Panteón (143 page)

Read Panteón Online

Authors: Laura Gallego García

BOOK: Panteón
10.18Mb size Format: txt, pdf, ePub

No les había contado, ni a Jack ni a Victoria, que lo que le había hecho decidirse por exiliarse a la Tierra había sido algo que le había sucedido días atrás, cuando sobrevolaba Nanetten.

Siempre tenía buen cuidado de no mostrarse bajo su forma de shek, y cuando volaba, lo hacía de noche. Pero en aquella ocasión, alguien le había visto: uno de los dragones artificiales de Tanawe.

Iba solo; en principio, Christian no tuvo ningún problema en enfrentarse a él. Le sentaría bien y, además, no creía que corriese verdadero peligro. Casi todos los buenos pilotos de los Nuevos Dragones habían muerto en la Batalla de los Siete. Aquel solo podía ser un novato.

De modo que había lanzado un intenso siseo para provocarlo y se había preparado para la lucha.

Pero entonces había detectado algo que le había puesto las escamas de punta, algo que había inspirado en su corazón un oscuro terror que no estaba dispuesto a afrontar.

Eran las garras del dragón. Estaban fabricadas con material de la Roca Maldita.

Christian no temía al combate, pero no estaba dispuesto a volver a pasar por eso otra vez. Había dado media vuelta y había salido huyendo.

Ahora, los Nuevos Dragones sabían que todavía quedaban sheks en Idhún. En realidad solo quedaba uno, y tal vez alguien inteligente ataría cabos, pero, en cualquier caso, no se hacía ilusiones: si Tanawe seguía fabricando dragones, y además con «mejoras», no cabía duda de que era porque aún esperaban encontrar sheks en alguna parte. Así que no se detendrían hasta dar con ellos.

Hasta dar con él.

Christian no quería alarmar a Victoria, pero no estaba dispuesto a seguir huyendo. Había muchas cosas en el mundo que podían matarlo, pero solo una capaz de hacerle experimentar un estado que para él era peor que la muerte. Los sangrecaliente habían descubierto la Roca Maldita; hasta que aquel objeto no desapareciese de la faz de Idhún, Christian no se sentiría cómodo allí.

Pasó por el cuarto de Erik y se asomó a su cama. El niño dormía, pero se despertó cuando Christian le acarició la mejilla. Lo miró con unos profundos ojos castaños. El shek habría jurado que había en ellos un destello de luz.

—Hola, pequeño —susurró—. Me marcho.

Respiró hondo. Sabía que también echaría mucho de menos a aquel niño. A pesar del ligerísimo olor a dragón que despedía, Christian lo quería como a un hijo.

—¿Cuidarás de tu madre? —le preguntó suavemente.

El niño no dijo nada. Solo siguió mirándolo.

—Y de Jack también —siguió diciéndole Christian—. Suele meterse en problemas con más facilidad de la que quiere reconocer.

Erik seguía sin hablar. Christian sintió que ya era hora de despedirse.

—No te olvides de mí, ¿de acuerdo? —dijo en voz baja.


Kistan —
dijo Erik.

Christian sonrió. Hacía mucho que no pasaba por aquella casa y, sin embargo, Erik había aprendido a pronunciar su nombre.

Le hizo una nueva carantoña y salió de la habitación.

Momentos después, abandonaba la casa, tal vez para no volver.

Jack regresó con el tercer amanecer y encontró a Victoria en un estado profundamente melancólico. La abrazó y la consoló lo mejor que pudo.

—Iremos a la Tierra, con él, si eso te hace sentir mejor —le prometió.

Victoria dijo que no era necesario, pero Jack sabía que, si Christian no regresaba en un plazo razonable de tiempo, tendrían que ir a reunirse con él. Era tan sumamente cruel mantenerlos tanto tiempo separados que Jack se preguntó por qué insistiría el shek en marcharse una y otra vez.

—Tranquila —murmuró en su oído—. Volverás a verlo cuando menos te lo esperes. Sabes que nunca nos libraremos de él —añadió, burlón.

