Panteón (51 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Panteón
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Hubo un pesado silencio.

—Papá no dice nada —respondió entonces uno de los hermanos, en voz baja—. Se lo llevó el mar hace doce años.

Shail palideció y tragó saliva. Tenía un nudo en la garganta.

—No sabía nada.

En aquel momento, no obstante, llegaron Arsha y la madre de Shail. Hubo un cierto revuelo, muchas explicaciones, besos y abrazos... y lágrimas en los ojos de la mujer cuando estrechó contra su pecho al hijo que creía perdido.

Después, ante un plato de sopa, la familia se puso al día. Había muchas cosas que contar.

Jack escuchaba la conversación sin intervenir, con sana envidia. Nunca había tenido hermanos, y Ashran y los suyos se habían encargado de que ya no tuviera padres tampoco. La familia de Shail era simpática y agradable, como él mismo. Se enteró de que no eran pescadores, sino comerciantes. El almacén de los Fesbak acumulaba objetos traídos de todas partes de Idhún: cestería de Shur-Ikail, cerámica de Vanissar, telas de Celestia, hierbas y plantas de Awa, ingenios de Raheld, armas de Dingra... Comerciaban con el Reino Oceánico por mar, y con el resto del continente por tierra. Eran una familia próspera que, sin nadar en la abundancia, se desenvolvía bien, y que había desarrollado su actividad sin muchos problemas bajo el imperio de Ashran. Entre todos llevaban todo el negocio, repartiéndoselo por secciones. Por lo visto, la madre de Shail insistía en supervisar personalmente los envíos por vía marítima. El mar siempre había sido la gran pasión del padre de Shail, de quien se decía que los dioses se habían equivocado al hacerlo humano, pues debería haber nacido varu; y, por alguna razón, la madre sentía que debía tomar su relevo.

Shail se había separado de su familia cuando un unicornio le había entregado la magia, siendo apenas un niño. Poco después había sido enviado a la Torre de Kazlunn.

No obstante, viéndolos juntos, en torno a la mesa, hablando de todas las cosas que habían pasado en su ausencia, a Jack no le pareció que aquello hubiera supuesto un verdadero distanciamiento. A pesar de que hacía tanto tiempo que no se veían.

Sonrió cuando alguien le preguntó a Shail si ya tenía pareja, y él enrojeció levemente. Sus hermanas no pararon hasta que él les habló de Zaisei, y se mostraron sorprendidas al saber que era una celeste. Sin embargo, enseguida insistieron en que querían conocerla.

Jack pensó en Victoria.

Pensaba en ella muy a menudo, pero especialmente por las noches. Durante el día se mantenía ocupado para distraerse, entre otras cosas porque la echaba mucho de menos. Pero de noche, poco antes de dormir, cuando el silencio se cerraba sobre él, la memoria le jugaba malas pasadas.

Volvió a la realidad cuando Alexander le dio un codazo. Entonces se dio cuenta de que todos lo estaban mirando.

—Perdón —se disculpó—. ¿Qué decíais?

—Que vamos a ir al Oráculo de Gantadd para ver a Zaisei —dijo Shail—, y a la Madre Venerable. Mi madre dice que mañana por la mañana zarpará uno de sus barcos en dirección al Reino Oceánico, y que podemos partir en él sin problemas. Yo le he dicho que tenemos otro medio de transporte... pero aún no sabemos si vas a acompañarnos. Ayer hablabas de volver a Awa.

—Sí —asintió Jack—. Necesito consultar algo en el Oráculo, en cualquier Oráculo. El Oráculo de Awa está más cerca que el de Gantadd. Además, quiero hablar con el Venerable Ha-Din.

—Pero yo no voy a volver a Awa —intervino Alexander con brusquedad; todos lo miraron, un poco sorprendidos por su dureza—. Ese lugar no me trae buenos recuerdos —se justificó.

