Read Por el camino de Swann Online

Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

Por el camino de Swann (12 page)

BOOK: Por el camino de Swann
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Con el pretexto de que una lección que fue menester cambiar de hora, caía tan mal, que me impidió ir a ver a mi tío varias veces y seguiría impidiéndomelo, un día, que no era el reservado para las visitas que le hacíamos, aprovechándome de que mis padres habían almorzado temprano; salí a la calle, y en vez de irme a mirar la cartelera, a lo que me dejaban ir solo, me llegué corriendo hasta su casa. Vi parado a la puerta un coche de dos caballos, que llevaban en las anteojeras un clavel rojo, clavel que también lucía el cochero en la solapa. Desde la escalera oí risa y hablar de mujer, y cuando llamé, hubo, primero un silencio, y después, ruido de puertas que se cierran. El ayuda de cámara que vino a abrirme pareció desconcertado al verme, y me dijo que mi tío estaba muy ocupado y que probablemente no podría verme; sin embargo, fue a pasarle aviso, y mientras tanto oí a la misma voz femenina de antes, que decía: «Sí: déjalo pasar, nada más que un momento; me divertirá mucho. En la fotografía que tienes encima de tu mesa de despacho se parece mucho a su mamá, a tu sobrina, ¿no?, la del retrato que está al lado. Sí, déjame que vea al chiquillo aunque no sea más que un momento».

Oí que mi tío gruñía y se enfadaba, y, por fin, el ayuda de cámara me dijo que pasara.

Encima de la mesa estaba, como de costumbre, el plato de mazapán, y mi tío llevaba su guerrera de todos los días, pero enfrente de él había una señora joven, con traje de seda color rosa y un collar de perlas al cuello, que estaba acabando de comerse una mandarina. Las dudas en que me puso el no saber si debía llamarla señora o señorita, me sacaron los colores al rostro y me fui a dar un beso a mi tío sin atreverme a volver la cabeza hacia el lado donde estaba ella, para no tener que hablarle. La señora me miró sonriente, y mi tío le dijo: «Es mi sobrino», sin decirle a ella mi nombre ni a mí el suyo, sin duda que desde los piques que había tenido con mi abuelo, procuraba evitar, dentro de lo posible, todo género de relación entre su familia y aquellas amistades suyas.

—Cuánto se parece a su madre —dijo la señora.

—Pero usted no ha visto nunca a mi sobrina más que en retrato —contestó vivamente mi tío en tono brusco.

—Perdone usted, amigo mío: me crucé un día con ella en la escalera, el año pasado, cuando estuvo usted tan malo. Verdad es que no la vi más que como un relámpago, y que su escalera de usted es muy oscura, pero tuve bastante para admirarla. Este joven tiene los ojos como los de su madre, y
esto
también —dijo la dama señalando con su dedo una línea en la parte inferior de la frente—. ¿Lleva su sobrina el mismo apellido que usted? —preguntó a mi tío.

—A quien más se parece es a su padre —refunfuñó mi tío, que, como no tenía gana de hacer presentaciones de cerca, tampoco quería hacerlas de lejos, diciendo cómo se llamaba mi madre—. Es su padre en todo, y también se parece algo a mi pobre madre.

—A su padre no lo conozco —dijo la señora del traje rosa—, y a su pobre madre de usted no llegué a conocerla nunca. Ya se acordará usted de que nos conocimos poco después de su gran desgracia.

