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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Predestinados (51 page)

BOOK: Predestinados
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Y Creonte había fracasado.

El joven notó la vibración del teléfono móvil en el bolsillo por quinta vez. Lo había ignorado por completo y ni siquiera quería saber quién trataba de contactar con él. Sin embargo, esta vez sacó el aparato para echar un vistazo a la pantalla. Era su madre. Consideró durante un momento contestar la llamada, pero al final cedió.

—¿Dónde estás? —preguntó Mildred en voz baja.

—De caza —respondió Creonte con ambigüedad al percibir que su madre estaba siendo vigilada, o incluso escuchada. Ya había ocurrido en ocasiones anteriores.

—Uno de los traidores acaba de llamarme —susurró—. Me ha contado tu descalabro delante del hotel y quiere cambiar de bando. Desea liberar a sus hombres del cesto…

Creonte escuchó unas interferencias en la línea telefónica. Enseguida adivinó que algo, seguramente una tela, rozaba el micrófono, como si su madre se hubiera guardado el teléfono en el bolsillo. Pasaron varios segundos en los que Creonte solo oyó el ruido rítmico de la tela, como si su madre caminara hacia algún sitio.

—¿Sigues ahí? —preguntó cuando llegó a un hogar relativamente seguro.

—Sí. Madre, ¿qué está pasando?

—Chis. Solo escúchame. Los Cien Primos empiezan a dudar de ti. No puedo hacerles saber que estamos en contacto —le informó con urgencia— . ¿Dónde estás? La traidora quiere reunirse contigo ahora mismo para tramar un plan.

Helena se pasó un cuarto de hora charlando con su padre, intentando calmarle. Había estado a punto de ir a la comisaría y exigía saber dónde había pasado toda la noche pero no tenía una respuesta coherente para eso. Jerry estaba furioso. De hecho, nunca le había visto tan enfadado. Le reclamaba que fuera a casa de inmediato. Incluso alzó la voz, lo cual no había hecho desde que era una niña. Ella no solía desobedecerle, pero ahora no podía decirle nada más aparte de que estaba sana y salva y de que no iría a casa por el momento. Colgó el teléfono mientras su padre aún parloteaba.

Era consciente de que estaba comportándose de manera injusta con él, pero no sabía qué más podía hacer. Aún no había decidido si le contaría a su padre el regreso de Dafne y si le revelaría que se marcharía de la isla con ella, pues dudaba si lo mejor sería desaparecer de su vida sin más. Dafne insistió en que una ruptura limpia sería lo mejor para todos, incluso para Jerry, pero Helena se negaba a aceptarlo. Aunque fuera mejor para su seguridad, su padre se derrumbaría. Ninguna de las salidas parecía ser de su agrado. Tomara la resolución que tomara, su padre tendría que soportar un dolor que no se merecía padecer. Al final, Noel interrumpió sus meditaciones para hacerle saber que Jasón y Claire se habían despertado.

Helena corrió escaleras arriba, hacia la habitación de Jasón, y entreabrió la puerta. Avistó a Dafne sentada en el borde de la cama, junto a Claire sosteniendo la mano de la jovencita contemplándola con una ternura inquietante. La había querido mucho cuando no era más que una niña. La noche anterior, Dafne le había explicado a Helena que siempre le había preocupado su seguridad por crecer con un vástago como mejor amiga. En el hotel, mientras la tormenta descargaba sobre la diminuta isla, Dafne había retirado la maldición de Helena. Además, le había desvelado que Claire no podía provocarle retortijones porque, aunque eso pudiera exponer a Helena, quizás algún día necesitaría su protección. Helena le agradeció su compasión, aunque debía reconocer que era lo único por lo que le estaba agradecida a su madre.

—¿Has arreglado las cosas con Lucas? —le preguntó Dafne en cuanto la vio asomada por la puerta.

Helena se estremeció al escuchar su nombre, asintió a toda prisa y centró su atención en Claire.