—Yo quiero ir a Gantadd —suspiró Shail—. Hace tiempo que no veo a Zaisei. Por lo que me habéis contado, escapó del tornado de Celestia por muy poco. Necesito saber si se encuentra bien.

Jack los miró a uno y a otro alternativamente.

—Escuchad —les dijo—, coged ese barco hacia el Reino Oceánico. Yo iré al Oráculo de Awa, haré lo que tenga que hacer y después me reuniré con vosotros en Gantadd.

«Aunque llegaremos más o menos al mismo tiempo», se dijo, suspirando para sus adentros. Podía llevarlos a ambos sobre su lomo hasta Awa, y luego volar todos juntos hasta Gantadd, y tardarían lo mismo. Pero no tenía ganas de discutir con Alexander, y parecía claro que no iba a poder convencerlo de que regresara al bosque donde había matado a su propio hermano.

Shail pareció entenderlo así también, porque asintió.

Más tarde acudieron a la casa Inko y Fada con sus respectivas familias. Shail estuvo encantado de volver a verlos y de conocer a sus sobrinos, y la casa se llenó pronto de risas infantiles. Jack disfrutó jugando con los niños. Era un descanso que nadie supiese quién era, que lo tratasen como a uno más, en lugar de verlo como a un dragón. Y no era que no le gustase ser un dragón. Pero humanos había muchos, en todas partes, mientras que no existía ningún otro dragón en el mundo.

Después de cenar, acomodados junto al fuego, Jack pensó que parecía mentira que aquel pequeño oasis de paz estuviese enclavado en un mundo sacudido por dioses furiosos. Miró de reojo a Sulia, la más joven de los hermanos de Shail, que se había acomodado sobre las rodillas de su prometido, a quien habían invitado a cenar aquella noche. Los dos contemplaban el fuego, la cabeza de ella reposando sobre el hombro de él, y parecían serenos y felices. Jack tuvo que reprimir el impulso de rodear con los brazos la cintura de una inexistente Victoria, a la que imaginaba junto a él, sentada en su regazo, como Sulia. Procuró no pensar en ello. Sabía que cuando quisiera podía regresar a la Torre de Kazlunn y pedir a los magos que abriesen una Puerta interdimensional para él. Y lo harían, si les prometía que traería de vuelta a Victoria. Harían cualquier cosa con tal de recuperar al último unicornio.

Jack sabía que, si se marchaba a la Tierra, con ella y con Christian, no volverían nunca. Y por eso quería hacer todo lo posible por ayudarlos antes de marcharse, de encontrar una solución al problema de los dioses, si es que la había. Porque después iba a dejarlos solos... para poder vivir una noche de paz como aquella, con Victoria sentada sobre sus rodillas, los dos disfrutando de la presencia del otro, alentados por la calidez del fuego.

«No es un pensamiento muy propio de un guerrero», se dijo, un poco alicaído.

Pero lo cierto era que estaba deprimido desde hacía tiempo. Podía pelear contra enemigos físicos; incluso habría hecho el esfuerzo de proseguir, él solo, la guerra ancestral de los dragones contra toda la raza shek. Sin embargo, nada podía hacer contra los dioses. Era una lucha absurda y sin sentido, y Jack había estado demasiado cerca de perder todo lo que le importaba como para querer arriesgarlo de nuevo.

Los niños empezaban a bostezar, y sus padres decidieron que ya era hora de marcharse a casa. Elevaron todos juntos una oración a dos de las diosas del panteón: Irial, madre de los humanos, y Neliam, señora del mar, que regía las vidas de muchos de ellos. Jack se unió a la plegaria, aunque en su fuero interno opinaba que, tal y como estaban las cosas, lo mejor que podían hacer no era pedir protección a los dioses, sino rogar que no se fijasen en ellos.

La madre cabeceaba sobre su butaca. Arsha la despertó para llevarla a la cama, pero ella pidió a Shail que fuese él quien la acompañara. El joven sonrió y accedió enseguida.

