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Authors: Marcela Paz

Tags: #Infantil

Papelucho y el marciano (6 page)

BOOK: Papelucho y el marciano
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Mientras con la lengua le sacaba las hilachas y basuras, podía yo pensar sin contestar y pensé que en verdad hay harta gente preocupada por mí. Tal vez me convenía aprovechar que estoy raro para poder hacer tranquilo mi invento y a lo mejor puedo capear colegio.

Ser raro a medias no vale la pena. Más vale ser raro de frentón. Por eso resolví hablar lo que me decía Det.

—¿Qué chirimpoya de luna me dio a comer? —pregunté.

—Un caramelo, Papelucho —dijo amable.

—Sudor de luna con pelos —sopló Det.

—¿Qué extraño comentario, niño! Aunque tú asocias la luna con miel del caramelo, por lo de luna de miel, ¿verdad?

—¿Qué es verdad? —dijimos Det y yo.

Al profe se le achuraron los ojos y la boca se le puso glucosa. Me tomó de la mano y me llevó a la oficina.

Al poco rato me habían mandado a dejar a mi casa en la camioneta con una cartita. Total que antes de media hora estaba instalado en mi cuarto con todos mis montones de plumavit, una olla llena de engrudo y otra de manjar blanco y la mamá suplicándome que me tragara la dichosa pastilla con el manjar.

Tuve que comerme hasta el raspado del manjar blanco para que me pasara la pastilla porque se me pegaba en el gaznate.

Por fin me dediqué a disparar por la ventana pedazos de plumavit contando para saber cuánto rato duraban en el aire. Ninguno se voló. Todos caían. Era material muerto atraído por el imán de la Tierra. No tenía vida de retroimpulso. ¡No servía!

Entonces lo disparé todo por la ventana. Quedo la crema en la calle. Los perros lo olían y lo dejaban. Las mujeres recogían algún pedazo y se lo llevaban. Los autos lo hacían volar un poco al pasar. Eso era todo. ¡Ahí estaba mi famoso invento de "casualidad", perdido!…

Eso creía yo en ese momento sin sospechar lo que iba á suceder…

Mi cabeza desencantada colgaba por la ventana como un volantín enredado en los alambres. Se me quería caer a la calle, pero la sujetaba. Todo se daba vueltas, el plumavit me pesaba en los ojos y Det roncaba en mi dentror como un gigante peludo.

Quizás me habré dormido, pero fue en todo caso un sueño profético. Sentí que mi cabeza se volvía escobilla de enceradora y giraba sacando lustre hasta elevarse en el aire. De pronto sentí en mi bolsillo la cajita con pulgas y quise abrirla para darles libertad. Pero no pude hacerlo. Estaba taja llena que se atascaban.

Parece que las pulgas se habían casado todas y tenían tantos hijos que no cabían ya en la mezquina caja. La abrí con fuerza, pero con gran cuidado…

Fueron saltando todas alegres y brillosas.

Se llenó el aire de puntitos café y la atmósfera se volvió estereofónica y palpitosa de vida. Una cápsula de aire folclórico de pulguitas gaseosas me envolvía elevándome..;

Det se asomó a mi boca y rió feliz.

—Ya vamos a conectarnos —dijo con verdadero tilimbre. Allá nos espera el comando y sabrás lo choro que es no ver más la Tierra.

Casi pensé en la mamá, el papá, la Ji y la Domi, pero dominé mis malos pensamientos. Harto me había costado conseguir zafarme de la tentación de la carne… Un astronauta tiene que mirar su aventura, su invento y despreciar todo lo que deja atrás…

Aceleré mi violenta fuerza a fondo y las pulgas se apretaron alrededor mío con impulso grado 8.

Miré hacia abajo y vi la Tierra chiquita y fomecita con sus inventitos desgraciados y sus aburridos problemas subdesarrollados.

Resplandecía Marte cada vez más grande, más cerca, más luminoso y saltarín. Era algo epiléptico de bella hermosura cataclíptica y su imán chorividente atraía mi cápsula volcánicamente. Nuestra velocidad era un millón de kilómetros por segundo años luz.

Amartizamos blandamente en el espumoso planeta donde nos esperaba un ejército marciano en traje de gala y envuelto en capas de olas de mar color violeta. Hablaban todos a un tiempo y el conjunto producía una música pintórica y violenta. Det se me saltó fuera y fue a juntarse al grupo. Yo me sentí igual que cuando me sacaron la muela picada… Pero lo seguí de todos modos.

