Poco después los guerreros estaban montados y se remontaban en espiral hacia el cielo, en torno a la columna de humo que salía de la pira de Xanthar; a continuación formaron en una línea y se dirigieron hacia el sur. Doscientos búhos volaban sin jinete. Tanis observaba desde
Ala Dorada
cómo el guía principal de los Bárbaros de Hielo, que cabalgaba sobre un ave gris, se situaba a la cabeza de la formación, seguido por otros tres exploradores. Muy pronto, los cuatro se habían perdido de vista, adelantándose al resto para examinar el terreno.
Caven y
Mancha
marchaban en la retaguardia e iban de uno a otro guerrero dando consejos y animando a los voladores neófitos. Brittain, montado sobre un búho gris y blanco al que apodaba
Cortavientos,
iba situado cerca de Tanis. El viento soplaba con demasiada fuerza para poder mantener una conversación a menos que se hablara a gritos, de manera que el semielfo y el cabecilla de los Bárbaros de Hielo se comunicaban mediante señas.
Una hora más tarde, los exploradores aparecieron en el horizonte, dirigiéndose hacia el grupo:
—¡Están justo detrás de aquella elevación! —gritó Delged, el guía principal, a Brittain y a Tanis—. Parapetados tras una muralla de bloques de hielo.
—Describe el campamento —ordenó el semielfo.
—Un millar de minotauros, hombres morsas y ettins —contestó Delged, con el rostro enrojecido por el aire y el frío.
Tanis presionó con las rodillas para indicar a
Ala Dorada
que se acercara a
Cortavientos.
—¿Y nuestra gente? —preguntó Brittain al explorador.
—Un centenar de cautivos —respondió el hombre—. Encerrados en jaulas, hacia el este.
—¿Sólo un centenar? —insistió Brittain—. ¡Fueron muchos más los que capturaron en los poblados atacados!
El guía eludió los ojos un momento y después contestó:
—Hay cuerpos de miembros del Pueblo tirados por el glaciar. Algunos…, algunos parecen haber sido devorados.
Los tres hombres se sumieron en el silencio. Al cabo de un rato, cuando las relucientes partes altas de los bloques de hielo se divisaron, Tanis hizo que
Ala Dorada
trazase una amplia espiral. Los demás los siguieron y se situaron en la formación de ataque que habían planeado.
El lugarteniente de Brittain, encargado de liberar a los cautivos, se apartó hacia la izquierda junto con otros cuarenta guerreros y búhos. Brittain y
Cortavientos
dirigirían la fuerza principal, que se zambulló casi en picado y después remontó pesadamente el vuelo; cada búho portaba en sus garras un trozo de hielo.
—¡Al ataque! —ordenó Brittain mientras pasaban sobre la muralla de hielo.
La horda de minotauros, thanois y trolls de dos cabezas alzaron la vista al cielo, estupefactos. En ese momento, los búhos cambiaron su técnica de vuelo, de manera que las alas golpeaban el aire con fuerza en lugar de deslizarse silenciosamente. El estruendo resultante retumbó en el aire matinal, aterrorizando aún más si cabe al desconcertado enemigo. Los thanois y los ettins se dispersaron; sólo los minotauros permanecieron en sus puestos, aprestándose a la batalla con tranquila indiferencia.
Cortavientos,
a la cabeza, dejó caer el trozo de hielo sobre un minotauro, que se desplomó en el suelo. Un charco de sangre tiñó el blanco terreno. El enemigo caído no se movió, y la fuerza atacante prorrumpió en vítores al tiempo que docenas de proyectiles helados llovían sobre las tropas de Valdane.
—¿Dónde está el cabecilla? —gritó Tanis.
Brittain recorrió con la mirada las fuerzas enemigas, pero fue Delged, el explorador, quien respondió al semielfo:
—¡Allí! —Señaló una figura corpulenta, equipada con un correaje de cuero, que blandía un hacha de guerra—. ¡El minotauro! Lo llaman Toj.
—Pero ¿qué pasa con la mujer? —demandó Brittain—. ¿Has visto a la mujer de la que nos hablaron?
Delged negó con la cabeza.
—Tal vez fuera sólo un rumor —sugirió Tanis. Brittain lo miró como si no estuviera convencido, pero no dijo nada. Después, el cabecilla de los Bárbaros de Hielo hizo un gesto al semielfo, se ajustó la capucha, y guió a
Cortavientos
y al resto de las tropas a un nuevo ataque.
Para entonces, más de un centenar de soldados enemigos yacían inmóviles en el suelo, y Brittain no había perdido a uno solo de sus hombres. Nuevos vítores se alzaron de las tropas de los Bárbaros de Hielo, secundados por los cautivos que aguardaban abajo. Tanis escudriñó el campamento una y otra vez. Caven y
Mancha
se acercaron a él.
—¿Ves alguna señal de Kit? —preguntó el kernita.
—Nada.
—¿Y de Valdane y Janusz?
—De ninguno de ellos.
—Estupendo. Los hemos cogido por sorpresa.