Victoria sonrió.

A sus pies, Erik jugaba con un perrito de madera que Jack había tallado para él. Todo estaba bien, todo parecía tranquilo y apacible y, no obstante, tanto Jack como Victoria sabían que faltaba algo en aquel cuadro para que estuviese completo.

Muy lejos de allí, en otro universo, tal vez, Shizuko Ishikawa acababa de salir de una reunión de negocios. Se movía con elegancia, casi deslizándose, casi ondulando, como lo había hecho cuando era una shek. Era hora punta y había mucha gente en la calle, demasiada como para que ella se sintiese cómoda. Sus ojos rasgados buscaron un taxi para regresar a su propia oficina.

Y entonces lo vio a él.

Frío, sereno, vestido de negro, como de costumbre. Había pasado bastante tiempo, tal vez un año, tal vez dos, suficiente como para que una mujer olvide a un hombre que la ha decepcionado.

Pero los sheks nunca olvidan.

Se quedó quieta, con el semblante impenetrable, y simplemente esperó a que él se acercase. Cuando estuvieron frente a frente no hubo ningún saludo verbal, ningún apretón de manos. Solo se miraron a los ojos.

«¿Qué haces aquí?», quiso saber ella.

Christian se lo explicó.

En apenas unos segundos puso a su disposición toda la información que creía que ella debía conocer. A medida que fue conociendo los detalles, el semblante de porcelana de Shizuko palideció cada vez más.

«Mientes», dijo. «No pueden habernos dejado atrás. Ella prometió...»

«Tenía un plan mejor», respondió Christian.

Shizuko lo miró, en silencio.

«Y ahora, ¿qué vamos a hacer?», preguntó después. «¿Cómo vamos a sobrevivir en este mundo?»

«Como hemos hecho siempre», dijo Christian. «Puede que tardéis años, o décadas, pero os las arreglaréis para ser los señores de este mundo. Y probablemente los humanos jamás lo sabrán».

«Es un pobre consuelo».

«No tenía intención de consolarte».

Volvieron a cruzar una larga, larga mirada. Después, Christian dio media vuelta y se alejó de ella, sin mirar atrás.

Shizuko se quedó parada, en medio de la gente, del tráfico, del ruido y del humo, del caos de Tokio, que se arremolinaba en torno a ella, sin llegar a advertir, ni por un solo instante, la vasta desolación que podía llegar a esconderse en el interior de aquella mujer de hielo, de aquella serpiente condenada a vivir entre humanos.

Epílogo

Exilio

Shail llegó de madrugada, cuando las tres lunas estaban ya muy altas y la noche idhunita lo envolvía en su suave frescor. Se detuvo frente a la puerta de la casa y alzó la mirada para contemplar a los tres astros. Se preguntó si los dioses los observaban realmente desde Erea, y si les importaba, aunque solo fuese un poco, el destino de la familia que vivía allí. Intentó no pensar en ello.

Llamó con insistencia a la puerta, hasta que Jack salió a abrir, amodorrado.

—Os han encontrado —dijo solamente—. Vienen por vosotros.

Jack se despejó enseguida. Hizo pasar a Shail al interior de la casa y fue a despertar a Victoria.

Descubrió que estaba ya despierta, acunando al bebé, que sollozaba quedamente. Ambos cruzaron una mirada, de incertidumbre la de ella, sombría la de él.

—Tenemos que marcharnos, Victoria —dijo él.

Victoria se estremeció y estrechó al bebé entre sus brazos. Volvió a dejarlo en la cuna y se apresuró a ir en busca de sus cosas.

Jack volvió a la entrada, donde aguardaba Shail, muy nervioso.

—No tardarán en llegar —dijo el mago.

Jack entornó los ojos.

—Es mi familia —dijo con ferocidad—. Y no permitiré que se acerquen a ellos. Lucharé si es necesario —añadió, y Shail vio que se había colgado a Domivat a la espalda.

