Poirot infringe la ley (8 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: Poirot infringe la ley
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—¿Y el papel? —preguntó la señorita Marple.

Bunch abrió su bolso.

—No quise mostrárselo a Julián, pues me hubiera dicho que pertenecía a los Eccles. Y yo opinaba que era mejor traértelo.

—Un resguardo de consigna —dijo la señorita Marple examinándolo—. Estación de Paddington.

—En un bolsillo tenía un billete de regreso para Paddington— explicó Bunch.

Los ojos de las dos mujeres se encontraron.

—Eso invita a la acción —dijo animada la señorita Marple—. Claro que debemos obrar con mucha precaución. ¿Observaste, querida Bunch, si algún extraño te siguió en tu viaje a Londres?

—¿Seguirme? —exclamó perpleja la señora Harmon.

—Está dentro de lo
posible
, querida. Y cuando una cosa es posible conviene que adoptemos precauciones —la anciana se levantó con viveza impropia de su edad—. Has venido a Londres con el propósito de ir de compras. Por lo tanto, lo acertado es ir de compras las dos. Antes haremos unos arreglos. De momento no necesito el viejo abrigo que tiene el cuello de castor.

Hora y media más tarde, ambas mujeres, vestidas con sencillez y llevando sendos paquetes de ropa blanca recién comprada, se acomodaron en un pequeño restaurante llamado Apple Bough para restablecer fuerzas a base de filetes de carne,
pudding
de riñón, tarta de manzanas y flan.

—Desde luego, la calidad de las toallas es la de antes de la guerra —dijo la señorita Marple—. Y con una «J» en ellas, además. Por fortuna la esposa de Raymond se llama Joan. Las guardaré si no las preciso, así le servirán a ella si me muero antes de lo que espero.

—Yo necesitaba los paños de cocina —dijo Bunch—. Y han sido muy baratos, aunque no tanto como esperaba.

Una elegante joven con tenue aplicación de pintalabios entró en el Apple Bough. Después de mirar a su alrededor, se dirigió a la mesa de ellas y puso un sobre junto al codo de la señorita Marple.

—Ahí lo tiene, señorita.

—Gracias Gladys. Muchas gracias. Ha sido muy amable.

—Me complace hacerle un favor. Ernie me dice siempre: «Todo lo bueno lo has aprendido de la señorita Marple, a quien serviste.» Estoy siempre a su disposición, señorita.

—Es encantadora —dijo la anciana a Bunch, una vez que Gladys se hubo marchado—. Siempre dispuesta y amable.

Miró el interior del sobre y lo pasó a Bunch.

—Ten mucho cuidado, querida. ¿Sigue allí aquel simpático inspector que yo recuerdo?

—No lo sé. Pero supongo que sí.

—No importa. Me queda el recurso de telefonear al inspector jefe.
Creo
que me recordaría.

—¡Claro que sí! —afirmó Bunch— Todos te recuerdan. ¡Eres única! —y se puso en pie.

Una vez en Paddington, Bunch fue a consigna y mostró el resguardo. Poco después le daban una deslustrada maleta y se dirigió con ella al andén.

Durante el viaje de regreso no tuvo ningún contratiempo. Llegada a Chipping Cleghorn, cogió la maleta y, al descender del coche, un hombre se la arrebató, huyendo.

—¡Alto! —chilló Bunch—. ¡Deténganlo! ¡Deténganlo! ¡Se lleva mi maleta!

El portero de aquella estación rural era un hombre de reflejos lentos.

—Oiga, no puede hacer eso...

Su sermón fue cortado por un golpe a su estómago que lo echó a un lado y el otro salió de la estación encaminándose a un coche que lo aguardaba. Puso la maleta en el interior del vehículo y se disponía a introducirse él mismo, cuando una mano sobre su hombro lo inmovilizó y la voz del agente Abel dijo:

—¿Qué ocurre, amigo?

