Pedro Páramo (14 page)

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Authors: Juan Rulfo

Tags: #Cuento, Relato

BOOK: Pedro Páramo
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—Vete pues, antes que se despierte mi hijo. Se le agria mucho el genio cuando amanece después de una borrachera. Vete volando y no se te olvide darle mi encargo a tu mujer.

Salió de la tienda dando estornudos. Aquello era pura lumbre; pero, como le habían dicho que así se subía más pronto, sorbió un trago tras otro, echándose aire en la boca con la falda de la camisa. Luego trató de ir derecho a su casa donde lo esperaba la Refugio; pero torció el camino y echó a andar calle arriba, saliéndose del pueblo por donde lo llevó la vereda.

—¡Damiana! —llamó Pedro Páramo—. Ven a ver qué quiere ese hombre que viene por el camino.

Abundio siguió avanzando, dando traspiés, agachando la cabeza y a veces caminando en cuatro patas. Sentía que la tierra se retorcía, le daba vueltas y luego se le soltaba; él corría para agarrarla, y cuando ya la tenía en sus manos se le volvía a ir, hasta que llegó frente a la figura de un señor sentado junto a una puerta. Entonces se detuvo:

—Denme una caridad para enterrar a mi mujer —dijo.

Damiana Cisneros rezaba: «De las asechanzas del enemigo malo, líbranos, Señor». Y le apuntaba con las manos haciendo la señal de la cruz.

Abundio Martínez vio a la mujer de los ojos azorados, poniéndole aquella cruz enfrente, y se estremeció. Pensó que tal vez el demonio lo había seguido hasta allí, y se dio vuelta, esperando encontrarse con alguna mala figuración. Al no ver a nadie, repitió:

—Vengo por una ayudita para enterrar a mi muerta.

El sol le llegaba por la espalda. Ese sol recién salido, casi frío, desfigurado por el polvo de la tierra.

La cara de Pedro Páramo se escondió debajo de las cobijas como si se escondiera de la uz, mientras que los gritos de Damiana se oían salir más repetidos, atravesando los campos: «¡Están matando a don Pedro!».

Abundio Martínez oía que aquella mujer gritaba. No sabía qué hacer para acabar con esos gritos. No le encontraba la punta a sus pensamientos. Sentía que los gritos de la vieja se debían estar oyendo muy lejos. Quizá hasta su mujer los estuviera oyendo, porque a él le taladraban las orejas, aunque no entendía lo que decía. Pensó en su mujer que estaba tendida en el catre, solita, allá en el patio de su casa, adonde él la había sacado para que se serenara y no se apestara pronto. La Cuca, que todavía ayer se acostaba con él, bien viva, retozando como una patrona, y que lo mordía y le raspaba la nariz con su nariz. La que le dio aquel hijito que se les murió apenas nacido, dizque porque ella estaba incapacitada: el mal de ojo y los fríos y la rescoldera y no sé cuántos males tenía su mujer, según le dijo el doctor que fue a verla ya a última hora, cuanto tuvo que vender sus burros para traerlo hasta acá, por el cobro tan alto que le pidió. Y de nada había servido… La Cuca, que ahora estaba allá aguantando el relente, con los ojos cerrados, ya sin poder ver amanecer; ni este sol ni ningún otro.

—¡Ayúdenme! —dijo—. Denme algo.

Pero ni siquiera él se oyó. Los gritos de aquella mujer lo dejaban sordo.

Por el camino de Comala se movieron unos puntitos negros. De pronto los puntitos se convirtieron en hombres y luego estuvieron aquí, cerca de él. Damiana Cisneros dejó de gritar. Deshizo su cruz. Ahora se había caído y abría la boca como si bostezara.

Los hombres que habían venido la levantaron del suelo y la llevaron al interior de la casa.

—¿No le ha pasado nada a usted, patrón? —preguntaron.

Apareció la cara de Pedro Páramo, que sólo movió la cabeza.

Desarmaron a Abundio, que aún tenía el cuchillo lleno de sangre en la mano:

—Vente con nosotros —le dijeron—. En un buen lío te has metido.

Y él los siguió.

Antes de entrar en el pueblo les pidió permiso. Se hizo a un lado y allí vomitó una cosa amarilla como de bilis. Chorros y chorros, como si hubiera sorbido diez litros de agua. Entonces le comenzó a arder la cabeza y sintió la lengua trabada:

—Estoy borracho —dijo.

