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Authors: James Matthew Barrie

Tags: #Infantil y Juvenil, Cuento

Peter Pan (7 page)

BOOK: Peter Pan
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Matemos ahora a un pirata, para mostrar el método de Garfio. Claraboyas servirá. Al pasar, Claraboyas da un torpe bandazo contra él, descolocándole el cuello de encaje: el garfio sale disparado, se oye un desgarrón y un chillido, luego se aparta el cuerpo de una patada y los piratas siguen adelante. Ni siquiera se ha quitado los cigarros de la boca.

Así es el hombre terrible al que se enfrenta Peter Pan. ¿Quién ganará?

Tras los pasos de los piratas, deslizándose en silencio por el sendero de la guerra, que no es visible para ojos inexpertos, llegan los pieles rojas, todos ellos ojo avizor. Llevan tomahawks y cuchillos y sus cuerpos desnudos relucen de pintura y aceite. Atadas a la cintura llevan cabelleras, tanto de niños como de piratas, ya que son la tribu piccaninny y no hay que confundirlos con los delawares o los hurones, más compasivos. En vanguardia, a cuatro patas, va Gran Pantera Pequeña, un valiente con tantas cabelleras que en su postura actual le impiden un poco avanzar. En retaguardia, el puesto de mayor peligro, va Tigridia, orgullosamente erguida, princesa por derecho propio. Es la más hermosa de las Dianas morenas y la beldad de los piccaninnis, coqueta, fría y enamoradiza por turnos: no hay un solo valiente que no quisiera a la caprichosa por mujer, pero ella mantiene a raya el altar con un hacha. Mirad cómo pasan por encima de ramitas secas sin hacer el más mínimo ruido. Lo único que se oye es su respiración algo jadeante. La verdad es que en estos momentos están todos un poco gordos después de las comilonas, pero ya perderán peso a su debido tiempo. Por ahora, sin embargo, esto constituye su mayor peligro.

Los pieles rojas desaparecen como han llegado, como sombras y pronto ocupan su lugar los animales, una procesión grande y variada: leones, tigres, osos y las innumerables criaturas salvajes más pequeñas que huyen de ellos, ya que todas las clases de animales y, en particular, los devoradores de hombres, viven codo con codo en la afortunada isla. Llevan la lengua fuera, esta noche tienen hambre.

Cuando ya han pasado, llega el último personaje de todos, un gigantesco cocodrilo. No tardaremos en descubrir a quién está buscando.

El cocodrilo pasa, pero pronto vuelven a aparecer los chicos, ya que el desfile debe continuar indefinidamente hasta que uno de los grupos se pare o cambie el paso. Entonces todos se echarán rápidamente unos encima de otros.

Todos vigilan atentamente el frente, pero ninguno sospecha que el peligro pueda acercarse sigilosamente por detrás. Esto demuestra lo real que era la isla.

Los primeros en romper el círculo móvil fueron los chicos. Se tiraron sobre el césped, junto a su casa subterránea.

—Ojalá volviera Peter —decía cada uno de ellos con nerviosismo, aunque en altura y aún más en anchura eran todos más grandes que su capitán.

—Yo soy el único que no tiene miedo de los piratas —dijo Presuntuoso en ese tono que le impedía ser apreciado por todos, pero quizás un ruido lejano lo inquietara, pues añadió a toda prisa—, pero ojalá volviera y nos dijera si ha averiguado algo más sobre Cenicienta.

Se pusieron a hablar de Cenicienta y Lelo estaba seguro de que su madre debía de haber sido muy parecida a ella.

Sólo en ausencia de Peter podían hablar de madres, ya que había prohibido el tema diciendo que era una tontería.

—Lo único que recuerdo de mi madre —les dijo Avispado—, es que le decía a papá con frecuencia: «Oh, ojalá tuviera mi propio talonario de cheques». No sé qué es un talonario de cheques, pero me encantaría darle uno a mi madre.

Mientras hablaban oyeron un ruido lejano. Vosotros o yo, al no ser criaturas salvajes del bosque, no habríamos oído nada, pero ellos sí lo oyeron y era la espeluznante canción:

Viva, viva la vida del pirata,

un cráneo y dos tibias en la bandera.

Viva la alegría y una buena soga

y viva el buen Satán que nos espera.

Al instante los niños perdidos… ¿pero dónde están? Ya no están ahí. Unos conejos no podrían haber desaparecido más rápido.

Os diré dónde están. Con excepción de Avispado, que ha salido corriendo para explorar, ya están en su casa subterránea, una residencia muy agradable de la que pronto veremos muchas cosas. ¿Pero cómo han llegado a ella? Porque no se ve ninguna entrada, ni siquiera un montón de matojos que, si se apartaran, revelarían la boca de una cueva. Sin embargo, mirad con atención y puede que os deis cuenta de que hay aquí siete grandes árboles, cada uno con un agujero en el tronco hueco tan grande como un niño. Estas son las siete entradas a la casa subterránea, que Garfio ha estado buscando en vano durante tantas lunas. ¿La encontrará esta noche?

