—Ha escandalizado usted al amigo Hastings. Tenga usted cuidado. Acuérdese de que está un poco atrasado, porque ha vuelto hace poco de las vastas y claras llanuras de la Argentina. Aún no ha tenido tiempo de familiarizarse con las costumbres de hoy...
—Pues no hay que escandalizarse —replicó Esa, mirándome de frente—; quiero decir que esos tipos existen, y que todo el mundo lo sabe. ¿Y por qué no había de llamarle abyecto? ¿Acaso no lo merece? En fin, la infeliz Frica se vio en aquella época reducida a no saber cómo salir del paso.
—Comprendo, comprendo; una historia fea. ¿Y el otro amigo suyo, el bueno del comandante Challenger?
—¿George? Le he conocido siempre. Es decir, desde hace cinco años. Es un buen muchacho.
—Que quisiera casarse con usted..., ¿verdad?
—Me habla de ello de cuando en cuando, a ratos perdidos o después de haber bebido dos vasos de lo bueno.
—¿Y usted permanece insensible?
—¿Por qué habíamos de casarnos George y yo? Ni él ni yo tenemos un céntimo. Además, a su lado me aburriría mortalmente. Es el tipo a quien se le ha metido en la cabeza ser «patricio» o «amoldarse a las tradiciones»... Esto aparte, tiene lo menos cuarenta años.
La observación me lastimó un poco.
—Ya —dijo riendo Poirot—, tiene un pie en la sepultura... No; no tema haberme ofendido, señorita. Yo soy un abuelo, un vejestorio... Quisiera algunos otros pormenores respecto a los peligros corridos. Por ejemplo, el cuadro...
—Ha vuelto a su puesto, previa sustitución de la cuerda que lo sostenía. Venga a verlo si quiere.
Nos abrió paso y la acompañamos a su dormitorio. El referido cuadro era una pintura al óleo, encerrada en un pesado marco. Estaba colgada en la pared, precisamente sobre la cabecera del lecho. Poirot, después de decir «Permítame, señorita», se quitó los zapatos y se puso en pie en la cama. Examinó el sostén y, como pudo, el peso del cuadro. Hizo una mueca elocuente y volvió a bajar, diciendo:
—Si esto le hubiera caído a usted encima, hubiera sido un mal negocio. ¿También era de alambre el primitivo sostén?
—Sí, pero no tan grueso. Éste es más sólido.
—Muy bien. ¿Y examinó usted el punto de la rotura? ¿Fueron limados los extremos de los dos pedazos? ¿Los observó usted?
—Me parece que sí, pero no lo examiné muy atentamente. ¿Por qué había de darme que pensar?
—Eso precisamente, ¿por qué? En fin, me gustaría ver ese alambre. ¿Sabe usted dónde está?
—Quedó junto al cuadro, pero probablemente el operario que vino a cambiarlo lo tiraría.
—¡Lástima! Me hubiera gustado verlo.
—¿No cree usted que fuera un caso fortuito? No puede ser otra cosa.
—Podría ser, no es posible asegurar nada. Pero el desperfecto producido en el automóvil, ese indudablemente no fue un caso fortuito. ¿Y el pedrusco desprendido de la pendiente...? Me gustaría ver hasta dónde rodó.
Esa nos condujo a través del jardín: hasta el sendero del desprendimiento, bajo el cual centelleaba el mar. Se detuvo en el punto en que había ocurrido el incidente, que volvió a describir al muy atento Poirot, el cual, cuando calló la joven, le preguntó:
—¿De cuántos modos se puede llegar a su jardín, señorita?
—Hay la calle de enfrente, la que pasa por delante de la casita; hay también una puerta de servicio en la tapia, en la mitad del callejón. Existe al mismo tiempo una salida aquí, en lo alto de las rocas. El sendero que de ella parte conduce, serpenteando, del mar al Majestic. Además, naturalmente, se puede muy bien entrar en el jardín desde el hotel, cruzando el seto. Así he entrado yo esta mañana. Y cruzando el jardín se acorta para ir a la ciudad.
