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Authors: Ken Follett

Papel moneda (24 page)

BOOK: Papel moneda
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Por lo menos, así era como había sido siempre. Laski había teorizado que el afecto permanente podía surgir después, más adelante, por el simple hecho de vivir juntos y compartir las cosas; después de todo, la lujuria casi histérica que les había unido seguro que se desvanecería con el tiempo.

No debería estar teorizando, pensó; a mi edad ya debería saberlo.

Esta mañana la decisión de casarme con ella me parecía algo que podía decidir fríamente, con ligereza, incluso cínicamente, imaginando lo que conseguiría con ello como si se tratase tan sólo de otro golpe en el mercado de valores. Pero ahora que ya no dominaba la situación, se daba cuenta, y ese pensamiento le hizo el mismo efecto que un golpe físico, de que la necesitaba desesperadamente. Quería una devoción eterna; quería que alguien cuidase de él y gozase de su compañía, y le tocase el hombro afectuosamente cuando pasara por su lado: alguien que siempre estuviera presente, alguien que le dijera «te quiero», alguien que compartiera con él su vejez. Había estado solo toda su vida: ya era suficiente.

Habiendo admitido ante sí mismo todo aquello, aún fue más allá. Si podía tenerla a ella, observaría alegremente cómo se derrumbaba su imperio, el negocio de «Hamilton Holdings» colapsado, su reputación destruida. Incluso iría a la cárcel con Tony Cox si creía que ella iba a estar esperándole cuando él saliera.

Deseó no haber conocido jamás a Tony Cox.

Laski había imaginado que sería fácil controlar a un delincuente de cuatro cuartos como Cox. Aquel hombre podía ser muy poderoso dentro de su propio y pequeño mundo, pero seguramente no podía hacerle daño a un hombre de negocios respetable. Quizá no: pero cuando ese hombre de negocios formaba sociedad, aunque fuese in—formalmente, con el matón, ya dejaba de ser respetable. Era Laski, y no Cox, el que se comprometía en la relación.

Laski oyó que se abría la puerta de la oficina, y dio la vuelta en su butaca para ver a Tony Cox que entraba en su despacho.

Laski le miró boquiabierto. Era como si viera un fantasma.

Carol se escurrió dentro detrás de Cox, molestándole como un terrier. Carol le dijo a Laski:

—Le he pedido que esperase, pero no ha querido… ¡Se ha metido aquí dentro!

—De acuerdo, Carol. Yo me ocuparé de esto —dijo Laski. La chica salió y cerró la puerta.

Laski estalló.

—¿Qué coño estás haciendo aquí? ¡Nada podría ser más peligroso! Ya he tenido a los periódicos fastidiando, preguntándome por ti y sobre Fitzpeterson… ¿Sabes que ha intentado matarse?

—Cálmate. No te alborotes —le dijo Cox.

—¿Que me calme? ¡Todo el asunto es un completo desastre! Lo he perdido todo, y si me ven contigo acabaré en chirona…

Cox dio un largo paso al frente, cogió a Laski por la garganta y le sacudió.

—Cierra la boca de una vez —gruñó. Le empujó hacia atrás en su butaca—. Y ahora, escúchame, necesito tu ayuda.

—Ni hablar —murmuró Laski.

—¡Cállate! Necesito tu ayuda y tú vas a ayudarme, o yo me aseguraré de que vayas a la cárcel. Ya sabes que esta mañana he hecho ese trabajillo, una furgoneta de billetes de Banco.

—No sé nada de eso.

Cox ignoró la observación.

—Bueno, pues no sé dónde esconder el dinero, de modo que voy a ponerlo en tu Banco.

—No seas ridículo —dijo Laski con ligereza. Y después frunció el entrecejo—. ¿Cuánto hay?

—Justo por encima del millón.

—¿Dónde?

—Está ahí fuera, en la furgoneta.

Laski se puso en pie de un salto.

—¿Tienes un millón de libras en dinero robado, ahí fuera, en una jodida furgoneta?

—Sí.

—Estás chiflado. —Los pensamientos de Laski se precipitaban—. ¿En qué forma está ese dinero?