—Eh, Risitas. Me has asustado de verdad —admitió mientras se acercaba a la cama donde reposaba su mejor amiga.

—Me he asustado a mí misma. —Con un gesto le indicó que se sentara junto a ella; al percatarse de su rostro hinchado, le preguntó—: ¿Estás bien?

—No tiene importancia —respondió Helena, que se sentó junto a su madre—. ¿Como estáis?

—Fue más fácil de lo que creía —contestó Jasón—. Nunca llegamos a las ruinas, sino que escalamos las colinas desérticas.

—Bien —dijo Helena, sonriendo aliviada—. Las colinas lejos del río.

—Ya lo sé. —Le dedicó una sonrisa a Helena antes de mirar a Claire—. Es muy fuerte.

—¿Qué río? ¿Qué ruinas? —intervino Dafne, mirando a Helena y a Jasón, pero Claire se anticipó:

—¿Eso era real? —espetó abriendo sus ojos negros de par en par aterrorizada.

—Sí y no —contestó Jasón en voz baja, acariciando la frente de Claire con los labios antes de incorporarse para ayudar a la jovencita a sentarse—. Es un lugar real, pero no hemos estado físicamente allí.

—Pero yo estaba muerta de hambre. Y de sed —susurró, asustada.

Hundió el rostro en el cuello de Jasón y este la estrechó entre sus brazos. Al parecer, el vínculo que habían forjado en el páramo seguía uniéndolos y a Helena le daba la impresión de que Jasón no estaba dispuesto a permitir que ese lazo se desatara.

—No tengas miedo, hemos caminado por el borde, nunca nos hemos adentrado. Ni siquiera los mejores curanderos pueden atravesar ese desierto y sobrevivir —aseguró Jasón. El joven cruzó una mirada con Helena, pidiéndole en silencio que le ayudara a explicárselo.

—El lugar donde has estado está más allá de los sueños. No debes tenerle miedo —dijo Helena, acariciándole la espalda en un intento de consolarla—. Considéralo un sueño profundo si te resulta más fácil, porque la sensación es casi idéntica.

—Una pesadilla se parece más —añadió Claire apartando el rostro de Jasón y manteniendo el equilibrio.

—Bueno, has estado al borde de la muerte —dijo Helena encogiéndose de hombros—. Y eso no es divertido.

—¿Helena? —llamó Dafne, que empezaba a comprenderlo todo—.

¿Cuántas veces has estado en ese lugar? —Ya he perdido la cuenta —respondió en voz baja, meneando la cabeza.

Dafne se quedó mirando a su hija, atónita. En ese instante alguien llamó a la puerta. Matt asomó la cabeza con cierta timidez.

—Siento interrumpir —se disculpó con una ligera mueca—. Hola, Claire. ¿Estás bien?

—Pasa —lo invitó mientras procuraba sentarse un poco más recta. Alargó el brazo para apoyase en Helena y añadió—: Me alegro de que sigas de una pieza.

—Sí, yo también, pero aún queda un detalle del que deberíamos ocuparnos. Vi que algunas personas nos miraban cuando…, eh…

—¿Atropellaste a Lucas con el coche? —acabó Jasón por el con un destello humorístico en la mirada.

—Exacto. Me encargaré de arreglarlo antes de que se descontrole —asumió Matt con cierta incomodidad—. Cuanto más tiempo me quede aquí, más rápido correrán los rumores. Si desmiento todos los comentarios, negando el accidente, demostrando que estoy perfectamente…

—Entonces no habrá noticia —acabó Dafne por él—. ¿De veras estás dispuesto a engañar a los de tu especie por nosotros? —preguntó con frialdad.

—Yo no lo veo como tu especie o mi especie. Solo veo a mis amigos, que necesitan mi ayuda —respondió.

Matt miró de reojo a Helena, con cierto recelo, como si quisiera preguntarle si confiaba en su «nueva madre».

—Te llevaré donde necesites —anunció Helena poniéndose en pie—. De todas formas tengo que ir a casa a hablar con mi padre, así que puedo dejarte donde quieras.

