Panteón (4 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Panteón
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El siguiente paso que dio estuvo a punto de lanzarlo al abismo. El suelo cedió bajo sus pies y solo gracias a sus excelentes reflejos logró rectificar y dar un salto atrás. Se hundió hasta las pantorrillas, pero el lodo no llegó más allá.

Tras él, oyó un grito de horror y un chapoteo, y exclamaciones ahogadas entre los adultos que asistían a la prueba. Se quedó quieto, con el corazón encogido, hasta que oyó que el caído jadeaba y boqueaba, tratando de respirar, escupiendo barro. Lo habían sacado.

Assher tragó saliva y trató de pensar con rapidez. No podía seguir recto, por lo que tendría que buscar un camino alternativo, por la derecha o por la izquierda. Tras una breve reflexión comprendió que no era algo que pudiese deducir por la lógica. A su derecha y a su izquierda, los otros szish continuaban avanzando a tientas, pero eso no quería decir nada. Los senderos seguros bajo el barro eran estrechos, y si el muchacho de su derecha avanzaba por un camino firme, tal vez entre él y Assher se abriera un profundo agujero. No podía saberlo.

Recordó que las pruebas no consistían en pensar ni en deducir, sino en dejarse llevar por la intuición y el instinto... cosa que los szish no hacían jamás, y por esta razón les resultaba tan difícil todo aquello. Assher se atrevió a rememorar el rostro de Gerde, su encantadora sonrisa, su voz. Sólo un pedazo de ciénaga se interponía entre él y su sueño.

Cerró los ojos bajo la venda y se dejó llevar.

Un paso a la izquierda.

Su pie se hundió en el fango... hasta el tobillo, y no más allá. Respiró, aliviado. Avanzó con el otro pie, inseguro. Pero tampoco se hundió esta vez.

Había encontrado un camino.

Siguió el sendero unos pasos más hacia la izquierda; pero alguien chocó contra él y estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio.

Oyó gritar al otro chico. Reconoció su voz: era Izass, tenía su misma edad. Los dos manotearon en el aire, desesperados, tratando de mantenerse firmes sobre el fango... y entonces Assher oyó un sonoro chapoteo, que lo salpicó de barro, y un grito. Comprendió lo que pasaba: Izass se había caído y se hundía sin remedio. Gritó su nombre y trató de tenderle la mano, pero no veía. Intentó quitarse la venda, pero solo consiguió cubrirse la cara de barro. Notó, de todas formas, que algo arrastraba a Izass hacia atrás: los adultos tiraban de su cuerpo hacia la orilla.

Assher se quedó un rato parado, hasta que oyó un agudo grito de dolor, un grito femenino: la madre de Izass.

Habían sacado a su hijo del barro, pero era demasiado tarde.

Assher sintió que se mareaba y estuvo a punto de caer él también. Pero se aferró al recuerdo de Gerde, dejó que su imagen inundara sus pensamientos hasta que, poco a poco, recobró la sensatez.

Lentamente, movió de nuevo los pies para seguir buscando el camino seguro.

Y siguió avanzando, mientras a su alrededor, sus compañeros iban cayendo, uno a uno. Por fin, recorrer el Laberinto del Fango se convirtió en algo mecánico. Empezó a visualizar, de alguna manera, los caminos debajo de la ciénaga, y sus pasos se volvieron más seguros y menos titubeantes. En un par de ocasiones estuvo a punto de perder pie, pero lo recuperó.

Y, cuando quiso darse cuenta, estaba casi en la meta.

Lo supo porque oyó una exclamación ahogada junto a él, y eso le hizo volver a la realidad. A su lado, uno de sus compañeros había estado a punto de salirse del sendero seguro. Una chica, para ser más exactos.

—¡Assher! —susurró ella—. ¿Eres tú?

—¡Sassia! —la reconoció.

—No debe de faltar mucho ya, ¿verdad? —preguntó ella, angustiada—. Assher, creo... creo que ya solo quedamos tú y yo.