Bunch, que llegaba jadeando, gritó:

—¡Me arrebató la maleta!

—¡Mentira! —gritó a su vez el detenido—. No comprendo qué pretende esta mujer. La maleta es mía y acabo de llegar en el tren.

—Bien, aclarémoslo —propuso el agente,

Nadie que hubiera observado la mirada bovina que el policía dirigía a la señora Harmon hubiera supuesto que ambos solían pasar largos ratos en la oficina del primero, charlando sobre abonos y rosales.

—¿Dice usted, señora, que es suya la maleta? —preguntó.

—Sí.

—¿Y usted, señor?

—Digo que es mía.

Se trataba de un hombre alto, moreno, bien vestido, modales elegantes y voz cansina. Desde el interior del coche, una voz de mujer dijo:

—¡Claro que es tuya, Edwin! ¿Qué se propone esta señora?

—Calma. Ya lo sabremos —exclamó el agente, y dirigiéndose a Bunch—: Si es suya, dígame qué efectos hay en su interior.

—Ropas. Un abrigo moteado con cuello de castor, dos jerseys de lana y un par de zapatos.

—Eso está claro —afirmó el guardián del orden—. Y usted, caballero, ¿qué dice?

—Soy modisto teatral —explicó no sin cierta suficiencia—. La maleta contiene prendas de teatro adquiridas para una función de aficionados.

—Conforme, señor. Bien, ahora será fácil saber a quién pertenece. ¿Prefieren ustedes que lo comprobemos en la comisaría o en la estación?

—De acuerdo. Me llamo Moss, Edwin Moss.

El agente recogió la maleta y todos regresaron al interior de la estación.

—Vamos a consigna, George —explicó al portero.

Una vez allí depositó la maleta sobre el mostrador y descorrió los cierres. Mientras, Bunch y Edwin Moss, uno a cada lado, se miraban agresivos.

—¡Ah! —exclamó el agente alzando la tapa.

Dentro, cuidadosamente doblado, había un deslustrado abrigo moteado con cuello de castor, dos jerseys de lana y un par de zapatos.

—Exactamente como usted dijo, señora —dijo el policía volviéndose a Bunch.

Nadie hubiese advertido el más leve nerviosismo en Edwin Moss, que reaccionó magníficamente.

—Excúseme, señora. Por favor, excúseme —suplicó—. Créame, siento mucho, muchísimo, mi imperdonable error —consultó su reloj—. Debo apresurarme. Mi maleta debe de estar en el tren que acaba de partir —recogió su sombrero e insistió—: Por favor, perdóneme.

Tan pronto estuvo fuera de la oficina de consigna, la señora Harmon preguntó al policía:

—¿Deja usted que se marche?

El agente le guiñó uno de aquellos ojos de mirada bovina.

—No irá muy lejos, señora.

—¡Ah! —exclamó Bunch, comprensiva.

—Aquella anciana señora que estuvo aquí hace unos años ha telefoneado. Aún recuerdo la agudeza de su ingenio. Bueno, pues ha puesto en conmoción a todo el personal, y no me extrañaría que el inspector o el sargento visiten a usted mañana por la mañana.

Fue el inspector Craddock, a quien se había referido la señorita Marple, el encargado de visitar a Bunch. El hombre la saludó con una sonrisa de viejo amigo.

—¿Crimen en Chipping Cleghorn otra vez? —preguntó alegre—. No podrá quejarse por falta de motivos sensacionales, señora Harmon.

—Tendría suficiente con un plato menos fuerte —repuso ella—. ¿Ha venido a formularme preguntas o a informarse?

—Primero le diré unas cuantas cosas. Los señores Eccles son buscados hace tiempo. Se sospecha que están implicados en varios robos cometidos en esta región. Por otra parte, la señora Eccles tiene un hermano llamado Sandbourne que regresó hace poco del extranjero. Pero el hombre que usted halló moribundo en la iglesia no era Sandbourne.

