Pasado Perfecto (13 page)

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Authors: Leonardo Padura

Tags: #Policial

BOOK: Pasado Perfecto
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—Ah, Manolito. Oye, Conde, él se quedó en casa de Vilma, la novia que tiene ahora, tú…

Buen peje, pensó decirle, pero optó por lo más fácil:

—Mire, Alina, hágame el favor de llamarlo y dígale que me recoja en media hora, que es urgente. ¿Está bien? Hasta luego y gracias, Alina. —Y colgó con un suspiro.

Lentamente terminó su café. Lo fascinaba la facilidad con que Manolo cambiaba de novias y cómo las convencía para estar enseguida durmiendo en las casas de ellas. El, sin embargo, atravesaba una larga racha de soledad, y aunque no quería, pensó en Tamara, la vio con aquel mono deportivo tan ajustado y con aquel vestido amarillo, se le marcaba el blúmer y era comestible. Quizás Manolo y el Viejo tuvieran razón: debía tener cuidado, y se dijo que hubiera deseado no verla nunca más, no volver a hablar con ella, tenerla lejos de su mente y evitar frustraciones como la de la noche anterior, ni los cuatro tragos que se dio con el Flaco embotaron sus deseos y terminó la infinita jornada masturbándose en honor de aquella mujer imperdonable. Sólo entonces pudo dormir.

De aquí salió Rafael Morín, se dijo mientras caminaba hacia el cuarto del fondo. La gloria y la pintura se habían olvidado hacía mucho tiempo de aquel caserón de la Calzada de Diez de Octubre, convertido en un solar ruinoso y caliente, cada estancia de la antigua mansión se transformó en casa independiente, con lavadero y baño colectivo al fondo, paredes desconchadas y escritas de generación en generación, un olor a gas imborrable y una larga tendedera muy concurrida esa mañana de domingo. La cumbre y el abismo, comentó Manolo y tenía razón. Aquella cuartería promiscua y oscura parecía tan distante de la residencia de la calle Santa Catalina que podía pensarse que las separaban océanos y montañas, desiertos y siglos de historia. Pero en esta ribera había nacido Rafael Morín, en el cuarto número siete, allá al final, junto a los baños colectivos y el lavadero ocupado ahora por dos mujeres sin miedo al frío ni a otras contingencias de la vida.

Saludaron a las mujeres y tocaron la puerta del siete. Ellas los miraron, conocían su mundo y les vieron pinta de policías, seguramente sabían de la desaparición de Rafael y volvieron a sus ropas sólo cuando la puerta se abrió.

—Buenos días, María Antonia —dijo el teniente.

—Buenos días —respondió la anciana, y en sus ojos había un recelo esencial de animal perseguido. El Conde sabía que apenas sobrepasaba los sesenta años, pero la vida la había golpeado tanto que parecía tener ochenta, muy sufridos, y pocos deseos de seguir sumando.

—Yo soy el teniente Mario Conde —dijo, mostrando su identificación—, y él es el sargento Manuel Palacios. Estamos encargados del caso de su hijo.

—Pasen, por favor, y no se fijen en el reguero, es que estoy así…

El cuarto era más pequeño que la biblioteca del padre de Tamara y sin embargo había en él una cama matrimonial, un escaparate, una cómoda, un sillón, una butaca de tocador y un televisor en colores sobre una mesita de hierro. Junto al televisor colgaba una cortina y el Conde imaginó que era el acceso a la cocina y quizás a un baño interior. Trató de buscar el reguero anunciado y apenas descubrió una blusa tendida sobre la cama y una jaba de tela y la libreta de abastecimientos sobre la cómoda. En una esquina del cuarto, sobre un pedestal de madera, una virgen de la Caridad del Cobre recibía luz de una vela azul y agonizante.

El Conde se había sentado en la butaca, Manolo ocupaba el sillón y María Antonia apenas se posó en el borde de la cama y desde allí les pidió:

—¿Hay malas noticias?