Yo sentí una leve decepción, porque aquella damita no se diferenciaba de otras lindas mujeres que yo había visto en mi familia, especialmente de la hija de un primo nuestro, a cuya casa íbamos siempre el día primero de año. La amiga de mi tío iba mejor vestida, eso sí, pero tenía el mismo mirar alegre y bondadoso, y el mismo franco y amable exterior. Nada encontraba en ella del aspecto teatral que tanto admiraba en los retratos de las actrices, ni la expresión diabólica que debía corresponder a una vida como sería la suya. Me costaba trabajo creer que era una
cocotte
, y sobre todo, nunca, me hubiera creído que era una
cocotte
elegante, a no haber visto el coche de dos caballos, el traje de rosa y el collar de perlas, y de no saber que mi tío no trataba más que a las de altos vuelos. Y me preguntaba qué placer podía sacar el millonario que le pagaba hotel, coche y alhajas, de comerse su fortuna por una persona de modales tan sencillos y tan correctos. Y, sin embargo, al pensar en lo que debía ser su vida, la inmoralidad de la vida aquella me turbaba mucho más que si se hubiera concretado ante mí en una apariencia especial, por ser tan invisible como el secreto de una novela, por el escándalo que debió de echarla de casa de sus padres, acomodados y entregarla a todo el mundo, dando pleno desarrollo a su belleza, y elevando hasta el mundo galante y el halago de la notoriedad, a una mujer que, por sus gestos y sus entonaciones de voz, tan semejantes a los que yo viera en otras damas; se me representaba, sin querer, como a una muchacha de buena familia, que ya no era de ninguna familia.

Habíamos pasado al despacho, y mi tío, un poco molesto por mi presencia, le ofreció cigarrillos.

—No —dijo ella—, ya sabe usted que estoy acostumbrada a los que me manda el gran duque. Ya le he dicho que esos cigarrillos le dan a usted envidia. —Y sacó de una pitillera unos pitillos cubiertos de inscripciones doradas en letras extranjeras—. Pero me parece que sí, que he visto en casa de usted al padre de este joven. ¿No es sobrino de usted? ¿Cómo lo voy a olvidar si fue tan amable, tan exquisitamente fino conmigo? —dijo con tono sencillo y tierno. Pero yo, pensando en cómo pudo haber sido la ruda acogida, que ella decía exquisitamente fina de mi padre, cuya reserva y frialdad me eran bien conocidas, me sentí molesto, como si fuera por una falta de delicadeza en que mi padre hubiera incurrido, al apreciar la desigualdad existente entre lo que debió ser por su escasa amabilidad y el generoso reconocimiento que la dama le atribuía. Más tarde, me ha parecido que uno de los aspectos conmovedores de la vida de esas mujeres ociosas y estudiosas es el consagrar su generosidad, su talento, un ensueño siempre disponible de belleza sentimental porque ellas, lo mismo que los artistas, no lo realizan y no lo hacen inscribirse en el marco de la existencia común— y un dinero que les cuesta muy poco, a enriquecer con un precioso engaste la vida tosca y sin devastar de los hombres. Así aquélla, que en el cuarto donde estaba mi tío, vestido con su cazadora sencilla, para recibirla, irradiaba la belleza de su suave cuerpo, de su traje de seda, de sus perlas, y la elegancia que emana de la amistad de un gran duque, cogió un día una frase insignificante de mi padre, la trabajó delicadamente, la torneó, le puso una preciosa apelación engastando en ella una de sus miradas de tan bellas aguas, coloreadas de humildad y gratitud, ¡la devolvía ahora convertida en una alhaja de mano de artista en algo «perfectamente exquisito».

—Vamos, ya es hora de que te marches —me dijo el tío.

Me levanté; tenía un irresistible deseo de besar la mano a la señora del traje rosa; pero me parecía que aquello hubiera sido cosa tan atrevida como un rapto. Y me latía fuertemente el corazón, mientras que me preguntaba a mí mismo: ¿Lo hago? ¿No lo hago?; hasta que, por fin, para poder hacer algo dejé de pensar en lo que iba a hacer. Y con ademán ciego e irreflexivo, sin el apoyo de ninguna de las razones que hace un momento encontraba en favor de este acto, me llevé a los labios la mano que ella me tendía.

—¡Ves qué amable! Es muy galante, y ya le llaman la atención a las mujeres; sale a su tío. Será un perfecto
gentleman
[10]
—dijo apretando un poco los dientes para dar a la frase un leve acento británico—. ¿No podría ir un día a casa a tomar
a cup of tea
[11]
, como dicen nuestros vecinos los ingleses? No tiene más qué mandarme un «continental» por la mañana.

Yo no sabía lo que era un «continental». No entendía la mitad de las palabras que decía la señora; pero el temor de que envolvieran alguna pregunta indirecta, que hubiera sido descortés no contestar, me impedía dejar de prestarles oído atento, lo cual me cansaba mucho.