Mientras los piratas avanzaban, la rápida mirada de Starkey descubrió a Avispado que desaparecía en el bosque y al momento su pistola brilló en la oscuridad. Pero una garra de hierro lo aferró del hombro.

—Capitán, suélteme —exclamó, retorciéndose.

Ahora por primera vez oímos la voz de Garfio. Era una voz negra.

—Primero guarda esa pistola —dijo amenazadoramente.

—Era uno de los chicos que usted odia. Lo podría haber matado de un tiro.

—Sí y el ruido habría hecho que los pieles rojas de Tigridia cayeran sobre nosotros. ¿Es que quieres perder la cabellera?

—Capitán, ¿voy detrás de él —preguntó el patético Smee—, y le hago cosquillas con Johnny Sacacorchos?

Smee ponía nombres agradables a todo y su sable era Johnny Sacacorchos, porque lo retorcía en la herida. Se podrían mencionar muchos rasgos encantadores de Smee. Por ejemplo, después de matar, eran sus gafas lo primero que limpiaba en vez de su arma.

—Johnny es un chico silencioso —le recordó a Garfio.

—Ahora no, Smee —dijo Garfio tenebrosamente—. Sólo es uno y quiero acabar con los siete. Dispersaos y buscadlos.

Los piratas desaparecieron entre los árboles y al cabo de un momento su capitán y Smee se quedaron solos. Garfio soltó un profundo suspiro y no sé por qué fue, quizás fuera por la delicada belleza de la noche, pero el caso es que lo invadió el deseo de confiar a su fiel contramaestre la historia de su vida. Habló largo y tendido, pero de qué se trataba Smee, que era bastante estúpido, no tenía ni idea.

Por fin oyó el nombre de Peter.

—Sobre todo —decía Garfio con pasión—, quiero a su capitán, Peter Pan. Fue él quien me cortó el brazo.

Agitó el garfio amenazadoramente.

—He esperado mucho para estrecharle la mano con esto. Ah, lo haré pedazos.

—Pero —dijo Smee—, yo he oído a usted decir muchas veces que ese garfio valía por veinte manos, para peinarse y otros usos domésticos.

—Sí —contestó el capitán—, si yo fuera madre rezaría porque mis hijos nacieran con esto en vez de eso.

Y echó una mirada de orgullo a su mano de hierro y una de desprecio a la otra. Luego volvió a fruncir el ceño.

—Peter le echó mi brazo —dijo, estremeciéndose— a un cocodrilo que pasaba por allí.

—Ya he notado —dijo Smee— su extraño temor a los cocodrilos.

—A los cocodrilos no —le corrigió Garfio—, sino a ese cocodrilo.

Bajó la voz.

—Le gustó tanto mi brazo, Smee, que me ha seguido desde entonces, de mar en mar y de tierra en tierra, relamiéndose por lo que queda de mí.

—En cierto modo —dijo Smee—, es una especie de cumplido.

—No quiero cumplidos de esa clase —soltó Garfio con petulancia—. Quiero a Peter Pan, que fue quien hizo que ese bicho me tomara gusto.

Se sentó en una gran seta y habló con voz temblorosa.

—Smee —dijo roncamente—, ese cocodrilo ya me habría comido a estas horas, pero por una feliz casualidad se tragó un reloj que hace tic tac en su interior y por eso antes de que me pueda alcanzar oigo el tic tac y salgo corriendo.

Se echó a reír, pero con una risa hueca.

—Algún día —dijo Smee—, el reloj se parará y entonces lo cogerá.

Garfio se humedeció los labios resecos.

—Sí —dijo—, ése es el temor que me atormenta.

Desde que se sentó se había estado sintiendo extrañamente acalorado.

—Smee —dijo—, este asiento está caliente.

Se levantó de un salto.

—Por mil diablos tuertos, que me quemo.

Examinaron la seta, que era de un tamaño y una solidez desconocidos en el mundo real; intentaron arrancarla y se quedaron con ella en las manos al instante, pues no tenía raíces. Y lo que es más raro, al momento comenzó a salir humo. Los piratas se miraron el uno al otro.

—¡Una chimenea! —exclamaron los dos.

Efectivamente, habían descubierto la chimenea de la casa subterránea. Los chicos tenían por costumbre taparla con una seta cuando había enemigos en las cercanías.

No sólo salía humo por ella. También se oían voces de niños, pues tan seguros se sentían los chicos en su escondrijo que estaban charlando alegremente. Los piratas escucharon ceñudos y luego volvieron a colocar la seta. Miraron a su alrededor y vieron los agujeros de los siete árboles.

—¿Ha oído que decían que Peter Pan no está en casa? —susurró Smee, jugueteando con Johnny Sacacorchos.

Garfio asintió. Se quedó largo rato ensimismado y por fin una sonrisa helada le iluminó la cara morena. Smee la había estado esperando.

—Desembuche su plan, capitán —exclamó ansioso.