El Conde la observó y se sintió molesto y apenado: la vida de aquella mujer sin suerte debía de girar sobre las victorias del hijo y la ausencia de Rafael le robaba, tal vez, el único sentido de su existencia. María Antonia parecía muy frágil y muy triste, tanto que el Conde se sorprendió contagiado por su tristeza y deseó estar muy lejos de allí, ya, ahora mismo.

—No, María Antonia, no hay noticias —dijo al fin y reprimió sus deseos de fumar. No había ceniceros en el cuarto. Optó entonces por jugar con el bolígrafo.

—¿Qué es lo que está pasando? —preguntó ella, aunque en realidad hablaba consigo misma—. ¿Cómo es posible, cómo es posible? ¿Qué le puede haber pasado a mi hijo?

—Señora —dijo Manolo inclinándose hacia ella—, estamos haciendo todo lo posible y por eso vinimos a verla. Necesitamos que nos ayude. ¿Está bien? ¿Cuándo vio por última vez a su hijo?

La mujer dejó de asentir y miró al sargento. Tal vez le parecía muy joven, y se frotó suavemente las manos largas y huesudas, el cuarto era húmedo y la frialdad pegajosa.

—El 31 por el mediodía, vino y me trajo el regalo por el fin de año, ese perfume que está ahí —y señaló el frasco inconfundible de Chanel N.° 5 que había sobre la cómoda—, él sabía que mi único gusto eran los perfumes y siempre me los regalaba. Por las madres, por mi cumpleaños, por el Año Nuevo. Decía que quería que yo oliera mejor que nadie en el barrio, miren qué cosa. Y por la noche me llamó a aquí al lado, a la casa de una vecina, para felicitarme. Estaba en la fiesta adonde fue y serían como las doce menos diez. El siempre me llamaba, estuviera donde estuviera, el año pasado me llamó desde Panamá, sí, creo que fue desde Panamá.

—¿Y almorzó con usted? —continuó Manolo, y movió sus flacas nalgas hasta colocarlas en el borde mismo del sillón. Le gustaba interrogar y cuando lo hacía se encorvaba, como un gato con el lomo erizado.

—Sí, yo le hice una fabada, a él le encantaba, y decía que ni su mujer ni su suegra la sabían hacer como yo.

—¿Y cómo lo vio? ¿Estaba igual que siempre?

—¿Qué quiere decir, compañero?

—Nada, María Antonia, si lo vio un poco nervioso, preocupado, distinto.

—Estaba apurado.

—¿Apurado? ¿No vino a pasarse la tarde con usted?

La anciana levantó los ojos hacia la imagen de la Virgen y luego se frotó las piernas, como si tratara de aliviar un dolor. Tenía las manos blancas y las uñas muy limpias.

—El siempre estaba apurado, con sus líos del trabajo. Me dijo: aunque no lo creas, mami, tengo que pasarme la tarde en la empresa, y se fue como a las dos.

—¿Y estaba nervioso, preocupado?

—Mire, compañero, yo conozco muy bien a mi hijo, por algo lo parí y lo crié. Se comió la fabada como a la una y luego fregamos juntos y después nos acostamos en la cama a conversar, como hacíamos siempre. A él le gustaba acostarse en esta cama, el pobre, siempre estaba cansado y con sueño y se le cerraban los ojos cuando estábamos hablando.

—¿Y a qué hora se fue?

—Como a las dos. Se lavó la cara y me contó que esa noche iba a una fiesta, que tenía mucho trabajo, y me dio doscientos pesos para que te compres algo, me dijo, por el fin de año, y fue y se lavó la boca y se peinó y me dio un beso y se fue. Estuvo cariñoso conmigo, como siempre.

—¿El siempre le regalaba dinero?

—¿Siempre? A veces, ¿no?

—¿Le comentó si tenía algún problema con su esposa?

—El y yo nunca hablábamos de eso. Era como un trato.

—¿Un trato? —preguntó Manolo, y se inclinó aún más en el sillón. El Conde pensó: ¿adónde va a llegar esto?