—Tú no vas a ir a ningún sitio —espetó Dafne, sorprendida ante la mera sugerencia de Helena—. Es demasiado peligroso.

—No puedo abandonar a mi padre sin darle una explicación —protestó—. Eso fue lo que tú hiciste y he pasado toda mi vida sufriendo las consecuencias. Si he aprendido algo, es que no quiero repetir tus errores. Ni ahora ni nunca.

—Bueno, lo cierto es que no puedo atarte a la cama cada vez que no nos pongamos de acuerdo, pero déjame decirte que tengas cuidado, Helena —la aconsejó Dafne, cuya mirada se suavizó—. Los dioses conocen la eternidad y les encanta juguetear con mortales que utilizan absolutos.

Tras darse media vuelta, Helena se tropezó con la puerta, pues se había quedado algo traspuesta al escuchar el eco de las palabras de Lucas en su madre y, por un segundo, perdió el equilibrio.

—Te tengo —susurró Matt sujetando a Helena por el codo. Le ayudó a cruzar el umbral, guiándola para que no golpeara el marco con el hombro—. Tu madre es bastante peculiar —dijo con un tono temeroso una vez que estuvieron fuera del salón.

—Lo cierto es que no sé si me está contando toda la verdad o si me oculta algo —dijo Helena con sinceridad.

—Todos tenemos la misma duda con nuestras madres —dijo Matt poniendo los ojos en blanco y con una tierna sonrisa—. El caso es que ninguna madre es cien por cien lo uno o lo otro.

Helena le dedicó una sonrisa cómplice a Matt, con la esperanza de que tuviera razón, y ambos bajaron las escaleras. Al entrar en la cocina, en busca de alguien que les prestara un coche, tan solo se encontraron con Pandora, que venía precisamente del garaje.

—Helena —dijo Pandora, sorprendida—. No te vas, ¿verdad?

—Matt necesita volver a casa y yo… —empezó Helena, pero Pandora negó con la cabeza.

—No puedo permitir que salgas de esta casa. Lo sabes —repuso de un modo convincente.

—Entonces, ¿le podrías llevar tú a casa? —preguntó Helena.

—Lo siento, pero ahora mismo no puedo —contestó ella, agachando la mirada y fijándose en sus manos, sin adorno ni brazalete alguno—. ¿Por qué no se lo pides a Ariadna? Está en la biblioteca.

Pandora sonrió a la pareja de adolescentes y, en silencio, casi a hurtadillas, se dirigió hacia el cuadrilátero de combate. Helena tardó unos momentos en darse cuenta que la mujer había desaparecido como si nada.

Se percató de que Pandora no lucía alhajas, pulseras ni joyería. Helena guió a Matt hasta la biblioteca en cuyo centro se hallaba la pequeña de la familia, Cástor, Palas, Héctor, Ariadna, Casandra y Lucas charlaban en círculo. La conversación se interrumpió en cuanto Helena entró por la puerta.

—Matt necesita ir a casa —anunció Helena con cierto nerviosismo. Procuraba no mirar a Lucas, pero por alguna razón inexplicable no podía evitar que sus ojos se deslizaran hacia él.

—Yo lo llevaré —se ofreció Ariadna, que de inmediato se dirigió hacia ellos y, con un gesto, les indicó que salieran de la estancia.

—¿Qué está pasando? —preguntó Helena, exagerando los movimientos de la boca pero sin emitir sonido alguno.

Su amiga la cogió de la mano y la arrastró hacia fuera. Cuando se hubieron alejado unos pasos de la biblioteca, le contestó:

—Estamos intentando averiguar qué se trae entre manos Creonte.

—¿Y por qué me habéis excluido? —preguntó ella, ofendida.

—Vamos, Helena —respondió, como si la estuviera reprendiendo—. Lucas no puede soportar estar en la misma habitación que tú y, sin ánimo de ofender, él es mucho mejor soldado que tú. Necesitamos a Lucas a la hora de tomar decisiones. Y le necesitamos centrado.