—No, no es posible —dijo mi tío, encogiéndose de hombros—, está muy ocupado, tiene mucho trabajo. Se lleva todos los premios de su clase —añadió, bajando la voz para que yo no oyera esa falsedad y no la desmintiera—. ¡Quién sabe!, acaso sea un pequeño Víctor Hugo, una especie de Vaulabelle, ¿sabe usted?

—Siento adoración por los artistas —contestó la dama del traje rosa—; sólo ellos saben entender a las mujeres… Ellos y, los escogidos… como usted. Perdone usted mi ignorancia… ¿Quién era Vaulabelle? ¿Quizá esos tomos dorados que están en la librería pequeña de su tocador? Ya sabe usted que ha prometido que me los prestaría; los cuidaré muy bien.

Mi tío, que no quería prestar sus libros, no contestó y vino a acompañarme hasta el recibimiento. Loco de amor por la señora del traje rosa, llené de besos los carrillos de mi tío, que olían a tabaco, y mientras que él, bastante azorado, me daba a entender que le gustaría que no contase nada a mis padres de aquella visita, yo le decía, con lágrimas en los ojos, que el recuerdo de su amabilidad estaba tan profundamente grabado en mi corazón, que ya llegaría día en que pudiera demostrarle mi gratitud. En efecto: tan profundamente grabado estaba en mi corazón, que dos horas después, y luego de algunas frases misteriosas, que me pareció que no lograban dar a mis padres idea bastante clara de la nueva importancia que yo disfrutaba, consideré más explícito contar con todo detalle la visita que acababa de hacer. Con ello no creía causar molestia alguna a mi tío. ¿Y cómo iba a creerlo, si yo no tenía intención de causársela? ¿Cómo iba yo a suponer que mis padres vieran nada malo allí donde yo no lo veía? Nos sucede todos los días que un amigo nos pide que no se nos olvide transmitir sus disculpas a una mujer a quien no ha podido escribir, y que nosotros lo dejamos pasar descuidadamente, considerando que esa persona no puede conceder gran importancia a un silencio que para nosotros no la tiene. Yo me creía, como todo el mundo, que el cerebro de los demás era un receptáculo inerte y dócil, sin fuerza de reacción específica sobre lo que en él depositamos; y no dudaba que al verter en el de mis padres la noticia de la nueva amistad que hiciera por medio de mi tío, los transmitiría al mismo tiempo, como era mi deseo, el benévolo juicio que a mí me había merecido aquella presentación.

Pero, por desdicha, mis padres se atuvieron a principios enteramente distintos de aquellos cuya adopción los sugería yo, para estimar el acto de mi tío. Mi padre y mi abuelo tuvieron con él explicaciones violentas; yo me enteré indirectamente. Y unos días más tarde, al cruzarme con mi tío, que iba en coche abierto, sentí pena, gratitud y remordimiento, todo lo cual hubiera querido expresarle. Pero comparado con lo inmenso de estos sentimientos, me pareció que un sombrerazo sería cosa mezquina y podría hacer pensar a mi tío que yo no me consideraba obligado, con respecto a su persona, más que a una frívola cortesía. Decidí abstenerme de aquel ademán, tan insuficientemente expresivo, y volví la cabeza a otro lado. Mi tío se imaginó que aquella acción mía obedecía a órdenes de mis padres, y no se lo perdonó nunca; murió muchos años después de esto, sin volver a hablarse con ninguno de nosotros.