—Es que a mí nunca me gustó esa muchacha. No es porque hiciera nada, no, ni yo tenía nada especial contra ella, pero creo que nunca lo atendió como se debe atender a un marido. Hasta criada tenía… Ustedes disculpen, éstas son cosas de familia, pero yo creo que ella siempre fue muy para ella.

—¿Y qué le dijo él cuando se fue?

—Me dijo lo del trabajo y las cosas de siempre, que me cuidara, me echó de ese perfume nuevo que me regaló. El era así, tan bueno, y no es porque fuera mi hijo, les juro que no, pueden preguntarle a cualquiera de los vecinos viejos de aquí, y todos le van a decir lo mismo: salió mejor de lo que podía esperarse. Este barrio no es bueno, no, se lo digo yo que vine para acá todavía de soltera y sigo aquí, y aquí me casé, tuve a Rafael, lo críe con mil trabajos yo sola y, discúlpenme, yo no sé cómo piensan ustedes, pero Dios y esa Virgen me ayudaron a sacarlo un hombre de bien, nunca me tuvieron que llamar de la escuela, y ahí en esa gaveta hay más de cincuenta diplomas que se ganó como estudiante y su título de ingeniero y el diploma de primer expediente de su carrera. Él sólito. ¿No es para vivir orgullosa de mi hijo? Saber que tenía una suerte tan distinta a la mía y a la de su padre, que de plomero no pasó; no sé a quién ese muchacho salió tan inteligente, saber que subía y no vivía ya en una cuartería y tenía su carro y viajaba a países que yo ni sabía que existían y que era alguien en este país… Dios mío, ¿qué es lo que está pasando? ¿Quién puede querer hacerle daño a Rafael si él nunca le hizo mal a nadie, a nadie? Siempre fue revolucionario, desde chiquito, me acuerdo de que en la secundaria le daban cargos y fue presidente muchas veces, también en el Pre y en la universidad, y nadie lo ayudó en el Ministerio, él sí que no tenía palanca, fue él solo, trabajando mucho, pasito a pasito hasta donde llegó. Y que ahora pase esto. Pero no, Dios no me puede castigar así, ni mi hijo ni yo nos merecemos esto. ¿Qué es lo que está pasando, compañeros, díganme, explíquenme? ¿Quién quiere perjudicar a mi hijo? ¿Quién puede haberle hecho daño?, por Dios…

Creo que faltaban como dos o tres semanas para que se acabaran las clases, después venían los exámenes y después estaríamos en segundo año de Pre, que es casi como decir en tercero, que es casi como estar ya en la universidad, y nadie nos iba a joder más con que si patillas no, bigote tampoco, bien pelado todo el mundo y esas cosas que lo obligan a uno a no querer estar en el Pre, a pesar de que le guste mucho estar en el Pre, andar con la gente del Pre y tener una novia en el Pre y eso. Lo peor de todo es eso: querer que el tiempo pase rápido. ¿Para qué? Y estábamos formados en el patio, era junio, el sol nos quemaba el lomo y el director habló: íbamos a ganar todas las banderas de la emulación, íbamos a ser el Pre más destacado de La Habana, del país, casi del universo, porque habíamos sido los mejores en el trabajo en el campo, ganamos los juegos Interpre, dos premios en el Festival Nacional de Aficionados y la promoción debía de estar por encima del 90 por ciento y nadie nos quitaba ya el primer lugar, y nosotros aplaudimos, uh, uh, gritamos y pensábamos somos unos bárbaros, no hay quien nos gane. Y dijo el director, había otra buena noticia: dos compañeros del Pre habían ganado medallas en el Concurso Nacional de Matemáticas, uh, uh, más aplausos, el compañerito Fausto Fleites, uh, uh, medalla de oro en la categoría de onceno grado, y, uh, uh, el compañero Rafael Morín, medalla de plata en la categoría de trece grado, y Fausto y Rafael subieron a la plataforma de los discursos, campeonísimos, saludando con los brazos en alto, sonrientes, por supuesto, habían demostrado que eran tremendos filtros, y Tamara aplaudía todavía cuando ya casi nadie aplaudía y daba brinquitos de contentura y el Flaco me dijo, asere, ¿eso es teatro o de verdad la socita no sabía nada? Y sí, tenía que saberlo, pero estaba demasiado contenta, como si se acabara de enterar, con aquellos brinquitos que le alborotaban el nalgatorio, que se le notaba incluso con aquella saya ancha y larga matapasiones, y Rafael se acercó al micrófono y le dije al Flaco, prepárate, bestia, con el sol que hace y cómo le gusta hablar, pero no, me equivoqué, casi siempre me equivoco: dijo que Fausto y él le dedicaban aquellos premios al claustro de profesores de matemática y a la dirección del Pre, pero de todas maneras exhortó a los estudiantes a realizar el mayor esfuerzo en los exámenes finales para mantener la vanguardia en la emulación y eso, y mientras hablaba yo lo miraba y pensaba que después de todo el tipo era un bárbaro, inteligentísimo y bonitillo, pico de oro y con una novia como Tamara, siempre planchadito y limpiecito y me dije, cojones, creo que le tengo envidia a este cabrón.