—Sabía eso —explicó Bunch—. Su nombre era Walter y no William.

El inspector asintió.

—Sí, Walter St. John, escapado de la prisión de Charrington, cuarenta y ocho horas antes de aparecer por aquí.

—Lo comprendo —susurró Bunch—. Un fugitivo de la ley, que trató de acogerse a la protección del santuario. ¿Qué había hecho?

—Retrocedamos a un tiempo pasado. Es una historia complicada. Hace algunos años cierta bailarina que actuaba en locales nocturnos, quizás usted no haya oído hablar de ella, se especializó en un tema oriental, «Aladino en la cueva de las joyas». Se adornaba con pedrería de baratillo, pues no era muy buena, aunque sí atractiva. Un día la vio un personaje asiático y se enamoró locamente de ella. Entre otras cosas le regaló un magnífico collar de esmeraldas.

—¿Joyas auténticas de un raja? —preguntó excitada Bunch.

El inspector carraspeó antes de responder:

—Bueno, algo parecido, señora Harmon. El asunto no duró mucho, pues una actriz cinematográfica le robó el favor del potentado.

»Zobeida, nombre artístico de la bailarina, se puso el collar un día y se lo robaron. Desapareció de su camerino. Sin embargo, se sospechó que ella misma lo había hecho desaparecer. Ya sabe usted cómo son los artistas cuando buscan publicidad. Claro que no se descarta la posibilidad de otros motivos deshonestos.

»El collar no fue recuperado. Ahora bien, la policía sospechó, no sin fundamento, de Walter St. John, hombre educado y de buena cuna, venido a menos, y empleado de joyería en una empresa sospechosa de comerciar con joyas robadas.

»Pero su detención y encarcelamiento tendría por causa un delito de robo posterior. En realidad, causó sorpresa su evasión, ya que le faltaba muy poco para cumplir su condena.

—¿Por qué vino aquí?

—Nos gustaría saberlo, señora Harmon. Todo indica que primero estuvo en Londres. Y si bien no visitó a ninguno de sus antiguos conocidos, sí a una anciana llamada Jacobs, pero algunos vecinos informaron que el hombre se marchó de la casa llevándose una maleta.

Y luego la depositó en la consigna de Paddington, y se trasladó aquí —aventuró Bunch.

El inspector asintió antes de continuar.

—Eccles y Edwin Moss seguían su pista. Cuando subió al autobús se adelantaron en coche y lo aguardaron.

—Y entonces lo asesinaron —concluyó la señora Harmon.

—Sí. Usaron el revólver de Eccles, si bien imagino que fue Moss. Ahora, señora Harmon, queremos saber dónde está la maleta que Walter St. John depositó en la estación de Paddington.

Bunch emitió una risita.

—Espero que tía Jane la tenga ahora. Me refiero a la señorita Marple, Su plan consistió en mandar a una antigua sirvienta suya con una maleta llena de prendas de viaje a la consigna de Paddington. Luego intercambiamos los resguardos. Por eso traje conmigo su maleta. Ella intuyó cuanto ha sucedido después.

Entonces le tocó al inspector Craddock sonreír.

—Eso nos dijo por teléfono. Voy a Londres a verla. ¿Quiere acompañarme, señora Harmon?

—Sí, claro —exclamó Bunch—. Es una suerte que anoche me dolieran las muelas. Decididamente, necesito ir a Londres, ¿no le parece?

—Desde luego —dijo Craddock.

La señorita Marple miró del rostro impasible del inspector al ansioso de Bunch. La maleta se hallaba sobre la mesa.

—No la he abierto —explicó la anciana—. No me he atrevido sin la presencia de un agente oficial. Además —añadió con una maliciosa sonrisa victoriana—, está cerrada con llave.

—¿No le gustaría adivinar qué hay dentro, señorita Marple?

—Imagino que los vestidos de Zobeida. ¿Quiere un cincel, inspector?

