vláffer, disgustado—. Esas bestias son indisciplinadas y ruidosas. Los monteros de Zevlarev darán la alerta en cuanto crucen la frontera de mi territorio. Podemos olvidarnos del factor sorpresa.

Hakan Vláffer era un hombre alto y ceñudo que superaba desde hacía mucho los cincuenta años. Estaba muy delgado pero tenía los hombros exageradamente anchos; los cubría con una capa negruzca de piel de oso por la que sobresalía un cuello largo, encorvado y surcado de venas. Sus ojos, pequeños y caídos, vigilaban incrustados entre las arrugas de su frente y la nariz ganchuda. Era calvo, con la salvedad de unos lacios mechones grises que le brotaban en la nuca y detrás de las orejas. Lo apodaban El Condor y no había más que verlo para constatar que no podía tener otro mote.

Skráver Barr enarbolaba orgulloso el estandarte de su familia. Vestía su característica armadura negra que tenía grabado en la coraza un cuervo picoteando un cadáver, el blasón de los Barr. El visor en forma de pico de su yelmo completaba la estampa.

Los tres higurnianos que escoltaban al Intendente bromeaban en voz baja al respecto. Dos carroñeros los iban a liderar en la batalla.

—Seguimos contando con la sorpresa de nuestro lado, Intendente Vláffer —dijo Skráver—. Los sherekag son tan numerosos que nuestro enemigo malgastará incontable munición con ellos. Además, esos salvajes trepan por las paredes como arañas; van a estar muy ocupados intentando contenerlos. Cuando lleguemos nosotros con las torres de asedio y las catapultas estoy convencido de que se rendirán. De lo contrario, al terminar la jornada no serán más que carroña.

Uno de los soldados de Vláffer dejó escapar la carcajada corta que sus compañeros habían logrado a duras penas contener.

—De todos modos no podremos impedir que salgan mensajeros hacia Barlassen y Deffberg; quizá lleguen al territorio de Umurth, que limita al este con el mío —añadió el Intendente con preocupación—. Antes de alcanzar la capital me temo que libraremos varias batallas a campo abierto.

—Entonces tus vecinos estarán condenados mucho antes de lo previsto.

—Conozco a los sherekag, Barr. Cuando era más joven yo mismo eché a patadas de mi territorio a muchos de ellos. Por terribles que sean, estás cometiendo el error de subestimar a mi pueblo.

Los hombres de Rex-Higurn eran altos y recios, curtidos en el duro clima de las montañas que anegaban aquella provincia. La mayoría eran buenos con el arco y todos manejaban con habilidad la honda, un arma que utilizaban los pastores para ahuyentar a los lobos y que en manos de cualquier niño higurniano era letal. Su envergadura y su carácter adusto los convertía en tropas de infantería muy eficaces.

—No subestimes tú a los ejércitos prevalianos, amigo Hakan. A campo abierto, cualquiera que se nos oponga tendrá que traspasar primero una línea de veinte mil de nuestros aliados sedientos de sangre. En caso de lograrlo, deberán enfrentarse a mis diez mil guerreros apoyados por las cargas de novecientos de los mejores jinetes del Continente. No olvides que se nos conoce como los Señores de la Guerra.

—Una guerra que nunca termina y una guerra perdida son la misma cosa. La capacidad de un ejército se mide por sus victorias, no por escaramuzas intrascendentes —repuso Vláffer con altanería.

Skráver se alegró de que sus Señores no participaran de aquella conversación. Pensó en cómo hubiese reaccionado su tío Hégar si hubiese escuchado aquellas palabras y no pudo evitar esbozar una sonrisa.