Cuando ya se despedían, en la puerta del dormitorio de Valia, ella lo retuvo.

—Me he dado cuenta de que cojeas un poco —le dijo—. ¿Qué te ha pasado?

Shail desvió la mirada, incómodo.

—No es nada. Un pequeño accidente.

—Es mucho más grave de lo que quieres hacerme creer, cuando te estás esforzando tanto en ocultarlo.

Shail dudó un momento, pero finalmente suspiró. Se levantó el bajo de la túnica y después se remangó el pantalón. La madre lanzó una exclamación de sorpresa al ver, bajo la luz del candil, la brillante pierna metálica.

—¡Shail! ¿Qué... qué es eso?

—Una pierna artificial. Perdí la mía en un ataque shek —simplificó él—. Pero ahora estoy bien, así que no vale la pena preocuparse por ello.

Valia lo miró con seriedad, dudando de sus palabras, pero no dijo nada.

Gerde ya no le prestaba atención.

Pasaba los días encerrada en su árbol, inclinada sobre un cuenco con agua que le mostraba imágenes, imágenes que le hablaban.

Assher lo sabía, porque de vez en cuando lo enviaban allí a dar recados y transmitir mensajes. Pero Gerde apenas hacía caso. Ni siquiera reaccionó cuando llegaron los mensajeros enviados a Kash-Tar con la respuesta de Sussh: que hasta que los rebeldes no fuesen completamente aplastados, no pensaba moverse de allí, y mucho menos para tratar con una hechicera sangrecaliente.

Assher creía que Gerde se enfurecería al escuchar algo así, pero sólo se echó a reír.

—El viejo Sussh sigue anclado en el pasado —comentó, como sin darle importancia.

—Tal vez deberías ir a hablar con él, igual que hiciste con Eissesh —sugirió Yaren, que estaba sentado en un rincón.

Pero Gerde negó con la cabeza.

—Eissesh ya le puso al corriente. Tarde o temprano acudirá a nosotros, cuando las cosas se pongan mal. Y puede que sea mejor así: puede que esté mejor en el desierto persiguiendo a los yan. Así, por lo menos, no molestará.

Volvió a inclinar la cabeza sobre el cuenco de agua, y Yaren se removió, incómodo. Gerde lo notó.

—¿Crees que paso demasiado tiempo mirando al otro mundo?

—Quizá no sería mala idea mirar a este de vez en cuando —murmuró el mago.

—Este mundo es el pasado, Yaren. El otro mundo es el futuro. Tan grande... con tantas posibilidades...

Yaren desvió la mirada.

—Además —añadió Gerde—, hay en él algo que te interesa.

—¿En serio? ¿Y de qué se trata?

—Lunnaris —dijo ella—. Lunnaris está allí.

El rostro sombrío del hechicero se contrajo en una mueca de odio. Sus dedos se cerraron sobre el tapiz que cubría el suelo, estrujándolo con saña, como si fuera un blanco cuello de unicornio. —No te preocupes, me las arreglaré para que la traigan de vuelta. Puede que la hayan llevado allí para curarla, o para protegerla, o las dos cosas. No tardaré en averiguar lo que quiero saber acerca de ella.

—¿Y entonces me permitirás matarla? —preguntó Yaren, anhelante.

—Aún no. Mientras Kirtash siga siéndonos útil, el unicornio debe permanecer con vida. Si lo matamos, Kirtash nos abandonará definitivamente.

—¿Tan importante es? —dijo Yaren, frunciendo el ceño—. Tenía entendido que ya realizó la misión que le había sido encomendada.

—Cierto. Pero todavía quedan muchas más. De él dependerá llevarlas a cabo o no. Y sabe que le conviene seguir siendo útil —sonrió.

Ambos repararon entonces en Assher, que seguía plantado junto a la entrada.

