¿Por qué leer los clásicos? (16 page)

BOOK: ¿Por qué leer los clásicos?
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Si
Jacques
es el anti
-Cándido
es porque quiere ser el anti-cuento filosófico: Diderot está convencido de que no se puede constreñir la libertad a una forma, a una fábula de tesis; su invención literaria quiere llegar a una homología con la vida inagotable, no con una teoría enunciable en términos abstractos.

La libre escritura de Diderot se opone tanto a la «filosofía» como a la «literatura», pero hoy la que reconocemos como verdadera escritura literaria es justamente la suya. No es un azar que
Jacques y su amo
haya sido «rehecho» en forma teatral y moderna por un escritor inteligente como Milan Kundera. Y que la novela de Kundera,
La insoportable levedad del ser
, lo revele como el más diderotiano de los escritores contemporáneos por su arte para mezclar novela de sentimientos, novela existencial, filosofía, ironía.

[1984]

Giammaria Ortes

Erase un hombre que quería calcularlo todo. Placeres, dolores, virtudes, vicios, verdades, errores: este hombre estaba convencido de poder establecer, para cada aspecto del sentir y del obrar humanos, una fórmula algebraica y un sistema de cuantificación numérica. Combatía el desorden de la existencia y la indeterminación del pensamiento con el arma de la «exactitud geométrica», es decir de un estilo intelectual hecho todo de contraposiciones netas y de consecuencias lógicas irrefutables. El deseo de placer y el temor a la fuerza eran para él las únicas certezas de las que se podía partir para adentrarse en el conocimiento del mundo humano: sólo por esa vía podía llegar a establecer que incluso valores como la justicia y la abnegación tenían algún fundamento.

El mundo era un mecanismo de fuerzas despiadadas; «el valor de las opiniones está en las riquezas, siendo evidente que éstas permutan y compran las opiniones»; «el hombre es un fuste de huesos unidos por obra de tendones, músculos y otras membranas». Es natural que el autor de estas máximas haya vivido en el siglo XVIII. Del hombre-máquina de Lamettrie al triunfo de la cruel voluptuosidad en Sade, el espíritu del siglo no conoce medias tintas cuando desmiente toda visión providencial del hombre y del mundo. Y es natural también que haya vivido en Venecia: en su lento ocaso la Serenísima se sentía más que nunca prisionera del juego aplastante de las grandes potencias, obsesionada por los beneficios y las pérdidas en los balances de sus tráficos; y más que nunca inmersa en su hedonismo, en sus salas de juego, en sus teatros, en sus fiestas. ¿Qué otro lugar podía ser más sugerente para un hombre que quería calcularlo todo? Se sentía llamado a excogitar el sistema para ganar en el juego del «faraón», así como para hallar la justa dosis de las pasiones en un melodrama: y también a discutir sobre el gobierno en la economía de los particulares y sobre la riqueza y la pobreza de las naciones.

Pero el personaje del que estamos hablando no era un libertino en la teoría, como Helvetius, ni mucho menos en la práctica como Casanova, y ni siquiera un reformador que luchaba por el progreso de las Luces, como sus contemporáneos milaneses del Caffe. El
Discorso sull’ indole del piacere e del dolore [Discurso sobre la índole del placer y del dolor]
de Pietro Verri aparece en 1773, después de que nuestro veneciano hubiera publicado, en 1757, su
Calcolo dei piaceri e dei dolori della vita umana [Cálculo de los placeres y de los dolores de la vida humana]
. Giammaria Ortes, que así se llamaba, era un sacerdote enjuto y malhumorado, que oponía la punzante coraza de su lógica a los preanuncios de terremoto que se insinuaban y repercutían aun en los muelles de su Venecia.

Pesimista como Hobbes, paradójico como Mandeville, razonador perentorio y escritor seco y amargo, no deja, cuando se lo lee, sombra de duda sobre su posición entre los más desencantados propugnadores de la Razón con erre mayúscula; y hemos de hacer cierto esfuerzo para aceptar los otros datos que los biógrafos y los conocedores de toda su obra nos proporcionan sobre su intransigencia en materia religiosa y sobre su conservadurismo sustancial. (Véase Gianfranco Torcellan, que en 1961 sacó a la luz en la
Enciclopedia Universal Einaudi
las
Riflessioni di un filosofo americano [Reflexiones de un filósofo americano]
, uno de los «opúsculos morales» más significativos de Ortes.) Y que esto nos enseñe a no fiarnos de las ideas recibidas y de los clichés, como la imagen de un siglo XVIII en la que se enfrentan una religiosidad puro
pathos
y una racionalidad fría e incrédula; la realidad es siempre más polifacética y los mismos elementos se hallan combinados y surtidos en las más variadas aproximaciones. Detrás de la visión más maquinal y matemática de la naturaleza humana bien puede estar el pesimismo católico en cuanto a las cosas terrenales: las formas exactas y cristalinas adquieren evidencia desde el polvo y vuelven al polvo.