—¿Qué te parece, mi socio? —preguntó Manolo mientras encendía el motor y el Conde fumaba hasta las últimas consecuencias el cigarro que no se atrevió a prender en casa de María Antonia.

—Vamos para la Central, tenemos que hablar con el Viejo a ver si podemos entrevistar hoy mismo al viceministro que atiende la Empresa —dijo el Conde y miró por última vez el pasillo casi tenebroso que conducía a la casa donde había nacido Rafael Morín—. ¿Por qué no habrá buscado la forma de conseguirle una casa a la madre?

El auto avanzaba por Diez de Octubre hacia Agua Dulce y Manolo aceleró en la pendiente.

—Eso mismo estaba pensando yo. No me cuadra la vida de Rafael Morín con este solar.

—O cuadra demasiado, ¿no? Ahora lo que haría falta es saber dónde se metió toda la tarde del 31, o saber si es verdad que estuvo en la Empresa y saber por qué le dijo a Tamara que iba a estar aquí con su madre.

—Vas a tener que hablar con Morín o buscarte un babalao que te tire los caracoles y te limpie el camino, ¿no? —dijo el sargento, y detuvo el auto en el semáforo de la esquina de Toyo. En la acera de enfrente, la cola para el imprescindible pan dominical alcanzaba casi una cuadra—. Mira, Conde, ahí al doblar vive Vilma.

—¿Cómo te fue anoche?

—Bien, bien, esa chiquita es un vacilón. Fíjate que a lo mejor me caso y todo.

—Anjá. Oye, Manolo, ya me sé esa historia, pero lo que yo te preguntaba no tiene que ver con Vilma y con tu vida sexual, sino con el trabajo, así que espabílate. Si agarras el SIDA con tus puterías, te iré a ver a la clínica una vez al mes y te llevaré buenas novelas.

—Oye, maestro, qué te pasa hoy. Amaneciste con los dos pies en el acelerador.

—Estate tranquilo, que sí, amanecí a mil. Ya Rafael Morín me tiene las pelotas llenas y cuando oí hablar a la madre me sentí mal, como si yo fuera culpable de algo…

—Está bien, está bien, pero no la cojas conmigo —protestó el sargento, haciéndose el ofendido—. Mira, el Greco y Crespo están en lo de Zoilita desde anoche y quedamos en que me informaran hoy a las diez de la mañana, así que deben de estar esperando. Y pedí un informe sobre las desapariciones en los últimos dos años, que también me lo dan hoy a las once, a ver si esto se parece a otro caso o no sé qué, Conde, pero esto es una locura.

—Cuando lleguemos a la Central, trata también de localizar por teléfono al jefe de Protección Física de la Empresa para ver si Rafael estuvo allí la tarde del 31. Si por fin estuvo, que nos concerté una cita con el que estaba de guardia.

—Está bien. ¿Puedo poner música?

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