—Volverán a encontraros, una y otra vez. No puedes luchar contra todos ellos. Quieren al bebé, y no se detendrán hasta conseguirlo.

Jack cerró los ojos. Por un momento pareció agotado.

—Luchamos para salvar este mundo —dijo—. Lo hemos dado todo por este mundo, nos hemos enfrentado a los sheks, a Ashran, a los dioses... ¿y así es como nos lo pagan? —dijo, con amargura.

Había alzado la voz, y Shail le pidió que bajara el tono, aunque, reconoció, estaba totalmente de acuerdo con él.

Victoria regresó ya. Se había colgado una bolsa a la espalda, y otra reposaba junto a sus pies. Jack la recogió y se la cargó al hombro. Victoria seguía acunando a su lloroso bebé.

—Vete a buscar a Erik —le dijo a Jack—. Le he dejado dormir un poco más.

Jack asintió. Cuando desapareció en busca del niño, Shail y Victoria cruzaron una mirada.

—Lo siento, Vic —dijo él—. Lo siento muchísimo. Nunca... nunca pensé que las cosas sucederían así.

Victoria sacudió la cabeza, con los ojos llenos de lágrimas.

En aquel momento llegó Jack, arrastrando tras de sí a Erik, que se frotaba los ojos, amodorrado.

Salieron al porche, precipitadamente. Victoria se quedó un momento más en la puerta, contemplando el lugar que había sido su hogar en los últimos tiempos. Había sido feliz en aquella casa. Su familia había sido feliz en aquella casa. Respiró hondo, deseando que todo fuese un mal sueño, que no la obligasen a marcharse de allí, después de todo.

Pero era una esperanza vana.

Jack oprimió suavemente su brazo.

—Hemos de irnos —le dijo al oído.

Victoria se tragó las lágrimas y asintió.

Momentos después corrían por el bosque. Vieron las sombras de los dragones sobrevolando las copas de los árboles. No tardarían en encontrar un lugar donde aterrizar, y entonces irían a buscarlos a la casa... Victoria se los imaginó entrando en ella con violencia, revolviendo sus cosas, revolviendo su vida, echándolos de aquel pequeño oasis de felicidad. «¿Por qué?», se preguntaba, una y otra vez.

Llegaron por fin al claro donde, desde hacía varias semanas, estaban preparando su vía de escape. Había un enorme hexágono trazado en el suelo, rodeado de los símbolos arcanos correspondientes.

Jack dudó.

—¿Estás seguro de que sabes cómo abrirla? Tenía entendido que solo podían hacerlo los hechiceros más poderosos.

Shail resopló.

—Me pasé años en Limbhad estudiando las Puertas interdimensionales, buscando la manera de regresar a casa. Me sé la teoría de memoria. Solo necesito un poco más de poder.

Victoria captó el mensaje y asintió. Le tendió el bebé a Jack y extrajo el báculo de su funda. Lo levantó en alto para permitir que absorbiera energía del ambiente. La respuesta fue rápida y eficaz; desde que los dioses se habían paseado sobre la faz del mundo, este estaba mucho más cargado de energía que antes, más vibrante, más vivo.

La joven alargó la otra mano y la colocó sobre el hombro de Shail. Inmediatamente, empezó a transmitirle energía.

—De acuerdo —murmuró Shail—. Vamos allá.

No poseía el poder que tenía Christian para abrir Puertas interdimensionales de forma instantánea, pero conocía la fórmula, sabía cuáles eran los pasos, y ahora tenía la energía necesaria.

Lenta, muy lentamente, la Puerta a la Tierra se fue abriendo. Cuando las voces de sus perseguidores ya resonaban en el bosque, Shail terminó de abrir una brecha lo bastante amplia como para que pudiesen pasar.

—Ya está —jadeó—. Marchaos.

Victoria asintió. Se acercó a él y le tendió algo alargado, que iba envuelto cuidadosamente en un paño.

—Cuida de esto —dijo—. No conozco a nadie que merezca tenerlo más que tú. Haz buen uso de él, y, sobre todo, que nadie sepa que lo tengas. Podrías tener problemas.