Venecia era entonces más que nunca un escenario ideal para personajes excéntricos, un caleidoscopio de caracteres goldonianos: a este sacerdote misántropo y obsesionado por la aritmomanía, que un dibujo de la época representa compuesto y empelucado, con un mentón puntiagudo y una sonrisita de cascarrabias, bien podemos imaginárnoslo entrando en escena con el aire de quien está acostumbrado a encontrarse entre gentes que no quieren entender lo que para él es tan sencillo, y que a pesar de ello no renuncia a decir sus cuatro verdades y a compadecerse de los errores ajenos, hasta verlo alejarse en el fondo de una plazoleta, meneando la cabeza.

No por casualidad Ortes pertenece a un siglo teatral y a la ciudad teatral por excelencia. El lema con el que acostumbra terminar sus propios escritos: «¿Quién puede decirme que no finjo?», nos insinúa la duda de que sus demostraciones matemáticas sean paradojas satíricas, y que el lógico inexorable que figura como autor sea una máscara caricaturesca bajo la cual se esconde otra ciencia, otra verdad. ¿Era sólo una fórmula dictada por una prudencia comprensible, para prevenir condenas por parte de la autoridad eclesiástica? No por nada Ortes admiraba más que a nadie a Galileo, quien había puesto en el centro de su
Dialogo
un personaje, su portavoz Salviati, que declaraba estar recitando únicamente la parte del copernicano, aun siendo agnóstico, y prestarse a la disputa sólo como a un juego de máscaras... Un sistema de ese tipo puede resultar una precaución más o menos eficaz (no lo fue para Galileo, aunque para Ortes, por lo que sabemos, funcionó), pero es al mismo tiempo testimonio del placer que el autor obtiene del juego literario. «¿Quién puede decirme que no finjo?»: en la pregunta el juego de luces y de sombras se instala en el corazón del discurso (de éste y tal vez de cualquier discurso humano; ¿quién decide si lo que se está diciendo es sostenido como verdad o como ficción?). El autor no, dado que se remite («quién puede decirme») a la decisión de su público; pero ni siquiera el público, puesto que la pregunta se dirige a un hipotético «quién» que también podría no existir. Tal vez todo filósofo alberga en sí a un actor que recita la propia parte sin que el primero pueda intervenir; tal vez toda filosofía, toda doctrina contiene el cañamazo de una comedia que no se sabe bien dónde empieza y dónde termina.

(Medio siglo después o poco más, Fourier presentará al mundo una figura igualmente contradictoria y todavía muy del siglo XVIII: también él aritmomaníaco, también él raciocinador radical y sin embargo enemigo de los
philosophes
, también él hedonista y sensista y eudemonista en teoría, también él austero y solitario en la vida, también él apasionado por los espectáculos, también él alguien que obliga a plantearse continuamente la pregunta: «¿Quién puede decirme que no finjo?»...) «Todo hombre se inclina por naturaleza al placer de los sentidos», así ataca el
Calcolo sopra il valore delle opinioni umane [Cálculo sobre el valor de las opiniones humanas];
y prosigue: «por eso todos los objetos exteriores se convierten al mismo tiempo en objeto particular del deseo de cada hombre». Para apropiarse de estos objetos de su deseo, el hombre se inclina a usar la fuerza y entra en conflicto con la fuerza ajena; de ahí la necesidad del cálculo de fuerzas que se neutralizan recíprocamente. La naturaleza no es para Ortes una imagen materna como Rousseau, y el contrato social que de ella nace es como un paralelogramo de fuerzas en un manual de física. Si los hombres en su búsqueda del placer no se destruyen unos a otros, ello se debe a la opinión, fundamento de todos los aspectos de lo que hoy llamamos cultura en sentido lato. La opinión es el «motivo por el cual la fuerza reunida de todos se utiliza más o menos en favor de cada uno». No es la virtud, don celestial que como tal permite sacrificarse por el bien ajeno; aquí estamos en la Tierra y vale sólo la opinión en cuanto su fin «es el propio interés». Ortes demuestra que ejemplos sublimes de heroísmo y de amor patrio de la historia romana se explican como cálculo del propio interés, con razones que el comportamentismo de B. F. Skinner o la sociobiología de E. O. Wilson podrían avalar.

Las «opiniones» son esas formas del pensamiento en función de las cuales se acepta que determinadas categorías de personas dispongan, cada una a su modo, de determinadas riquezas o privilegios. Ortes cita sobre todo cuatro: de la nobleza, del comercio, de las armas, de las letras; trata de definir la forma del «valor» de cada una de esas opiniones, entendiendo por «valor» ni más ni menos que la renta.