Por eso ya no entraba en el cuarto de descanso, cerrado, ahora, de mi tío Adolfo, y después de vagar por los alrededores de la despensa, cuando Francisca aparecía en la entrada, diciéndome: «Voy a dejar a la moza que sirva el café y suba el agua caliente, porque yo tengo que escaparme al cuarto de la tía», decídame yo a entrar en casa y suba derechamente a mi habitación a leer. La moza era una persona moral, una institución permanente, que por sus invariables atribuciones se aseguraba una especie de continuidad e identidad, a través de la sucesión de formas pasajeras en que se encarnaba, porque nunca tuvimos la misma dos años seguidos. Aquel año que comimos tantos espárragos, la moza usualmente encargada de «pelarlos» era una pobre criatura enfermiza, embarazada ya de bastantes meses, cuando llegamos para Pascua, y a la que nos extrañábamos que Francisca dejara trabajar y corretear tanto, porque ya empezaba a serle difícil llevar por delante el misterioso canastillo, cada día más lleno, cuya forma magnífica se adivinaba bajo sus toscos sayos. Sayos que recordaban las hopalandas que visten algunas figuras simbólicas de Giotto, que el señor Swann me había regalado en fotografía. El mismo nos lo había hecho notar, y para preguntarnos por la moza, nos decía: «¿Qué tal va la
Caridad
, de Giotto?» Y, en efecto, la pobre muchacha, muy gorda ahora por el embarazo, gruesa hasta de cara y de carrillos, que caían cuadrados y fuertes, bastante a esas vírgenes robustas y hombrunas, matronas más bien, que en
La Arena
sirven de personificación a las virtudes. Y me doy cuenta ahora de que, además, se parecía a ellas por otra cosa. Lo mismo que la figura de aquella moza se agrandaba por la adición del símbolo que llevaba delante del vientre, sin comprender su significación y sin que nada de su belleza y su sentido se transparenten en su rostro como un simple fardo pesado, así, sin sospecharlo, encarna la robusta matrona que está representada en
La Arena,
encima del nombre «
Caritas
», y cuya fotografía tenía yo colgada en mi cuarto de estudio, la dicha virtud de la caridad, sin que ningún pensamiento caritativo haya cruzado jamás por su rostro enérgico y vulgar. Por una hermosa idea del pintor está pisoteando las riquezas terrenales; pero exactamente lo mismo que si estuviera pisando uva para sacar el mosto, o como si se hubiera subido encima de unos sacos para estar más en alto; tiende a Dios su corazón inflamado; mejor dicho, se le «alarga», como una cocinera alarga un sacacorchos a alguien que se lo pide desde la planta baja, por el respiradero de la cocina.

La Envidia tenía ya más expresión de envidia. Pero también en ese fresco ocupa tanto espacio el símbolo, y está representado de modo tan real, y es tan gorda la serpiente que silba en labios de la Envidia y le llena tan completamente la boca, hasta el punto de tener distendidos los músculos de la cara como un niño que está inflando una pelota, soplando, que la atención de la Envidia, y con ella la nuestra, se concentra entera en lo que hacen las labios, y no tiene casi tiempo de entregarse a pensamientos envidiosos.

A pesar de toda la admiración que profesaba el señor Swann por esas figuras de Giotto, por mucho tiempo no me dio mucho gusto contemplar en el cuarto de estudio, donde estaban colgadas unas copias que me trajo Swann, aquella Caridad sin caridad; aquella Envidia, que parecía una lámina de Tratado de Medicina para explicar la comprensión de la glotis o de la campanilla por un tumor de la lengua o por el instrumento del operador, y aquella Justicia, que tenía el mismo rostro grisáceo y pobremente proporcionado que en Combray caracterizaba a algunas burguesitas lindas, piadosas y secas que yo veía en misa, y que estaban ya algunas alistadas en las milicias de reserva de la Injusticia. Pero más tarde comprendí que la seductora rareza y la hermosura especial de esos frescos consistía en el mucho espacio que en ellos ocupaba el símbolo, y que el hecho de que estuviera representado, no como símbolo, puesto que no estaba expresada la idea simbolizada, sino como real, como efectivamente sufrido, o manejado materialmente, daba a la significación de la obra un carácter más material y preciso, y a su enseñanza algo de sorprendente y concreto. Y así, en la pobre moza tampoco el peso que desde el vientre la tiraba llamaba la atención hacia él; e igualmente, muy a menudo, el pensamiento de los moribundos se vuelve hacia el lado efectivo, doloroso, oscuro y visceral, hacia el revés de la muerte, que es cabalmente el lado que ésta les presenta y los hace sentir, mucho más parecido a un fardo que los aplasta, a una dificultad de respirar o a una sed muy grande, que a le que llamamos idea de la muerte.

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