Los minotauros habían comprendido que un abultado número de fuerzas agrupadas resultaba vulnerable a los ataques aéreos, por lo que se dispersaron y prepararon catapultas para entrar en acción. Los hombres toros se impusieron a los desorganizados ettins obligándolos a tomar parte en la batalla a pesar de sí mismos. Poco después, las fuerzas de Brittain tenían que esquivar los mismos trozos de hielo que antes habían arrojado sobre los minotauros. Tanis vio que uno de los proyectiles alcanzaba y rompía el ala de un búho; el ave y el guerrero de los Bárbaros de Hielo se precipitaron sobre el campamento de Valdane con un grito escalofriante. Una segunda andanada de las catapultas mató a otros tres búhos y a sus jinetes.
Un nuevo grito se alzó allá abajo, hacia el este. Tanis divisó a una veintena de guerreros que blandían sus Quebrantadores de Hielo y guiaban a los búhos para que sobrevolaran a los guardias thanois, y propinaban golpes a diestro y siniestro con sus armas de hielo. Entonces, más búhos, equipados con arneses pero sin jinetes, hicieron una pasada baja sobre las jaulas de los cautivos y utilizaron sus garras para hacer pedazos a los hombres morsas. Siguió un tercer ataque, y en esta ocasión cada búho sin jinete remontó el vuelo con un prisionero suspendido de sus garras. Aferrándolos por las ropas, las aves sacaban a los prisioneros del campamento, después aterrizaban e instaban a los rescatados a que se subieran a sus espaldas. Los cautivos estaban débiles, pero los más aguerridos se subieron animosos a los búhos gigantes. Las fuerzas atacantes aumentaron a medida que las aves liberaban al resto de los prisioneros.
En ese momento,
Mancha
emitió un grito, coreado por Caven. Un aserrado trozo de hielo, lanzado por una catapulta, se dirigía veloz hacia ellos.
Mancha
se zambulló desesperadamente a la derecha, en tanto que
Ala Dorada
viraba a la izquierda. Acostumbrado ya a los inesperados cambios de vuelo de los búhos, Tanis se aferró de manera refleja al arnés y se apretó contra la espalda del ave. Pero Caven se tambaleó y soltó las dos manos del arreo.
Mancha
intentó rectificar su movimiento al tiempo que Mackid se inclinaba hacia el otro lado. Con un grito, el kernita resbaló de la espalda de
Mancha
y se precipitó al suelo. El búho se lanzó en picado tras él.
Tanis dio unos golpecitos en el ala de su montura.
—¡Ayúdalos! —ordenó el semielfo—. ¡Estoy bien sujeto, no me pasará nada! ¡Ve!
Sin la menor vacilación,
Ala Dorada
se zambulló tras
Mancha.
Tanis se agarró con todas sus fuerzas al arnés; los ojos le lagrimeaban por la velocidad del descenso, y el viento helado silbaba en sus oídos.
Ala Dorada
se zambullía casi en vertical; sus alas, pegadas a los costados, sujetaban las piernas del semielfo.
Mancha
descendía del mismo modo. Pronto estuvo a la altura de Caven, y luego por debajo de él.
La montura de Tanis descendió como una flecha hasta quedar a escasos palmos del kernita; entonces extendió las alas con un sonido seco, levantó la emplumada cabeza, bajó la apaisada cola bruscamente, y sus patas se dispararon hacia adelante. Las garras del búho se cerraron sobre la espalda de Caven, la sujetaron un instante, y acto seguido la soltaron.
La maniobra hizo que
Ala Dorada y
Tanis giraran alocadamente, pero frenó el descenso de Mackid. El kernita cayó despatarrado sobre la espalda de
Mancha,
agarró el arnés, y se aferró a él. Los dos búhos aletearon frenéticamente mientras el suelo les salía el encuentro en un acelerado remolino vertiginoso. Consiguieron aterrizar en la nieve, pero
Mancha
dio un bandazo lateral que lanzó a Caven contra el suelo bruscamente, y
Ala Dorada
dio dos volteretas. Tanis resbaló por la nieve mientras el dorado búho rodaba sobre sí mismo.
—¡Muerte a los humanos!
El timbre de la voz era profundo y tenía un extraño acento. El semielfo se esforzó por incorporarse cuanto antes para hacer frente a la nueva amenaza; se quedó paralizado cuando reparó en que el grito no iba dirigido a él. Delante del aturdido Caven Mackid se encontraba el minotauro que Delged había identificado como Toj. Un aro colgaba de su nariz, y otro de una oreja. El musculoso brazo blandía un hacha de doble hoja. La criatura lanzó el grito de guerra de Mithas. Por todas partes resonaba el clamor de minotauros, ettins y thanois mientras luchaban y morían.
Desorientado, Caven se incorporó sobre las rodillas y tanteó buscando su espada, pero el arma había desaparecido entre la nieve. El rugido del minotauro se tornó risotada, y el bronco sonido levantó ecos en el helado paisaje. Tanis alargó la mano para coger su propia espada; sintió la presencia de
Ala Dorada
a su lado, y el búho dejó caer el arma del semielfo en la nieve, a sus pies. Con un nuevo rugido, el minotauro alzó el hacha sobre la cabeza del kernita.