Una horrible sensación de abatimiento cayó sobre Assher. No sabía que Sassia participaba en las pruebas. Ni siquiera se había fijado, y eso le llevó a preguntarse qué le estaba pasando. En Drackwen había bebido los vientos por ella.

—Ven, dame la mano —le susurró—. Juntos avanzaremos más seguros.

—¿Tú crees? —preguntó la joven szish, dubitativa—. ¿Y si uno de los dos resbala?

—Entonces, caeremos los dos, pero serán dos las cuerdas que puedan tirar de nosotros para rescatarnos. No te soltaré; te lo prometo.

Assher no pudo ver su expresión, pero pronto sintió que su mano tanteaba en el aire, junto a él. La atrapó y la estrechó con fuerza.

Así, juntos, poco a poco, fueron avanzando por los senderos ocultos bajo el barro. Assher volvió a visualizarlos en su mente y siguió caminando, arrastrando a Sassia tras de sí.

—¡Diez pasos para la llegada! —anunció la voz del juez un poco más allá.

«Lo vamos a conseguir... lo vamos a conseguir...», pensó Assher. El rostro de Gerde iluminaba todos sus pensamientos.

Entonces, Sassia resbaló y se hundió con un grito, tirando de Assher. Todo sucedió muy deprisa. El joven szish casi pudo ver a su compañera cayendo, y, al mismo tiempo, se vio a sí mismo cayendo con ella, hundiéndose en el fango... y perdiendo la prueba que lo llevaría a Gerde.

No lo pensó. Casi sin darse cuenta, soltó la mano de Sassia como si le quemara su contacto.

Hubo gritos entre los szish que aguardaban en la orilla. Assher se quedó paralizado mientras tiraban de la chica para sacarla de la ciénaga y la remolcaban hasta la orilla. Aguzó el oído, esperando escuchar algo que le dijera si Sassia había sobrevivido, si la habían sacado a tiempo. Silencio.

Lentamente, Assher puso un pie delante de otro.

Los últimos metros los vivió como en un sueño. Cuando, por fin, trepó a tierra firme, junto al juez, y este lo declaró vencedor de la prueba, solo fue capaz de pensar: «Voy a ver a Gerde. Voy a ver a Gerde».

Cuando le quitaron la venda de los ojos y miró a su alrededor, vio, entre la multitud, a Sassia, envuelta en una manta, cubierta de barro, que lo miraba fijamente. Y era una mirada acusadora, una mirada que delataba el hecho de que había soltado su mano, de que había estado dispuesto a dejarla morir.

«No importa», se dijo el chico. «Voy a ver a Gerde».

No tardaron dos días, como Ydeon había calculado, sino tres días y medio. La presencia de Shail los retrasaba inevitablemente, a pesar de que el gigante había optado por cargarlo sobre sus hombros. Pero ni haciendo uso de su bastón, ni con toda su buena voluntad, podía Shail avanzar por la tierra nevada.

—Esto cambiará cuando tengas tu pierna nueva —rechinó Ydeon, muy convencido.

Al atardecer del cuarto día, cuando el primero de los soles comenzaba a declinar, fueron testigos de un espectáculo sobrecogedor.

Una cadena montañosa les cerraba el paso, peinando el horizonte. Y uno de los picos temblaba y se estremecía visiblemente, como golpeado por alguna fuerza invisible. Con cada sacudida, los aludes se precipitaban bramando por las laderas, la roca se resquebrajaba y los despeñaderos arrojaban bloques de piedra a los abismos. La montaña entera rugía y gemía con una voz rocosa, despertada de su sueño milenario, y se convulsionaba como si fuera el epicentro de un poderoso terremoto.

Christian, Ydeon y Shail estaban demasiado lejos como para que peligrara su integridad física, pero la destrucción era fácilmente apreciable incluso desde aquella distancia.