Y entramos en unos carruseles extraños. A cada uno nos envolvía una custión como flor grande con olor de fruta desconocida y todo se iba poniendo como de plata brillante. Nos movíamos con el compás eléctrico de una máquina inmensa.

Ni sé para qué sería todo esto, pero en todo caso era algo distinto. Por eso le pregunté a Det:

—¿Cuál es el comando? Todos se ven iguales…

—El total es el comando —explicó— y no hagas preguntas estúpidas.

—Dime al menos si hemos hecho contacto.

—Otra pregunta estúpida… ¿No lo sientes? —y no explicó nada más y seguimos funcionando. Se ve que los marcianos no piensan. Puramente funcionan. ¿Para qué, digo yo?

—Veo que somos parte de una máquina —dije—. ¿Cuánto tiempo dura este trabajo?

—Idiota, aquí no hay tiempo…

—¿Y no se aburren nunca? —pregunté—. ¿No hay nada más que hacer?

—Yo me aburrí —dijo Det calladito— por eso bajé a la Tierra a curiosear. Pero estoy feliz de haber vuelto. ¡Esto vale la pena! —y siguió funcionando al gran compás.

—Parece que no me voy a acostumbrar —le dije a Det—. ¿No hay absolutamente nada más en qué entretenerse?

Nadie me contestó. Se ve que no entendían que a mí no me gustara hacer lo mismo durante años y años, aunque no exista el tiempo.

—¿Se muere uno alguna vez, siquiera?

—¿Qué es morir? —preguntaron todos los que me oyeron.

—Det, tú me dijiste que aquí era fácil encontrar platillos voladores. Dame uno para volver a la Tierra…

Det me entregó un pedacito de plumavit que tenía en la mano que estaba denso de pulguitas nuevas. Al cogerlo me sentí acelerado…

Desperté entre las manos nerviosas de mi mamá que me llevaba a la cama y me volví a dormir.

Pasó una cosa bien rara. Cuando desperté era la tarde, pero otra tarde de otro día, y casi no sabía si levantarme o volverme a dormir.

Yo quería seguir soñando en Marte y aprovechar mejor ese viaje estereofónico. Era una tremenda lesera no haber explorado más ese planeta choro que le interesa a tantos sabios. Y por último, si uno es el que sueña y hace sus propios sueños, ¿por qué no podía volver a soñar en ídem?

Me acosté y cerré los ojos.

Vi otra vez a los marcianos funcionando y casi sentí su musiquita perpetua, cuando de repente se abrió la puerta, y antes de que yo pudiera excursionar en mi sueño, los pasos y las voces me obligaron a despertar.

Frente a mí estaba la mamá y el doctor Robles con su sonrisa estilográfica.

—¡Hola, Papelucho! —clamó con su alegría lujurienta. ¿A qué viene tanto sueño? ¿No es hora de despertar?

—Creo que viceversa. Va a ser la noche luego —dije.

—Los que duermen de día se despiertan de noche —forzó una risa un poco diabólica.

Lo miré de hipo en hipo y le congelé su risa, pero no contesté.

—Vamos hijo, tenemos que hablar tú y yo… No tendrás sueño habiendo dormido todo el día. Claro, es bueno dormir, pero… conversar de hombre a hombre es importante. ¿No? Quizás a solas tú, yo, sin testigos… —miró a la mamá con mala intención.

Ella sonrió con puro ruido y salió del cuarto. El doctor Robles siguió haciéndose el simpático.

—Tú conoces el plumavit ¿verdad? ¡Qué gran cosa es! ¿No? Yo pienso que el plumavit es el invento del siglo. Será histórico. Los niños de mañana tendrán que estudiarlo ¿no? ¿Qué piensas tú de eso?

—Yo no pienso leseras —dije rabioso—. El plumavit igual que las vitaminas no sirven para nada.

—Tendrás tus razones, claro. A ver si me cuentas los experimentos que has hecho para comprobar eso.

—Es pecado ser curioso.

—¿Por qué me crees curioso? ¡Qué tontería! Me interesan tus experimentos, eso es todo. Tú sabes que cuando uno es científico necesita la ayuda de los demás, la experiencia de los otros, las ideas y ensayos…

—Usted es muy creído —le dije—. ¡Científico usted!