—En billetes de Banco diferentes.

—¿Van dentro de las cajas originales.

—No soy tan imbécil. Los he pasado a cajas de embalaje.

—¿Los números de serie no siguen una secuencia?

—Poco a poco vas cogiendo la idea. Si no te pones pronto en movimiento la grúa va a llevarse la furgoneta por estacionar en zona amarilla.

Laski se rascó la cabeza.

—¿Cómo piensas trasladarlo a la caja fuerte?

—Tengo ahí fuera a seis de los muchachos.

—No puedo permitir que seis de tus matones trasladen todo ese dinero a mi caja fuerte! Mi personal sospecharía…

—Llevan uniformes… guerreras de excedentes de la Marina, pantalones, camisa y corbata. Parecen guardias de seguridad, Felix. Si quieres jugar a las veinte preguntas, déjalo para después, ¿eh?

Laski tomó una decisión.

—De acuerdo, en marcha. —Acompañó a Cox fuera, siguiéndole hasta la mesa de Carol—. Llama abajo, al sótano —le dijo a la chica—. Diles que se preparen para aceptar inmediatamente una entrega de dinero en efectivo. Yo me ocuparé personalmente del papeleo. Y dame una línea exterior por mi teléfono.

Volvió a entrar corriendo en su oficina, recogió el teléfono y llamó al «Banco de Inglaterra». Miró su reloj. Eran las tres y veinticinco minutos. Le conectaron con Mr. Ley,

—Aquí Laski —dijo.

—Ah, sí. —El banquero era cauto.

Laski se esforzó por parecer tranquilo.

—Ya he resuelto ese pequeño problema, Ley. Tengo en mi caja el dinero necesario. Ahora puedo disponer la entrega inmediata, como ha sugerido usted antes; o puede usted hacer la inspección hoy y realizar la entrega mañana.

—Hum. —Ley reflexionó un momento—. No creo que sea necesario ninguna de las dos cosas, Laski. Es muy tarde y nos ocuparía demasiado tiempo tener que contar todo ese dinero. Si puede usted hacer la entrega a primera hora de la mañana, mañana mismo liquidaremos el cheque.

—Gracias. —Laski decidió frotar sal en la herida——. Siento mucho haberle irritado tanto antes.

—Quizá yo he sido un poco brusco. Adiós, Laski.

Laski colgó el teléfono. Sus pensamientos corrían veloces todavía. Calculó que podría recoger unas cien mil libras en efectivo aquella misma noche. Probablemente Cox conseguiría una cantidad semejante de sus clubes. Podrían cambiar aquel dinero por doscientas mil en billetes robados. Solamente por precaución: si todos los billetes que entregaba mañana eran demasiados usados alguien podría pensar en la coincidencia del robo un día y un depósito al siguiente. Si había dinero en buenas condiciones, aquella sospecha podía eliminarse.

Le parecía que todo estaba cubierto. Se permitió un momento de relajación. Otra vez lo he conseguido, pensó: he ganado. Y de su garganta escapó una risotada de puro triunfo.

Ahora convenía revisar los detalles. Sería mejor que bajase a la caja fuerte para dar seguridad a su personal que sin duda estaría asombrado. Y quería que Cox y su gente salieran cuanto antes del local.

Después llamaría a Ellen.

30

Ellen Hamilton se había quedado en casa casi todo el día. Había inventado aquella salida de compras, según le dijo a Felix: necesitaba una excusa sólo para ir a verle. Era una mujer que se aburría. El viaje a Londres no le había ocupado demasiado tiempo; a su regreso se había cambiado de ropa, se había peinado otra vez y se había ocupado más de lo necesario en preparar un almuerzo de queso fresco, ensalada, fruta y café sin azúcar. Había lavado los platos, desdeñando el lavaplatos para lo poco ensuciado y enviando a Mrs. Tremlett al piso de arriba para que pasara la aspiradora. Escuchó las noticias y vio una serie en la televisión; comenzó a leer una novela histórica que dejó después de las cinco primeras páginas; erró por la casa de una habitación a otra, ordenando cosas que no necesitaban ser ordenadas; y bajó a la piscina para nadar un poco, cambiando de intención en el último momento.