—¿En dónde trabaja de ordinario su jardinero?
—Anda por el huerto o permanece sentado en el cobertizo de los aperos, afilando una hoz o guadaña.
—¿Ese cobertizo está en la otra parte de la casa?
—Exactamente.
—¿Así que si alguno viniese a quitar de su equilibrio una piedra, podría hacerlo sin que le vieran?
Vi sobresaltarse a Esa.
—¿Quiere usted decir que alguien ha procedido de ese modo? No llega a convencerme. Esa acción hubiera sido fútil.
Poirot sacó otra vez del bolsillo la bala del revólver.
—Pero esto no ha sido una acción fútil, señorita —insistió amablemente.
—Eso habrá sido el acto de un loco.
—Pudiera ser. Es muy comprensible que guste entablar en las veladas una discusión respecto del problema de la supuesta locura de todos los delincuentes. Tal vez haya en ellos una defectuosa formación de la sustancia gris. Es probable. Pero eso es cosa que compete al médico. Mi misión es distinta. Yo debo cuidarme de la víctima, no del criminal. Pienso en usted, señorita, y no en su desconocido agresor. Usted es joven y bella; el mundo está para usted lleno de promesas, le espera la vida y el amor. Eso es lo que yo pienso... Dígame, esos amigos suyos, es decir, mistress Rice y míster Lazarus, ¿cuánto tiempo llevan en estos parajes?
—Frica llegó aquí el miércoles. Estuvo dos días con unos amigos en los alrededores de Tavistock y vino a Saint Loo ayer. Jim ha estado de excursión no sé por dónde.
—¿Y el comandante Challenger?
—Ése vive en Davenport. Viene con su auto cuando puede, generalmente los sábados, para concluir aquí la semana.
Poirot movió la cabeza y permaneció un rato sin abrir la boca; pero, mientras volvíamos a la casa, rompió de pronto el silencio para preguntar:
—¿Tiene usted alguna amiga de la que pueda fiarse totalmente?
—Frica.
—Aparte de ésta, ¿no tiene otra?
—No sabría... Es decir, sí, lo sé... Pero ¿por qué me lo pregunta?
—Porque quisiera que tuviese usted aquí, a su lado, una amiga de confianza, y cuanto antes.
—¡Oh!
Esa pareció titubear y quedóse muda un momento, reflexionando. Luego, con acento no muy convencido, murmuró:
—Creo que podría mandar venir a Maggie...
—¿Quién es Maggie?
—Una de las primas de quien le hablaba a usted hace un rato. Son un familión. El padre es eclesiástico, es pastor. Maggie y yo somos casi de la misma edad. La invito de cuando en cuando a pasar alguna temporada conmigo en verano. A decir verdad, su compañía no es muy animada: ¡es tan candorosa la pobre! Pensaba dispensarme de invitarla este año.
—Pues su prima nos conviene mucho para este caso, señorita. Es precisamente el tipo de compañera que yo le hubiese escogido a usted, si pudiese.
—Pues bien —dijo entre suspiros Esa—: la telefonearé. No sabría a qué otra persona llamar en este momento; porque todos han fijado ya su programa de vacaciones; mientras que ella, si no ha de presenciar ninguna función de Sociedad Coral o alguna Fiesta de las Madres, vendrá inmediatamente de seguro. Pero no comprendo qué utilidad pueda tener su presencia en La Escollera.
—¿Podría usted conseguir de su prima que durmiera en el mismo cuarto que usted?
—Creo que sí.
—¿Y no se le ocurrirá que se le pide un favor extraño?
—Maggie no piensa, obra. Es persona seria. Efectúa obras cristianas con fe y perseverancia... En fin, le telegrafiaré que venga el lunes.
—¿Y por qué no mañana?
—¿Mañana? ¿Con un tren dominguero? Creerían que estoy moribunda; no, le diré que venga el lunes... Usted le enterará del tremendo hecho que me amenaza.
—Veremos... ¿Aún toma usted la cosa a guasa? Es usted valiente de veras...