—Hay verdad en lo que dices, sin duda —dijo al fin—. Mi provincia es poco más que barro y sangre. Todos los hombres de Rex-Preval luchan y matan; así ha sido durante siglos y no sabemos hacer otra cosa. Mis guerreros no saben cuidar del ganado, se dedican a degollarlo. Tampoco saben nada de cosechas, salvo saquearlas y quemarlas después. Lo único que saben de sus esposas es que tienen coño, igual que cualquier mujer de las muchas que han violado. Los conceptos de victoria o derrota tampoco los conocen. Se limitan a vivir, luchar y, si tienen suerte, morir en combate. Si esta guerra se decidiese ordeñando vacas, sembrando trigo y removiendo estiércol con una pala, puedes estar seguro de que seríamos los primeros en caer.

Aquella fue una de las pocas veces en las que Hakan Vláffer no echó de menos el vigor de la juventud. En otro tiempo, hubiese respondido con acero a aquellas insinuaciones. En esta ocasión se limitó a posar su mirada gélida sobre los ojos del joven. Cuando se dio cuenta que no podía sostenerla bajó la vista, tosió, carraspeó y Skraver le dio una amistosa palmada en la espalda.

—No existen mejores guerreros que los míos, te lo puedo garantizar.

La fama de los prevalianos era en verdad terrible. Según se decía, sólo las tropas de élite del emperador y quizá la extinta Guardia de los Custodios, se les podían comparar. Pero estos últimos ya no eran más que un puñado de ancianos decrépitos recluidos en su monasterio de las montañas y Húguet Dashtalian había garantizado que las tropas del Emperador no intervendrían en el conflicto. Aquello no sorprendía a Hakan en absoluto; no se podía esperar otra cosa de una escoria como Belvann VI.

Vláffer había defendido la secesión durante años y Dérigan Hofften no quería ni oír hablar de aquello. El Cónsul de Rex-Higurn despreciaba abiertamente al Emperador, hasta el extremo de llamarlo en sus propias narices «niñato irresponsable» durante el último Congreso. Pero cuando salía a relucir la posibilidad de independizarse, Hofften apelaba al honor de sus antepasados y se negaba en redondo.

Tuvo que ser el Cónsul de Rex-Drebanin el que, desde el otro extremo del Continente, le mostrase el camino a Hakan. Su Intendencia era la que estaba más al norte de la provincia y uno de los tres únicos territorios a los que se podía acceder por mar. Los otros dos jamás hubiesen colaborado con Dashtalian. Puerto de las Cumbres estaba gobernado por Érmider Hofften, el hijo mayor de Dérigan; Svalk Roggson, el Intendente de Múndger, estaba casado con Shilia Hofften, su hija pequeña. De no ser por la colaboración de Vláffer, los ejércitos invasores nunca hubiesen podido desembarcar sin antes luchar a mar abierto contra la flota de guerra higurniana, la mejor equipada del Continente, superior incluso a la Imperial.

La visión aterradora del estandarte repleto de cabezas interrumpió las reflexiones de Vláffer. El Caudillo Chumkha se aproximaba a su posición junto a dos de sus lugartenientes.

—Éste es el Gran Chumkha el Imbatible —dijo Skráver Barr con calculado respeto—. Él lidera a nuestros aliados y encabezará el asedio a Zevlarev.

Esa retórica era muy conveniente para tratar con los sherekag. Ante todo, odiaban a los humanos; a todos los humanos, sin excepción. Lucharían juntos por la mediación personal de Dashtalian, pero Skráver ignoraba por completo el trato que tenía con ellos. Fuera el que fuese, el descuido más nimio podría hacerlo saltar en pedazos. Vláffer era consciente y se comportó con idéntico respeto.

—Es un honor. Soy Hakan Vláffer, Intendente de Haraissen, y os doy la bienvenida a mis territorios.

El Caudillo levantó su estandarte a modo de saludo y las veintiséis cabezas que pendían de él saludaron a su vez. Tras la formalidad, se puso a rascarse la axila con aspecto aburrido. Uno de los lugartenientes se adelantó dos pasos y el caballo de Vláffer bufó con recelo.

—El último bote ha llegado a tierra y nuestros guerreros están dispuestos para atacar en cuanto lo consideres oportuno, Barr —dijo Ughkha.