—Regresar al barco —repitió Garfio despacio y entre dientes—, y hacer un opíparo pastelón bien espeso con azúcar verde por encima. Sólo puede haber una habitación allí abajo, porque hay una sola chimenea. Esos estúpidos topos no han tenido la inteligencia de darse cuenta de que no necesitaban una puerta por persona. Eso demuestra que no tienen madre. Dejaremos el pastel en la orilla de la laguna de las sirenas. Estos chicos siempre están nadando allí, jugando con las sirenas. Encontrarán el pastel y lo engullirán, porque, al no tener madre, no saben lo peligroso que es comer un pastel pesado y húmedo.

Estalló en carcajadas, no una risa hueca esta vez, sino una risa auténtica.

—Ja, ja, ja, morirán.

Smee había estado escuchando con creciente admiración.

—Es el plan más malvado y más bonito que he oído nunca —exclamó y se pusieron a bailar y cantar entusiasmados:

Quietos cuando yo aparezco,

por miedo a ser atrapados;

nada os queda en los huesos

si Garfio os tiene enganchados.

Empezaron la estrofa, pero no llegaron a terminarla, pues se oyó otro ruido que les hizo callar. Al principio era un sonido tan débil que una hoja podría haber caído sobre él y haberlo ahogado, pero al ir acercándose se fue haciendo más fuerte.

Tic tac, tic tac.

Garfio se detuvo tembloroso, con un pie en el aire.

—El cocodrilo —dijo con voz entrecortada y salió huyendo, seguido de su contramaestre.

Efectivamente era el cocodrilo. Había adelantado a los pieles rojas, que ahora seguían el rastro de los otros piratas. Siguió deslizándose en pos de Garfio.

Una vez más los chicos salieron a la superficie, pero los peligros de la noche no se habían terminado aún, pues al poco rato se presentó Avispado corriendo sin aliento, perseguido por una manada de lobos. Los perseguidores llevaban la lengua fuera; sus aullidos eran espantosos.

—¡Salvadme, salvadme! —gritó Avispado, cayendo al suelo.

—¿Pero qué podemos hacer, qué podemos hacer?

Fue un gran cumplido para Peter el que en ese angustioso momento sus pensamientos se volvieran hacia él.

—¿Qué haría Peter? —exclamaron simultáneamente.

Casi al mismo tiempo añadieron:

—Peter los miraría por entre las piernas.

Y luego:

—Hagamos lo que haría Peter.

Es la forma más eficaz de desafiar a los lobos y como un solo chico se inclinaron y miraron por entre las piernas. El momento siguiente parece eterno, pero la victoria llegó rápido, ya que cuando los chicos avanzaron hacia ellos en esta terrible postura, los lobos agacharon el rabo y huyeron.

Entonces Avispado se levantó del suelo y los otros creyeron que sus ojos desorbitados seguían viendo a los lobos. Pero no eran lobos lo que veía.

—He visto una cosa maravillosísima —exclamó cuando se agruparon a su alrededor impacientes—. Un gran pájaro blanco. Viene volando hacia aquí.

—¿Qué clase de pájaro crees que es?

—No sé —dijo Avispado perplejo—, pero parece cansadísimo y mientras vuela va gimiendo: «Pobre Wendy».

—Recuerdo —dijo Presuntuoso al instante— que hay unos pájaros que se llaman Wendy.

—Mirad, ahí viene —gritó Rizos, señalando a Wendy en el cielo.

Wendy ya estaba casi sobre ellos y podían oír su quejido lastimero. Pero más clara se oía la estridente voz de Campanilla. La celosa hada ya había abandonado su fachada amistosa y se lanzaba contra su víctima por todas direcciones, pellizcándola salvajemente cada vez que la tocaba.

—Hola, Campanilla —gritaron los maravillados niños.

La réplica de Campanilla resonó con fuerza:

—Peter quiere que matéis a la Wendy.

No entraba en su forma de ser hacer preguntas cuando Peter daba órdenes.

—Hagamos lo que Peter desea —gritaron los ingenuos chicos—. Deprisa, arcos y flechas.

Todos menos Lelo bajaron de un salto por sus árboles. Él tenía consigo un arco y una flecha y Campanilla se dio cuenta y se frotó las manitas.

—Deprisa, Lelo, deprisa —chilló—. Peter se pondrá muy contento.

Lelo puso emocionado la flecha en el arco.

—Aparta, Campanilla —gritó y luego disparó y Wendy cayó revoloteando al suelo con un dardo en el pecho.

6
La casita

El bobo de Lelo se erguía como un conquistador sobre el cuerpo de Wendy cuando los demás chicos saltaron, armados, de sus árboles.

—Llegáis tarde —exclamó con orgullo—. He matado a la Wendy. Peter estará muy satisfecho de mí.

Por encima Campanilla gritó:

—Cretino.

Y salió disparada a esconderse. Los otros no la oyeron. Se habían apiñado alrededor de Wendy y mientras la miraban se hizo un tremendo silencio en el bosque. Si el corazón de Wendy hubiera estado latiendo, todos lo habrían oído. Presuntuoso fue el primero que habló.

—Esto no es un pájaro —dijo en tono asustado—. Creo que debe de ser una dama.

—¿Una dama? —dijo Lelo y se echó a temblar.

—Y la hemos matado —dijo Avispado con voz ronca. Todos se quitaron los gorros.

—Ahora lo entiendo —dijo Rizos—, nos la traía Peter.

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