—Es una diversión... —repuso Esa.
Me pareció sentir en su voz un acento extraño. La miré atentamente y hubiera jurado que no nos expresaba todo su pensamiento. Habíamos vuelto al salón. Poirot dijo:
—¿Lee usted la
Gaceta de Saint Loo
?
—No muy atentamente. La he abierto para ver la hora de las mareas, que la
Gaceta
trae cada semana.
—Comprendo... Y dígame: ¿ha pensado usted alguna vez en hacer testamento?
—Sí: lo hice hace seis meses, antes que me operasen de apendicitis. Me aconsejaron que lo hiciese, y lo hice. Aquel día me pareció ser un personaje importante.
—¿Y cuáles eran sus disposiciones testamentarias?
—Dejaba a Charles La Escollera. Casi no tenía ninguna otra cosa que dejar, pero lo poco que pudiera sobrar se lo legaba a Frica. Eso, que creo que llamaban el pasivo, me imagino que excedería del activo de los legados.
Poirot aprobó distraídamente.
—Tengo que marcharme ahora. Hasta la vista, señorita... Le recomiendo que esté en guardia.
—¿Contra quién?
—Inteligente es la pregunta; sí, éste es el punto flaco, que no sabe de quién ha de guardarse usted; pero no se apure, señorita, que dentro de pocos días habré descubierto la verdad.
—Y hasta entonces, cuidado con los tóxicos, las bombas, los pistoletazos, los accidentes de auto, las flechas envenenadas —dijo, riéndose, Esa.
—No se ría de sí misma —repuso gravemente Poirot. En el momento de trasponer el umbral de la puerta, volvióse y preguntó—: ¿Qué cantidad le ofrecía míster Lazarus por el retrato del abuelo?
—Cincuenta libras esterlinas.
—¡Ah! —balbució mi amigo, mientras alzaba de nuevo los ojos para examinar el astuto rostro del
Diablote
.
—Pero, como ya le he dicho, no he querido deshacerme del magnífico retrato de mi querido viejo.
—Comprendo, comprendo —respondió Poirot.
—Poirot —dije apenas estuvimos otra vez en la calle—, quiero comunicarle una cosa.
—Diga, querido.
Le conté la versión que me había dado mistress Rice respecto de la avería del automóvil.
—Es un detalle interesante. Sabido es que existen pobres criaturas vanas, histéricas, que creen darse importancia inventando maravillosas aventuras de peligros de que se han librado. El tipo es archiconocido. Hay locuelos capaces de herirse gravemente para dar más colorido a sus invenciones.
—¿Y no cree usted...?
—¿Que esa señorita pertenezca a la categoría de las histéricas? No, por cierto. Habrá usted observado que no me ha sido fácil convencerla de los peligros corridos. Se ha mantenido casi incrédula hasta lo último. Está muy a la altura de los tiempos esa muchacha. Sin embargo, el comentario de mistress Rice es sintomático. ¿Por qué lo habrá formulado ahora? No era cosa para decirlo, aunque fuese verdad; era una charla atolondrada, inútil y antipática.
—Es muy cierto —dije yo—; la declaración de mistress Rice no venía a cuento en nuestra conversación, nada tenía que ver en ella.
—Es extraño, muy extraño... Los detalles extraños conviene sacarlos a plena luz. Son muy significativos, pues indican el camino que ha de seguirse.
—¿Para ir... adonde?
—Ha puesto usted el dedo en la llaga, mi buen amigo. ¿Adonde? ¿Adonde vamos...? Desgraciadamente no lo sabremos hasta que hayamos llegado a la meta.
—¿Quiere usted explicarme por qué toma tan a pecho la llegada de esa prima?