En una palabra, la «opinión» equivaldría a lo que en tiempos próximos a nosotros se ha solido llamar la «ideología» y, en el caso de que se trata, la «ideología de clase»; pero Ortes, mucho más brutalmente que cualquier materialista histórico, no pierde tiempo en observar sus especificidades superestructurales y se apresura a traducirlo todo en términos económicos, y aun en cifras de costes y ganancias.

La conclusión de que en una sociedad más numerosa se goza de más placeres y se sufren menos temores (en una palabra, se es más libre) de cuanto se pueda conseguir fuera de cualquier sociedad o en una sociedad más limitada, es un axioma que podría desarrollarse en un tratado de sociología, para confirmarlo, precisarlo, corregirlo a partir de nuestra experiencia de hoy; así como se podría extraer toda una tipología y casuística de conformismos y rebeldías, juzgados según su relativa socialidad o asocialidad, de la frase final del ensayo donde se contrapone el que es «susceptible» de mayor número de opiniones al que es «susceptible de menor número»; el uno, «cada vez más tímido, más civil y más simulador», el otro «más sincero, más libre y más salvaje».

Constructor de sistemas y de mecanismos, Ortes no podía sentir una especial inclinación por la historia, más aún, puede decirse que entendía poco lo que era la historia. Él, que había demostrado que la sociedad se rige sólo por la opinión, considera la verdad histórica como testimonio ocular, y a un nivel inmediatamente inferior al de lo que se ha oído decir de viva voz por los testigos de los hechos. Pero en las conclusiones del
Calcolo sopra la verità dell’istoria [Cálculo sobre la verdad de la historia]
, Ortes revela un deseo de conocimiento cósmico que apunta al detalle infinitesimal e irrepetible: él que siempre tiende a agotar lo humano en un álgebra de elementos abstractos, que condena toda pretensión de conocimiento general que no se base en una suma inalcanzable de todas las experiencias particulares.

Desde luego, secundado por su talento para las síntesis conceptuales, su método lo impulsaba a hacer generalizaciones. Como cuando caracteriza al italiano, al francés, al inglés y al alemán, al ocuparse del teatro de las cuatro naciones: el francés basado en el cambio, el inglés en la «fijación», el italiano en la «primera impresión» y el alemán en la «última». «Primera impresión» quiere decir, creo, inmediatez, y «última impresión» reflexión; el término más difícil de descodificar es «fijación», pero, imaginando que seguramente pensaba en Shakespeare para el teatro inglés, creo que quería decir llevar las pasiones y las acciones a sus extremas consecuencias, aludiendo también a una desmesura en la caracterización y los efectos. A partir de esto Ortes postula una afinidad entre italianos e ingleses porque sus cualidades presuponen la «fantasía», y entre franceses y alemanes porque para ellos cuenta más la «razón».

Esta disquisición abre el texto más vivaz y más rico de Giammaria Ortes, las
Riflessioni sul teatro per musica [Reflexiones sobre el teatro musical]
, donde la «exactitud geométrica» de su método es aplicada a las simetrías y los vuelcos de las situaciones de melodrama. Aquí el programático hedonismo de Ortes apunta a un bien menos incierto que muchos otros: la «diversión» que la civilización veneciana sabía instalar en el centro de la vida social. Y aquí se ve cómo la experiencia empírica es, mucho más que la razón sistematizadora, el fundamento de las reflexiones del autor. «Toda diversión consiste en un movimiento diferente que se recibe en el órgano del sentido. El placer nace de esa diversidad de movimiento, como el tedio de su continuación. Así, quien se proponga proporcionar un placer que sobrepase las tres horas puede estar seguro de aburrir.»

Tal vez la distracción de la música y del espectáculo, y las emociones y esperanzas del jugador son los únicos placeres no ilusorios. En cuanto a lo demás, un fondo de relativismo melancólico asoma detrás de todas las certezas. El
Calcolo dei piaceri e dei dolori della vita umana
termina con estas palabras: «Si se considera que tales doctrinas van en desdoro de la especie humana, creo que yo mismo pertenezco a esta especie y no me duelo de ello; y si concluyo que todos los dolores y placeres de esta vida no son sino ilusiones, puedo añadir que todos los raciocinios humanos no son sino locura. Y cuando digo todos, no exceptúo mis cálculos».

[1984]

El conocimiento pulviscular en Stendhal

Durante el periodo milanés es cuando Henri Beyle, hasta ese momento hombre de mundo más o menos brillante,
dilettante
de incierta vocación y polígrafo de incierto éxito, elabora algo que no podemos llamar su filosofía porque se propone ir justamente en dirección opuesta a la de la filosofía —que no podemos llamar su poética de novelista porque él la define justamente en polémica con las novelas, tal vez sin saber que poco después llegará a ser, él mismo, novelista—, en una palabra algo que no nos queda sino llamar su método de conocimiento.

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