—Por todos los dioses —murmuró Shail—. ¿Qué es lo que está provocando todo eso?

Christian le dirigió una extraña mirada, pero no respondió.

Prosiguieron la marcha, dando un rodeo para no ir directamente hacia allí. No pudieron dejar de observar con inquietud cada convulsión, pero, a pesar de que trataban de no perder detalle, en ningún momento consiguieron ver qué o quién estaba causando aquellos estragos.

Un poco más tarde distinguieron a lo lejos una silueta que se acercaba hacia ellos por la nieve. Conforme se fue aproximando, les quedó claro que se trataba de un gigante.

Una giganta, en realidad.

—Ynaf —saludó el forjador de espadas.

—Ydeon —respondió ella.

Sus rasgos no se diferenciaban gran cosa de las facciones de un varón de su misma raza, pero las formas de su cuerpo eran indudablemente femeninas. No le preguntó a Ydeon qué estaba haciendo allí, pero sus ojos rojos se clavaron en los dos jóvenes humanos, inquisitivos.

—Kirtash. Shail —resumió Ydeon, sucinto—.;

—Creo que puede interesarles lo que está pasando por aquí.

Los ojos de Ynaf relucieron con interés.

—¿De veras? Bien, no me extraña. Debería interesar a todo el mundo.

—¿De qué se trata? —preguntó Shail.

—Os llevaré a verlo más de cerca. Aún quedan varias horas de luz.

Christian asintió en seguida. Shail recordó que la curiosidad de los sheks por todo aquello que consideraban nuevo y extraño era proverbial, y comprendió que, en aquel aspecto, Christian no era una excepción.

Acompañaron a la giganta a través de una planicie nevada, siguiendo la línea de la cordillera, a una prudente distancia.

—Todo empezó hace ocho días, cuando el techo de mi caverna se derrumbó sobre mí sin previo aviso —explicó ella—. Conseguí escapar, y busqué otro refugio, pero no demasiado lejos, porque me pareció extraño que toda la montaña temblara de esa manera. He estado observando el fenómeno desde entonces. Como vi que no solo no se detenía, sino que además empezaba a moverse...

—¿Se mueve? —interrumpió Christian.

—Avanza a lo largo de la cordillera, muy, muy lentamente —explicó Ynaf—. ¿Veis ese pico de allí? —señaló una cumbre situada un poco más al oeste; desde aquel punto hasta el lugar que ahora retumbaba bajo el poder de una maza invisible, las montañas evidenciaban el paso de aquel inexplicable terremoto—. Ahí es donde empezó. Desde entonces, la destrucción se ha desplazado. Se mueve con tanta lentitud que para poder apreciarlo es necesario estar contemplando las montañas fijamente durante varias horas. Pero se mueve, al fin y al cabo, y no parece que tenga intención de parar. Por eso decidí avisar a quien pudiera interesarle. Varios gigantes han pasado por aquí desde entonces, pero nadie ha sido capaz de precisar de qué se trata. Aunque —añadió, tras una breve pausa— Ymur tiene una teoría bastante... interesante.

—¿Ymur, el sacerdote? —preguntó Ydeon.

Ynaf asintió.

—Llegó ayer, después del tercer amanecer. Parece que mi mensaje también alcanzó las ruinas del Gran Oráculo. Nos reuniremos con él cerca de la montaña.

Encontraron a Ymur contemplando las sacudidas del pico desde un promontorio nevado. Se había sentado sobre una roca y tomaba notas deslizando un carboncillo sobre una tabla de piedra.

—Ymur —saludó Ynaf.

El sacerdote se volvió hacia ellos. Vestía la túnica de la Iglesia de los Tres Soles. Era, como cabía esperar, servidor del dios Karevan, patriarca de los gigantes.

—Ynaf. Ydeon —respondió; apenas se fijó en Christian y en Shail—. Se mueve de nuevo. ¿Os habéis dado cuenta?