—Bueno modestamente, doctor en Medicina es ser científico. Pero hablando de tus ensayos… ¿No es cierto que te cuesta concentrarte en el colegio cuando estás preparando algún experimento? Y creo que es natural estar distraído si tienes algo importante en qué pensar. ¿No quieres contarme tu preocupación para ayudarte?

—Esa es cuestión mía. Lo demás son copuchas. Y para que se lo sepa. ¡No estoy loco ni enfermo!

—Faltaba más. ¡Por supuesto que no! Pero te haría bien tomar vacaciones, irte al campo o a la costa unos días. O simplemente no ir al colegio, conocer otros ambientes sin tareas, quizá con un laboratorio propio para ti…

Ahí me cayó la teja. Ese maldito demonio tentador quería secuestrarme por "raro" como decía la Domi. ¡Eso jamás!

Pensé a chorro. El doctor y la mamá estaban de acuerdo, los dos contra mí… Me querían llegar a una cueva u hospital…

Entonces me acordé del papá que es mi mejor amigo y podría salvarme. Pero, ¿y si entre los dos lo habían convencido a él? ¿Quién podría ayudarme? Tenía que defenderme solo contra todos. ¿Dónde se habría metido el Choclo para que lo hiciera arrancar con sus feroces ladridos?

En ese instante Det dio un brinco en mi dentror y eso me hizo pensar en mis pulgas. Ellas podrían defenderme.

Saqué la caja de fósforos y se la pasé al doctor Robles.

—Ábrala —le dije—. Contiene uno de mis secretos…

Tomó la caja y sonrió electrónico. Pero al abrirla ¡zas! saltaron fuera todas mis pulgas y se treparon en él como un asalto de enanos en un gigante sabroso. Las vi desaparecer por su cuello y por sus mangas, hambrientas las pobrecitas… A él lo vi ponerse pálido. Su cara se puso fea como de ogro y se empezó a rascar y a desvestir al mismo tiempo.

En realidad las pulgas estaban más hambrientas de lo que yo pensé y el pobre doctor me dio lástima.

Salté de la cama y fui a llamar al Choclo, mientras el científico sacudía sus ropas por la ventana. Ya estaba en calzoncillos y las pulgas se le enredaban en los pelos de las piernas.

—Aquí, Choclo —ordené mostrándole las retorcidas pantorrillas del doctor. Lo apreté contra ellas mientras él echaba garabatos. En un minuto se habían trasladado todas las pulgas al fiel perro. Hasta las que me picaban a mí prefirieron al Choclo para banquetearse.

Cuando por fin se convenció que no quedaba una pulga entre sus pelos ni ropa, el doctor se vistió tartamudo de rabia.

—Este acto de maldad merece más que clínica… ¡Eres perverso!

—Si fuera perverso no habría traído al Choclo para salvarlo. No creí que mis pulgas estuvieran tan hambrientas como para picarlo a usted. Sólo quise asustarlo para que me dejara en paz. Y también me alegro de que no se lleve ninguna, porque les hace mal la sangre enrabiada…

—¡Que tus padres te busquen un carcelero! —dijo dando un portazo y se fue para siempre.

Me había salvado.

Aunque no tan salvado porque con Det adentro nadie me entiende y todos me miran raro.

¿Podré librarme de él alguna vez?

Parece que el doctor peleó con la mamá y se fue para siempre.

Entonces la mamá peleó con el papá, la Domi peleó con el maestro del yeso y la Ji peleó conmigo. Total que para ponernos bien todos la mamá decidió irse a Concón por el fin de semana para borrar esta cuestión que llaman desengaños de la vida y para visitar a Javier.

Nos alojamos en un hotel completamente antiguo y venido a menos pero nos sirvieron unos mariscos al almuerzo con gusto a gloria del mar. Eran supersónicos y el papá y la mamá se repitieron, pero a nosotros con la Ji para acallarnos el hambre nos rellenaron con huevos.

Lo bueno de la costa es que con el ruido del mar Det se anestesia y ni sopla. No sé si le da miedo o se aturde, pero resulta fenómeno olvidarlo.

En la tarde decidieron ir a la Escuela Naval a visitar a Javier y casi me bajaron unas ganas tremendas de ser marino. La cuestión es que Javier con su voz ronca y su cara de almirante me las quitó de un run. Debe ser atroz quedar así para siempre. Porque un hermano que a uno le parece tan importante y tan extraño y tan seriote, es como si ni fuera hermano, si no más bien un patrón. Javier hablaba puramente con la mamá o el papá y a los dos con la Ji nos aplanaba el pelo como cualquier tío.

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