Hércules se puso serio y alzando el índice me apostrofó con vehemencia:
—Pero piense usted, hombre, en las espinas de la situación... ¿No comprende que estamos atados de manos? Encontrar un asesino después de cometer un delito es cosa fácil, por lo menos fácil para un detective de mi habilidad. Puede decirse que el delincuente deja su propia firma sobre el hecho consumado... Pero aquí no ha habido delito, y lo que queremos precisamente es impedir que éste llegue a cometerse... Impedirlo, prevenirlo: he ahí la mayor dificultad. ¿Cuál es nuestro principal objeto? Que la muchacha quede incólume; ardua empresa, sí, muy ardua... No podemos vigilarla día y noche. No podemos pasar la noche en la habitación de una muchacha... El caso es crítico. La única cosa que podemos hacer es poner obstáculos a los propósitos del asesino, avisándole y poniéndole cerca un testigo perfectamente imparcial. Con eso le suministramos defensas insuperables, aun para el más canalla de los malintencionados...
Se interrumpió, y luego, con un acento muy distinto, siguió diciendo:
—Sin embargo, me espanta...
—¿El qué?
—El hecho de que nos hallamos frente a un canalla muy astuto. No estoy nada tranquilo, no, absolutamente nada.
No pude menos de decirle que sus temores me ponían nervioso.
—Nervioso estoy yo también —me respondió al momento—. Escúcheme; aquella
Gaceta
semanal de Saint Loo estaba doblada de manera que quedase ante los ojos del lector una columna. ¿Sabe usted cuál? Pues precisamente aquella que anunciaba: «Actualmente se hospedan en el hotel Majestic monsieur Hércules Poirot y el capitán Hastings.» Ahora bien: supóngase usted que el desconocido agresor haya leído este anuncio. Seguramente conocerá mi nombre, pues todos lo conocen.
Yo le hice observar que miss Buckleys lo ignoraba.
—Esa es una cabeza de pájaros; no hace al caso. Pero un hombre reflexivo, un delincuente experto, sabe muy bien quién soy yo, y debe de tener miedo, debe de estar inquieto, debe dirigirse preguntas angustiosas. Después de un tercer atentado contra la vida de la muchacha ve aparecer en el horizonte a Hércules Poirot. ¿Será pura coincidencia? ¿Y temerá que no lo sea? ¿Qué decisión cree usted que adoptará entonces?
—Querrá contemporizar, procurando no dejarse descubrir...
—Ya... Ya... O también, si es de veras audaz, querrá dar su golpe pronto, de un modo fulminante. Y aun antes que yo haya llevado a feliz término mis investigaciones..., ¡paf!, muere la muchacha. Así procedería un tipo bien resuelto.
—Pero ¿por qué supone usted un lector de esa noticia que no sea miss Esa?
—Porque, cuando me he dado a conocer, mi nombre no le ha recordado nada, su rostro no ha mudado de expresión y, además, nos ha explicado que en la
Gaceta
semanal sólo buscaba el horario de las mareas. Pues bien: en aquella página no estaba la tabla de mareas.
—Así, usted cree que en aquella casa hay alguno...
—Alguno que está allí, o alguno que frecuenta la casa. Y entrar en ella es fácil: la puerta-vidriera ha quedado abierta. Los íntimos de la muchacha deben de ir y venir fácilmente y de continuo.
—¿Tiene usted alguna idea, alguna sospecha?
Poirot hizo con las palmas de las manos vueltas hacia fuera un acostumbrado movimiento suyo de desaliento.
—Ninguna. El motivo de la acción delictuosa no puede ser claro, lo he comprendido inmediatamente. Y por eso se siente seguro el agresor, por eso ha obrado con tanta audacia esta mañana. A juzgar por las apariencias, nadie tiene interés en suprimir a la Buckleys. ¿La propiedad, La Escollera? Le corresponderá al primo; pero éste no puede tener mucha prisa por entrar en posesión de una casa en ruinas y, además, con una fuerte hipoteca. La Escollera no representa para él un conjunto de tradiciones familiares, puesto que no es ningún Buckleys. Iremos a conocer personalmente a ese señor Charles Vyse; pero sería absurdo abrigar ninguna sospecha contra él. Está también la amiga del alma, la de los ojos soñadores y de la cara de «virgen cansada».