Shail lo desenvolvió parcialmente, con curiosidad. Algo blanco y brillante como un rayo de luna emergió de entre los pliegues de la tela. El mago se quedó paralizado de sorpresa.

—Esto es... —pudo decir por fin—. ¡Es un cuerno de unicornio!

—Es mi cuerno —asintió Victoria—. El que Ashran me arrebató. Lo encontramos en el árbol de Gerde después de la Batalla de los Siete.

—Y por qué... —empezó él, aún aturdido—, ¿por qué no lo dijisteis a nadie?

Victoria y Jack cruzaron una mirada de circunstancias. Sobraban las palabras. Shail entendió, y estrechó el paquete contra su pecho.

—Seré digno de él —prometió; vaciló antes de preguntar-: ¿Puedo... con esto puedo consagrar nuevos magos? ¿Puedo tocarlo sin que me haga daño?

—Puedes —asintió Victoria—, porque es mi cuerno, y yo te lo regalo.

Shail tragó saliva, emocionado. Fue incapaz de seguir hablando, por lo que Victoria añadió:

—Gracias por todo, Shail.

Lo abrazó con fuerza, y el mago correspondió a su abrazo, emocionado.

—Mi pequeña Victoria —susurró—. Espero que encuentres la paz y la felicidad que te mereces.

Victoria inspiró hondo.

—Gracias —pudo decir—, lo mismo te deseo yo a ti. Por favor, despídete de Zaisei por mí, y de todo el mundo. Os echaremos de menos.

—Lo mismo digo —intervino Jack—. Pero espero que esto no sea una despedida para siempre. Espero que volvamos a vernos en Limbhad.

Shail sonrió.

—Yo también.

Revolvió el pelo de Erik y le dio un fuerte abrazo, y luego abrazó también a Jack. Contempló a la criatura que sostenía entre sus brazos, y que permanecía serena y callada, como si intuyese el peligro que los amenazaba.

—Todo por una cosa tan pequeña...

—Es solo un bebé —dijo Victoria, al borde del llanto—. No ha hecho daño a nadie.

Shail no supo qué contestar. Volvió a contemplar al bebé.

—Adiós, Eva —susurró—. Adiós, pequeña Lune.

La niña lo miró, muy seria. Sus ojos eran azules como el hielo.

—Daría mi vida por protegerla, Shail —dijo Jack, con voz ronca.

—Lo sé —sonrió Shail—. Ojalá os vaya todo bien.

—Irá bien, porque estaremos todos juntos. Christian estará encantado de conocer a Eva. Habrá que ver la cara que pone —añadió, con una amplia sonrisa—. No me lo perdería por nada del mundo.

Victoria sonrió también. El rostro se le iluminó, y Jack se alegró de haber mencionado a Christian. La pena por abandonar su hogar, por dar la espalda a Idhún, podría mitigarse un tanto con la alegría de reencontrarse con el shek. La joven tomó a la niña de los brazos de Jack.

—Christian —susurró Victoria al oído del bebé—. Vamos a volver a ver a Christian, Eva.

Jack sonrió y rodeó su cintura con el brazo que tenía libre. Con el otro sostenía a Erik.

Tras despedirse de Shail por última vez, los cuatro dieron el paso que los llevaría lejos de Idhún, de vuelta a casa. No sabían qué les aguardaría allí. No sabían si serían bien recibidos en el mundo que una vez los había visto nacer, ni si sus hijos, nacidos idhunitas, podrían ser niños normales en la Tierra o, por el contrario, manifestarían poderes heredados de sus extraordinarios padres. No podían saberlo, pero, en aquel momento, no les importaba.

Other books

Charmed and Dangerous by Lori Wilde
The Songbird by Val Wood
Mine to Hold by Black, Shayla
El último patriarca by Najat El Hachmi
Deep Trouble by R. L. Stine
Rowdy Rides to Glory (1987) by L'amour, Louis
High Stakes by Cheryl Douglas