—¿Qué sucede? —preguntó Gerde.

Assher se mostró inquieto. No había entendido gran cosa de la conversación entre Yaren y el hada, puesto que se había desarrollado en idhunaico común, lengua que, aunque estaba empezando a aprender, aún no dominaba. Tragó saliva.

—¿Qué debo decirle al mensajero? ¿Hay que enviarlo de vuelta a Sussh?

Gerde meditó.

—No; que descanse. Será Sussh el que contacte con nosotros en poco tiempo. Gracias, Assher —le sonrió.

Assher se retiró, con el corazón encogido; el maestro Isskez lo estaba esperando.

Gerde había dejado de enseñarle magia personalmente, y eso lo ponía de mal humor. Pero el hada no le había dicho en ningún momento que hubiese dejado de ser su elegido.

Se aferraba a esa esperanza.

Aquella noche, sin embargo, hubo movimiento en el campamento.

Assher se dio cuenta, y por tanto le costó mucho prestar atención a las lecciones de su maestro. Por el rabillo del ojo veía al grupo que se había reunido por orden de Gerde. No era mucha gente, pero Yaren, el mago siniestro, el de la sonrisa torcida y la mirada sombría, iría con ellos.

Eso solo quería decir que la misión era importante. A Gerde le gustaba mantener a Yaren a su lado, y no lo enviaría lejos sin una buena razón.

Porque era evidente, por la forma en que se habían pertrechado, que iban lejos. Tal vez a Kash-Tar, para parlamentar con Sussh, o quizá al norte, con Eissesh. Assher aguzó el oído, tratando de escuchar, desde su posición, lo que Gerde estaba diciendo al grupo, reunido en torno a ella. Pero la voz de Isskez seguía clavándose en su mente y le impedía oír nada.

Por fin, el grupo partió, amparándose en la noche. Para entonces, Isskez ya lo había regañado varias veces por no prestar atención.

Nadie supo decirle, ni aquella noche ni los días posteriores, a dónde había ido aquella patrulla. Y Gerde no lo mencionó en ningún momento, como si no fuera importante, o se le hubiese olvidado.

Se despertaron muy temprano, cuando aún no habían salido los soles. La marea volvía a subir con el primer amanecer, y los barcos debían zarpar entonces. Shail y Alexander pronto estuvieron listos para partir; y, aunque ni Jack ni Valia iban a viajar con ellos, se levantaron para despedirlos.

Bajaron al puerto por uno de los accesos que Shail les había mostrado a su llegada a la ciudad. Tras un buen rato de descender por una larga y estrecha escalera, desembocaron en un inmenso entramado de cuevas naturales. Los barcos flotaban mansamente sobre unos pocos palmos de agua, en unos anchos canales que recorrían las cavernas. Eran embarcaciones cubiertas, con forma de almendra. Jack no vio velas por ninguna parte, y se preguntó cómo se movían. Shail advirtió su interés y lo acompañó hasta el muelle más cercano.

—Mira —le dijo, señalando el agua.

Jack vio que algo nadaba en torno al barco. Algo muy grande y con tres larguísimos tentáculos.

—Es un tektek —explicó Shail—. Todos nuestros barcos tienen en la bodega un tanque para el tektek: es nuestro... nuestro motor, por así decirlo. Expulsa un gran chorro de agua que lo impulsa hacia adelante y lo hace moverse, y con ello empuja también al barco.

—Ah, se mueve como los pulpos —entendió Jack.

—¿Pulpos? —repitió Shail, frunciendo el ceño. Jack se los describió, y el mago recordó haber visto alguno alguna vez, en la Tierra—. Pero el tektek es distinto —dijo—. Es completamente plano y tiene una cabeza en forma de flecha. Además, seguro que nunca has visto un pulpo con cuatro bocas —añadió, sonriendo.

Jack se estremeció.

—No querría encontrarme con un bicho así un día de playa —comentó.

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