Regresó a donde estaban esperándolo. Se apoyó en los hombros de ellos, que lo llevaron a rastras, abriendo un surco en la tierra con la punta de los pies.

Allá atrás, Pedro Páramo, sentado en su equipal, miró el cortejo que se iba hacia el pueblo. Sintió que su mano izquierda, al querer levantarse, caía muerta sobre sus rodillas; pero no hizo caso de eso. Estaba acostumbrado a ver morir cada día alguno de sus pedazos. Vio cómo se sacudía el paraíso dejando caer sus hojas: «Todos escogen el mismo camino. Todos se van». Después volvió al lugar donde había dejado sus pensamientos.

«Susana —dijo. Luego cerró los ojos—. Yo te pedí que regresaras…

»… Había una luna grande en medio del mundo. Se me perdían los ojos mirándote. Los rayos de la luna filtrándose sobre tu cara. No me cansaba de ver esa aparición que eras tú. Suave, restregada de luna; tu boca abullonada, humedecida, irisada de estrellas; tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche. Susana, Susana San Juan.»

Quiso levantar su mano para aclarar la imagen; pero sus piernas la retuvieron como si fuera de piedra. Quiso levantar la otra mano y fue cayendo despacio, de lado, hasta quedar apoyada en el suelo como una muleta deteniendo su hombro deshuesado.

«Ésta es mi muerte», dijo.

El sol se fue volteando sobre las cosas y les devolvió su forma. La tierra en ruinas estaba frente a él, vacía. El calor caldeaba su cuerpo. Sus ojos apenas se movían; saltaban de un recuerdo a otro, desdibujando el presente. De pronto su corazón se detenía y parecía como si también se detuviera el tiempo y el aire de la vida.

«Con tal de que no sea una nueva noche», pensaba él.

Porque tenía miedo de las noches que le llenaban de fantasmas la oscuridad. De encerrarse con sus fantasmas. De eso tenía miedo.

«Sé que dentro de pocas horas vendrá Abundio con sus manos ensangrentadas a pedirme la ayuda que le negué. Y yo no tendré manos para taparme los ojos y no verlo. Tendré que oírlo, hasta que su voz se apague con el día, hasta que se le muera su voz».

Sintió que unas manos le tocaban los hombros y enderezó el cuerpo, endureciéndolo.

—Soy yo, don Pedro —dijo Damiana—. ¿No quiere que le traiga su almuerzo?

Pedro Páramo respondió:

—Voy para allá. Ya voy.

Se apoyó en los brazos de Damiana Cisneros e hizo intento de caminar. Después de unos cuantos pasos cayó, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras.

JUAN NEPOMUCENO CARLOS PÉREZ RULFO VIZCAÍNO (de nombre artístico Juan Rulfo), (Sayula, México, 1918 - Ciudad de México, 1986) Escritor, guionista y fotógrafo mexicano. Creció en el pequeño pueblo de San Gabriel, villa rural dominada por la superstición y el culto a los muertos, y sufrió allí las duras consecuencias de las luchas cristeras en su familia más cercana (su padre fue asesinado). Esos primeros años de su vida habrían de conformar en parte el universo desolado que Juan Rulfo recreó en su breve pero brillante obra.

En 1934 se trasladó a Ciudad de México, donde trabajó como agente de inmigración en la Secretaría de la Gobernación. A partir de 1938 empezó a viajar por algunas regiones del país en comisiones de servicio y publicó sus cuentos más relevantes en revistas literarias.

En los quince cuentos que integran
El llano en llamas
(1953), Juan Rulfo ofreció una primera sublimación literaria, a través de una prosa sucinta y expresiva, de la realidad de los campesinos de su tierra, en relatos que trascendían la pura anécdota social.

En su obra más conocida,
Pedro Páramo
(1955), Rulfo dio una forma más perfeccionada a dicho mecanismo de interiorización de la realidad de su país, en un universo donde cohabitan lo misterioso y lo real, y obtuvo la que se considera una de las mejores obras de la literatura iberoamericana contemporánea.

Rulfo escribió también guiones cinematográficos como
Paloma herida
(1963) y otra novela corta magistral,
El gallo de oro
(1963). En 1970 recibió el Premio Nacional de Literatura de México, y en 1983, el Príncipe de Asturias de la Letras.

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