El cincel cumplió bien su cometido. Ambas mujeres dieron un pequeño respingo cuando saltó la tapa. La luz del sol, a través de la ventana, encendió un inimaginable tesoro de joyas rojas, azules, verdes y naranja.

—¡La cueva de Aladino! —exclamó la señorita Marple—. Las centelleantes joyas que la chica lucía en sus actuaciones.

—Sí —repuso el inspector—. Pero, ¿justifica eso la muerte de un hombre?

—Debió ser muy astuta —dijo la señorita Marple pensativa—. Está muerta, ¿verdad, inspector?

—Murió hace tres años.

Ella poseía este valioso collar de esmeraldas. ¿Cómo evitar que se lo robasen? Bastaba con desmontar las piedras y engarzarlas entre las falsas que adornaban su traje de trabajo. Luego encargó que le hicieran un doble del verdadero, y ése, en realidad, fue el que se llevaron. Así se comprende que no saliera al mercado. El ladrón descubrió muy pronto que las deslumbrantes piedras eran falsas.

—Aquí hay un sobre —indicó Bunch apartando algunas de las brillantes piedras.

El inspector Craddock lo cogió y extrajo dos impresos de aspecto oficial. Leyó en voz alta:

—Certificado de matrimonio entre Walter Edmund St. Joan y Mary Moss. Era el verdadero nombre de Zobeida.

—Luego estaban casados —dijo la señorita Marple—. Comprendo.

—¿Y el otro? —preguntó Bunch.

—El certificado de nacimiento de una hija, a quien pusieron por nombre Jewel.

—¿Jewel? —gritó Bunch—. ¡Claro! ¡Naturalmente! ¡Jill! Eso es. Ahora comprendo por qué vino a Chipping Cleghorn. Los Mundy, que viven en la casa Laburnam, se cuidan de una niña por cuenta de alguien. La quieren como si fuera su propia nieta. Se llama Jewel, pero ellos usan el diminutivo Jill.

»La señora Mundy sufrió una caída hará una semana y el viejo está muy enfermo de pulmonía. Ambos serán hospitalizados, y yo busqué un lugar para Jill. No quise que la llevaran a una institución.

»El padre debió de enterarse en la cárcel y huyó para recoger la maleta que guardaba en la casa de la vieja modista de su mujer. Si las joyas pertenecían a la madre, ahora son de la niña.

—Desde luego, señora Harmon. Si están aquí.

—¡Claro que están aquí! —exclamó alegremente la señorita Marple.

—Gracias a Dios que has regresado, querida —dijo el reverendo Julián Harmon saludando a su esposa con un suspiro de satisfacción— La señora Burt hace cuanto puede en tus ausencias. Me sirvió unos pastelillos de pescado
muy
peculiares. No quise herir sus sentimientos, y se los di a
Tiglash Pileser;
pero ni él los ha comido. Tuve que echarlos por la ventana.


Tiglash Pileser
—exclamó Bunch acariciando el gato que ronroneaba contra sus rodillas— es muy delicado. A veces le digo que tiene estómago de realeza.

—¿Y tu muela, querida? ¿Te la sacaron?

—Sí. No fue muy doloroso, y volví a visitar a tía Jane; además...

—Pobrecilla —la interrumpió su esposo—. Espero que aún no le fallen los reflejos.

—En absoluto —repuso ella con una sonrisita.

Al día siguiente, Bunch recogió otro ramo de crisantemos para la iglesia. El sol volvía a filtrarse por la ventana del lado este. Ella se detuvo en el recuadro enjoyado sobre los peldaños del presbiterio y dijo en voz muy baja:

—Su pequeña estará muy bien. Yo me cuidaré de que lo esté. Lo prometo.

Cuando hubo colocado las flores se arrodilló en un reclinatorio para decir sus oraciones antes de regresar a la rectoría, donde le esperaban quehaceres domésticos atrasados.

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