Ahora estaba desnuda sobre el suelo de mosaico de la fresca casa de verano, con el bañador en una mano y el vestido en la otra, pensando: si no puedo decidirme entre ir y no ir a nadar, ¿cómo tendré alguna vez fuerza de voluntad para abandonar a mi marido?

Dejó caer las ropas y relajó los hombros. En la pared había un espejo de cuerpo entero, pero no se miró en él. Era cuidadosa con su apariencia por escrúpulo, no por vanidad: y podía resistirse muy bien a los espejos.

Pensó en la sensación que le daría nadar totalmente desnuda. Cuando era joven no se hablaba de cosas parecidas: además, siempre le había dado vergüenza. Lo sabía, y no luchaba contra su inhibición, ya que realmente le agradaba; le daba a su vida un estilo, una forma y una solidez que ella necesitaba.

El suelo estaba deliciosamente fresco. Sintió tentaciones de tumbarse y rodar, gozando de la sensación del frío mosaico en su piel caliente. Calculó el riesgo de que Pritchard o Mrs. Tremlett entraran y la encontraran y decidió que era demasiado expuesto.

Se volvió a vestir.

La casa de verano estaba situada muy alto. Desde la puerta se podía ver la mayor parte del terreno; eran nueve acres. Un jardín delicioso, creado a principios del siglo pasado. Su planeamiento era excéntrico y contaba con docenas de árboles de diferentes especies. A ella le había proporcionado gran placer, pero últimamente ya no la entusiasmaba, como le ocurría con todo lo demás.

El mejor momento del día en aquel lugar llegaba con el frescor de la tarde. Una brisa ligera hacía ondear el vestido de algodón estampado de Ellen como una bandera. Dejando atrás la piscina, entró en un bosquecillo en donde las hojas filtraban los rayos del sol y formaban dibujos cambiantes en la tierra seca.

Felix decía que ella era totalmente libre, desinhibida, pero naturalmente se equivocaba. Sencillamente, ella había destinado una parcela de su vida al sacrificio de la fidelidad en favor del placer. Además, ya no resultaba embarazoso tener un amante, siempre que una fuese discreta; y ella era extremadamente discreta.

El problema estaba en que le gustaba el sabor de la libertad. Se daba cuenta de que estaba en una edad peligrosa. Las revistas femeninas que hojeaba (pero nunca leía de verdad) le decían constantemente que era ahora cuando una mujer pensaba en los años que le quedaban, decidía que eran sorprendentemente pocos y se proponía llenarlos con todas aquellas cosas de las que había carecido hasta entonces. Los jóvenes escritores liberados, modernos, le advertían de que la desilusión estaba en esa dirección. ¿Cómo lo sabían? Sencillamente lo adivinaban, como todo el mundo.

Ellen sospechaba que eso no tenía nada que ver con la edad. Cuando fuese setentona podría encontrar un noventón alegre a quien excitar, si ella seguía manteniendo el interés a esa edad. Tampoco era nada que tuviera que ver con la menopausia, que había dejado muy atrás. Sencillamente, lo que ocurría era que cada día encontraba a Derek algo menos atractivo y a Felix un poco más. Había llegado a un punto en que el contraste era excesivo para que fuese soportable.

A ambos les había dado a entender cuál era la situación, a su manera indirecta. Sonrió ahora al recordar lo pensativos que habían quedado, cada uno de ellos, después de que ella les diese a conocer su disimulado ultimátum. Conocía a sus hombres: cada uno analizaría lo que ella había dicho, lo comprendería después de pensarlo un poco y se felicitaría por su propia perspicacia. Y ninguno sabría que le estaban amenazando.

Salió del bosquecillo y se apoyó en una valla, al borde de un campo. Un asno y una vieja yegua compartían el prado: el asno estaba allí por los nietos y la yegua porque en otro tiempo había sido la cazadora favorita de Ellen. Para ellos todo estaba bien; no sabían que estaban envejeciendo.