—El Intendente os indicará la ruta más rápida hasta Zevralev —respondió Skráver con sequedad.

—Avanzad hacia el oeste durante treinta millas bordeando la ladera de las montañas —dijo Hakan—. Una vez crucéis la frontera veréis a lo lejos las torres de la ciudad; de camino hay dos aldeas que podéis rodear fácilmente si os mantenéis pegados a…

Sin darle tiempo a terminar, Ugkha dio una palmada en el hombro a Chumkha, que de inmediato levantó el estandarte por encima de su cabeza y emitió un rugido que resonó a lo largo y ancho de la playa. El caballo de Skráver se inquietó pero ya había escuchado antes aquella voz peculiar y al joven Comandante no le costó dominarlo. En cambio, la montura de Vláffer enloqueció y piafó con energía repetidas veces hasta derribar a su jinete, que cayó al suelo aparatosamente.

La horda empezó a moverse. Los sherekag se estaban agrupando en pequeños regimientos independientes compuestos por varios centenares de guerreros. Cada unidad la encabezaba un líder que enarbolaba un estandarte en forma de aspa, con un pellejo cubierto de dibujos indescifrables trazados con pigmento blanco. A cada cabecilla lo acompañaban cinco tamborileros que portaban toscos bombos hechos con toneles vacíos. Los parches eran de piel humana y utilizaban huesos también humanos para aporrearlos con una coordinación sorprendente. En la retaguardia de cada uno de los pelotones se estaban colocando los arqueros. Mientras formaban, todos se daban golpes en el pecho con el puño y gritaban una consigna que los humanos no llegaban a entender. El Caudillo Chumkha miraba maniobrar a sus guerreros y levantaba una y otra vez su estandarte, con una desconcertante expresión infantil en el rostro.

Tanto los prevalianos como el Intendente Vláffer (que seguía en el suelo) y su escolta, asistían atónitos al despliegue de aquel ejército. Nunca hubiesen esperado que los sherekag siguieran ningún tipo de disciplina militar; pensaban que correrían en desbandada hacía su objetivo, a cuatro patas y con cuchillos entre los dientes.

—Tomaremos la ciudad y os esperaremos allí —dijo Ugkha con una sonrisa que mostraba sus afilados incisivos—. Recuerda lo que te dije, Señor de Barr. No te entretengas demasiado con tus torres y catapultas o te perderás la mejor parte.

Los dos Lugartenientes se dirigieron hacía la vanguardia de sus tropas. Tras ellos iba el Caudillo Chumkha que se había colocado el estandarte en la espalda, sujeto a la correa de la que antes pendía el hacha de doble filo que blandía en ese instante.

—No… no esperaba esto. —Hakan Vláffer se incorporaba por fin.

—Ya lo has visto. Son mucho más peligrosos de lo nadie pueda imaginar.

Skráver Barr observaba cómo los sherekag se encaminaban hacia su objetivo entre el estruendo de los tambores, el repiqueteo del acero y su persistente cántico de guerra. Lo único que lograba entender era «cabezas humanas» pero podía imaginarse el resto.

Consulado Imperial, Vardanire

Estimado y respetado Húguet Dashtalian, Cónsul de Rex-Drebanin.

Deseo en primer lugar felicitar a vuestro primogénito por sus recientes esponsales a los que tanto a mi esposo como a mí nos fue imposible asistir. El Grande tenga a bien concederle con prontitud un vástago fuerte que prolongue vuestra noble estirpe.

Me dirijo a vos para comunicaros que hemos sido informados del formidable despliegue militar que estáis llevando a cabo en el linde de nuestras fronteras. Viviendo como vivimos un próspero periodo de paz y siendo vos como sois uno de los gobernantes más sabios del Imperio, pongo en vuestro conocimiento que el linaje de Los Conquistadores no alberga el más mínimo recelo al respecto de esta sorpresiva movilización de vuestras tropas.

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