—Sí, sacerdote —rechinó Ydeon—. ¿Qué es?

También a Ymur le faltaban las palabras.

—Observadlo con atención —dijo—. Me gustaría acercarme más, pero me temo que resultaría un poco... arriesgado.

—Yo puedo solucionar eso —se ofreció Shail.

Formuló las palabras de un hechizo de lente mágica. El aire se rizó suavemente y formó un óvalo de una textura distinta, que quedó suspendido ante ellos.

—Buen trabajo, mago —aprobó Ymur, al comprobar que mirando a través del óvalo se veía todo mucho más cerca—. Y ahora, mirad...

Los cinco se concentraron en la imagen ampliada de la montaña.

Sí, ahí había algo, algo que sacudía la cordillera hasta sus cimientos, y que arrastraba roca y nieve a su paso, como si de un titán se tratase. Debía de ser una criatura ciclópea, a juzgar por los efectos que provocaba su avance, o tal vez su mera presencia; pero no era apreciable a simple vista, ni siquiera a través de la lente mágica de Shail. Fuese lo que fuese, allí no había nada... o no parecía haber nada. Si no fuera porque parecía imposible, Shail habría jurado que aquello no se desplazaba sobre la roca de la montaña, sino a través de ella. Que lo que estaba destruyendo la cordillera lo hacía desde dentro. O que las propias montañas se despertaban después de una siesta de varios milenios y se desperezaban en un largo y formidable bostezo.

—Es una fuerza. O una energía. O como queráis llamarlo —dijo Ymur—. Invisible... pero poderosa.

—No se trata solo de una cuestión de invisibilidad —murmuró Christian—. Me temo que ni siquiera es material.

—Una fuerza. Una energía —repitió Shail—. Pero...

—Tú sabes lo que es, sacerdote —cortó Christian, clavando su fría mirada en el gigante—. ¿Por qué no compartes tus conclusiones con nosotros?

Ymur dudó.

—Bien, yo tengo una teoría. Sé que puede sonar extraño, incluso... vaya... algo irreverente, pero...

—Pero, ¿qué? —se impacientó Shail.

Ymur desvió la mirada, incómodo. Al mago, que siempre había sentido un respeto instintivo hacia los gigantes, tan grandes y poderosos, le resultaba extraño ver dudar a uno de ellos, y se preguntó, inquieto, qué clase de ser o criatura podría asustarlos en su propio mundo.

—Es un dios —concluyó Christian con suavidad.

Hubo un desconcertado silencio.

—¿Un qué? —dijo entonces Shail.

—Diría que es el dios Karevan, que ha decidido darse una vuelta por el mundo —prosiguió el shek a media voz—. ¿No es eso lo que pensabas, sacerdote?

—Era la idea que se me había ocurrido, sí —admitió Ymur, un poco a regañadientes—. Pero llevo días observándolo, y no entiendo su comportamiento. ¿Por qué se ensaña tanto? ¿Por qué toda esta destrucción? ¿Acaso está furioso con nosotros, y esto es algún tipo de castigo?

Christian sonrió.

—Creo que simplemente está paseando —dijo—. Puede que incluso se encuentre todavía algo desconcertado. Al fin y al cabo, hace mucho tiempo que los dioses abandonaron nuestro mundo, ¿no?

—¿Llamas a eso «pasear»? —repuso el sacerdote, incrédulo, señalando la montaña, que seguía convulsionándose violentamente.

Christian se encogió de hombros.

—Es un dios. Una especie de cúmulo de energía, por llamarlo de alguna manera. Mientras no tenga un cuerpo de carne que le permita moverse en un mundo material, su simple presencia resultará sumamente peligrosa para cualquiera que se le acerque. Pero no creo que tenga interés en procurarse un cuerpo: esta vez no. Porque, aunque un cuerpo le permitiría interactuar con el mundo, incluso con sus criaturas, en esta ocasión no ha venido a eso.

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