Cruzó el prado y trepó por el terraplén hasta la vía del ferrocarril en desuso. Las locomotoras de vapor habían pasado por aquí, humeantes, cuando ella y Derek eran personas mundanas jóvenes y alegres, que bailaban jazz y bebían demasiado champán y daban fiestas que realmente no podían permitirse. Siguió caminando a lo largo de las vías oxidadas, saltando de una traviesa a otra, hasta que algo pequeño y peludo salió corriendo de debajo de la podrida madera ennegrecida y la asustó. Bajó corriendo por el terraplén y se encaminó hacia la casa, siguiendo el arroyo a través del espeso bosque. No quería ser otra vez una joven alegre; pero aún quería estar enamorada.

Bueno, había puesto las cartas sobre la mesa, sin duda, con los dos hombres. A Derek le había dicho que su trabajo estaba apartando a su mujer de su vida y que tenía que cambiar su modo de ser si quería conservarla. A Felix le había dicho que no sería siempre su juguete.

Ambos quizá se doblegasen a la voluntad de ella, lo cual la dejaría con el problema de tener que escoger. 0 ambos decidirían que podían vivir muy bien sin ella, en cuyo caso a ella solamente le quedaría sentirse desolée, como una muchacha en una novela de Francoise Sagan; y sabía que eso no iba con ella.

Bueno, suponiendo que ambos estuvieran preparados para hacer lo que ella deseaba ¿a quién escogería? Y mientras daba la vuelta a la esquina de la casa pensó: probablemente a Felix.

Asombrada, vio que en la avenida estaba el coche y que Derek estaba saliendo de él. ¿Por qué estaba tan temprano en casa? Él la saludó con la mano. Parecía feliz.

Ella se acercó a él corriendo y, llena de remordimientos, le besó.

31

Kevin Hart hubiera debido estar preocupado, pero, por alguna razón, no tenía energía suficiente para ello.

El editor les había dicho claramente que no debían investigar el asunto del «Cotton Bank». Kevin había desobedecido, y Laski le había preguntado:

«¿Su director sabe ya que está usted haciendo esta llamada?»

Esa pregunta la hacían a menudo entrevistados ofendidos, y la respuesta siempre era un despreocupado «no»; a menos, naturalmente que él hubiera prohibido la llamada. De modo que si Laski se empeñaba en llamar al director, o aunque fuese al editor, Kevin se encontraría en un lío.

Así que, ¿por qué no estaba preocupado?

Concluyó que su trabajo no le importaba tanto como le había importado por la mañana. El director siempre tenía buenos motivos para eliminar una noticia, naturalmente; siempre había razones convincentes para la cobardía. Todo el mundo parecía aceptar que «va contra la ley» era un argumento definitivo; pero los grandes periódicos del pasado siempre habían roto las leyes; leyes al mismo tiempo más duras y aplicadas más estrictamente que las de hoy. Kevin creía que los periódicos debían publicar y ser llevados a juicio, o incluso debían ser penalizados. Para él era fácil pensar así, porque no era un director.

De modo que estaba sentado en la sala de redacción, cerca de la mesa de los redactores, bebiendo té de la máquina y leyendo su propia columna, componiendo el discurso heroico que le hubiera gustado hacer al director. Era el final del día en cuanto concernía al periódico. Solamente un asesinato importante o un desastre con muertes múltiples se incluiría ahora en el periódico. La mitad de los reporteros, los del turno de ocho horas, se habían marchado a su casa. Kevin trabajaba diez horas, cuatro días a la semana. El corresponsal de industria, después de haber tomado ocho pintas de «Guinnes» en el almuerzo, estaba dormido en un rincón. Una joven periodista con pantalones vaqueros tecleaba perezosamente en una máquina solitaria una noticia sin fecha para la primera edición del día siguiente. Los taquígrafos discutían de fútbol y los redactores inventaban encabezamientos divertidos para fotografías inútiles y reían estrepitosamente su respectivo ingenio. Arthur Cale caminaba de un lado a otro, resistiendo la tentación de fumar y confiando secretamente en un incendio en el Palacio de Buckingham. De vez en cuando se detenía y hojeaba las copias clavadas en su pincho como si le preocupase haber pasado por alto la gran noticia del día.

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