Matt le lanzó una mirada confusa, pero, al menos, no formuló pregunta alguna al respecto. De todas formas, qué importaba. Helena desaparecería de aquella isla y jamás volvería a ver a ningún miembro de la familia Delos en su vida. Al cabo de unas horas, se arrastraría hacia una cama desconocida, sintiéndose extraña, sumiéndose en un sueño del que poco le importaba si se despertaba o no. Pero no era el momento de pensar en eso. Antes tenía que asegurarse de que las personas a las que quería estaban bien.

Cuando llegaron a la cocina, Ariadna agarró su bolso, colgado del respaldo de una silla, y rebuscó las llaves en el bolsillo interior mientras miraba a su alrededor, como si hubiera perdido algo. Escudriñó el garaje, contó los coches y registró otra vez la cocina, susurrándose «¿Ha vuelto?» a sí misma. Antes de que Helena pudiera preguntarle qué ocurría, se despidió y apuró a Matt para que subiera al coche.

Helena siguió con la mirada el recorrido del pequeño coche de Ariadna, hasta que este desapareció tras tomar una curva. Entonces se deslizó a hurtadillas hasta el jardín. Todavía no había anochecido, pero notaba que las sombras de los arbustos se arrastraban por el suelo, deslizándose como serpientes para tocarla. Tras asegurarse de que todo estaba despejado, dio un tremendo salto, frenética por subir hasta el cielo, el único lugar donde, sin duda, Creonte jamás lograría alcanzarla. Cuando cambió de estado, desprendiéndose de la gravedad, se serenó y voló hacia su casa. Planeó en círculos durante unos momentos para asegurarse de que no había ningún vecino a la vista y después descendió en picado, rápida como un rayo para evitar que la vieran. Al poner un pie en el jardín trasero de su casa, percibió los sonidos habituales de su padre y, por lo que podía escuchar, no estaba solo. Kate estaba en casa.

Charlaban en voz baja y, de vez en cuando, soltaban una carcajada o se quedaban en silencio, buscando las palabras apropiadas. Helena miró a través de la ventana y los vio acomodados en el sofá, sentados el uno junto al otro, con el televisor apagado y manteniendo una conversación que, al parecer, era importante. Sabía que, si se concentraba probablemente adivinaría qué estaban diciéndose, pero no quería entrometerse en un momento tan privado entre dos personas que estaban enamorándose.

La joven rozó el colgante en forma de corazón y les deseó una felicidad perfecta. No sabía si el cesto funcionaba así, pero lo único que le importaba en ese momento era que Jerry tuviera a alguien que le cuidara cuando ella se fuera. Se percató de que si se iba ahora, sin enfrentarse a él, sin darle ninguna explicación, jamás sabría que Dafne había regresado a la isla y, si esa herida no se abría, la nueva y frágil relación entre él y Kate podría tener alguna posibilidad.

Permaneció detrás de la ventana durante un momento, indecisa, sin saber qué camino escoger, hasta que, de repente, notó un rápido descenso de la temperatura ambiente y observó que las nubes se teñían de un color anaranjado, lo cual significaba que no le quedaba más tiempo. Voló hasta su ventana, se sentó en su escritorio y le escribió una carta de despedida a su padre. En ella le decía que le quería, que estaba a salvo y que jamás regresaría a Nantucket. Prefirió dejarle una nota breve para no verse obligada a llenarla con mentiras. Jerry había sido un buen padre y, si bien no podía ser completamente sincera con él, lo mínimo que podía hacer era mentir lo menos posible.

Después de poner el punto final a su carta, alzó el vuelo desde su ventana y regresó al hogar de los Delos. Le consolaba saber que su padre seguiría ajeno a todo mientras ella se escabullía de la isla, lo cual sucedería más tarde. Con un poco de suerte, por el bien de todos, Kate estaría con Jerry por la mañana, cuando descubriera la nota. Al pensarlo, Helena voló hacia el este de la isla con una sensación parecida a la paz interior.

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