—¿Es así como los minotauros de Mithas se enfrentan al enemigo? —gritó Tanis a la bestia—. ¿Atacándolo cuando está desarmado?
El semielfo, con la espada presta, avanzó hacia el hombre toro. La criatura lo aventajaba en altura con mucho, ya que Tanis apenas le llegaba al hombro. El minotauro se movió pesadamente hacia él, gruñendo.
—Unas palabras muy fieras para ser dichas por un escuálido elfo.
A espaldas de Toj, Caven se había puesto de pie y recuperaba su arma. Entonces, aprovechando la distracción del minotauro, el kernita lo atacó por detrás. Tanis se lanzó a la refriega.
Toj frenó con destreza la arremetida, haciendo retroceder al humano y al semielfo, y rechazando a los thanois y ettins que habían venido en su auxilio. Los otros minotauros no ofrecieron ayuda; se limitaron a asentir con actitud grave y reanudaron el ataque con las catapultas contra las fuerzas voladoras. El hacha de doble hoja de Toj se balanceó frente a Tanis y Caven; el hombre toro sostenía en la mano izquierda un látigo largo.
—Podemos vencerlo —le dijo a Mackid el semielfo.
—Lo sé —respondió el kernita. Tanis advirtió que ahora no había señal alguna de temor en el hombre; el mercenario ansiaba combatir con Toj—. Los minotauros también tienen sus puntos débiles.
—No estés tan seguro de ello, humano —replicó Toj—. A ti y a tu amigo elfo os convendría rendiros ahora.
—No lo hagas, Tanis —advirtió Caven—. Te mataría. Los minotauros no cogen prisioneros.
¿Cuál sería el punto débil de este minotauro?, se preguntó Mackid. ¿El juego, quizá? Fue así como había ganado a
Maléfico,
después de todo.
—Tal vez las fuerzas estén equilibradas, hombre toro: uno contra dos —dijo en voz alta, dirigiéndose al cabecilla de los minotauros—. Quizás a los tres nos convendría arreglar esto con una partida de dados.
—¿Dados? —repitió Toj. El balanceo del hacha cesó un instante mientras la bestia contemplaba de hito en hito al kernita—. ¿Propones
un juego
en el campo de batalla? —La incredulidad era patente en sus palabras; las pezuñas rascaron el hielo con agitación.
—A menos que tengas miedo de perder —comentó Caven, adoptando un tono indiferente—. Lo que sucedería, probablemente. Tengo buena mano con los dados.
—No pienso tragarme el anzuelo, humano —resopló Toj.
—El ganador se queda con todo —continuó Mackid—. Si ganas, somos tus prisioneros. Si ganamos nosotros, te prenderemos a ti. —Luego susurró a Tanis—: Prepárate para atacar.
Toj estaba inmóvil; todavía sostenía el hacha con la mano derecha, y el látigo con la izquierda. Una expresión astuta se plasmó en sus bovinos rasgos.
—Merece la pena intentarlo —dijo por fin.
Caven, sin soltar la espada, echó a andar hacia el minotauro. Entonces, el kernita se abalanzó contra la criatura, arremetiendo con el arma.
—¡Ahora, Tanis! —gritó.
Pero el semielfo ya había entrado en acción. Saltó sobre Toj y se desvió a un lado justo a tiempo de eludir la mortífera hoja del hacha; mientras giraba, arremetió con la espada y la punta del acero hizo un corte superficial en el correaje del minotauro. Un hilillo de sangre resbaló por el costado de Toj.
El hombre toro enloqueció, sediento de sangre. Atacó con el hacha a Tanis, y Caven y él lo hicieron retroceder con sus espadas. El grito de Toj se confundió con el estruendo de la batalla. El látigo restalló, se enroscó en torno al brazo del semielfo, y tiró de él, acercándolo a su enemigo.
Tanis no perdió los nervios. Tenía la espada en la mano derecha; todavía no estaba indefenso. Dejó que Toj lo arrastrara hacia él. Caven lanzó un grito de guerra y atacó al minotauro con un golpe descendente, pero Toj lo detuvo con su hacha. Entretanto, seguía arrastrando a Tanis hacia sí.
El semielfo simuló debatirse contra el látigo, con fingido pánico. Reparó en el gesto de satisfacción que aparecía en la velluda faz del hombre toro. Cuando el semielfo estuvo al alcance del hacha, vio que el arma descendía sobre él.
En ese momento, Tanis dejó de presentar resistencia al tirón del látigo y, en lugar de ello, se abalanzó contra el minotauro, dentro del arco descendente del hacha.
La espada del semielfo se hundió profundamente en el hombre toro. Antes de que los compañeros de Toj tuvieran tiempo de reaccionar, Tanis y Caven corrían hacia
Mancha y Ala Dorada,
que esperaban dispuestos a emprender el vuelo. En cuestión de minutos, los dos hombres se encontraban de nuevo planeando en círculo sobre el fragoroso campo de batalla.
—¡Aprisa! —gritó Delged, el explorador, a Tanis y a Caven. Él y su búho se lanzaron veloces hacia el sur.