Pájaros de Fuego (6 page)

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Authors: Anaïs Nin

BOOK: Pájaros de Fuego
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Casi enfermó de ansiedad y temores morbosos, y comenzó a padecer insomnio. El doctor le dio unas píldoras que le provocaban un sueño profundo.

Novalis se dio cuenta de que cuando tomaba las píldoras no lo notaba levantarse, moverse alrededor ni derribar los objetos de la habitación. Una mañana que se despertó temprano con ánimos de trabajar y la vio dormida, tan dormida que casi no se movía, tuvo una extraña ocurrencia.

Apartó las sábanas que la tapaban y, lentamente, fue levantando el camisón de seda. Pudo subirlo por encima de los pechos sin que ella diera la menor muestra de despertar. Cuando estuvo descubierto todo el cuerpo de la mujer, lo contempló tanto rato como quiso. Los brazos estaban desprendidos del cuerpo; los pechos se extendían ante sus ojos como una ofrenda. Le excitaba el deseo pero no se atrevió a tocarla. En lugar de eso, trajo papel y lápices, se sentó junto a la cabecera y estuvo tomando apuntes. Mientras trabajaba, tenía la sensación de estar acariciando cada una de las líneas perfectas del cuerpo de la mujer.

Pudo proseguir durante un par de horas. Cuando observó que cedía el efecto de las píldoras somníferas, estiró el camisón, la cubrió con la sábana y salió del dormitorio.

Más tarde, María se sorprendió al notar un nuevo entusiasmo de su marido por el trabajo. Se encerraba en el estudio durante días enteros, pintando sobre los apuntes a lápiz que hacía por las mañanas.

De este modo le hizo varios cuadros, siempre tendida, siempre durmiendo, tal como había estado el primer día que posó. María estaba pasmada por la obsesión. Creía que eran simples repeticiones de la primera pose. Novalis siempre alteraba el rostro. Dado que la actual expresión de la mujer era adusta y severa, nadie que viera aquellos cuadros se imaginaría nunca que el voluptuoso cuerpo era el de María.

Novalis ya no deseaba a su esposa cuando estaba despierta y lucía la expresión puritana y la mirada ceñuda. La deseaba cuando estaba dormida, abandonada, opulenta y apacible.

La pintaba sin respiro. Cuando estaba solo en el estudio con un nuevo cuadro, se tendía frente al cuadro en el sofá y una corriente cálida le recorría todo el cuerpo, mientras sus ojos reposaban en los pechos de la maja, en el valle de su vientre o en el vello que nacía entre las piernas. Notaba una incipiente erección. Le sorprendía el violento efecto del cuadro.

Una mañana estuvo delante de María mientras ella estaba durmiendo. Había conseguido separarle ligeramente las piernas, para ver en medio. Observando la pose sin limitaciones, las piernas abiertas, se tocó el sexo con los dedos haciéndose la ilusión de que era ella quien lo hacía. Cuántas veces le había conducido la mano hacia el pene, con el propósito de arrebatarle esta caricia, pero ella siempre se había negado y alejado la mano. Ahora empuñó el pene con su propia mano.

María comprendió pronto que había perdido el amor del pintor y no supo cómo recuperarlo. Se daba cuenta de que estaba enamorado de su cuerpo, pero sólo cuando lo pintaba.

Se fue al campo, a pasar una semana con unos amigos. A los pocos días cayó enferma y regresó a casa para que la viera su médico. Cuando llegó, la casa parecía desierta. Fue de puntillas al estudio de Novalis. No había el menor ruido. Entonces se imaginó que estaría haciendo el amor con otra mujer. Se acercó a la puerta. Lenta y silenciosamente como un ladrón, la abrió. Y esto es lo que vio: en el suelo del estudio había un cuadro de ella; y encima, restregándose contra el cuadro, estaba su marido desnudo, desnudo y con el pelo alborotado, como ella no lo había visto nunca, y con el pene erecto.

Se restregaba contra la pintura, lascivo, besándola y acariciándola entre las piernas. Se revolcaba como nunca lo había hecho sobre María. Parecía presa del frenesí y a todo su alrededor tenía los demás cuadros de ella, desnuda, voluptuosa y bellísima. Les dirigía miradas apasionadas y luego proseguía el imaginario abrazo. Lo que estaba viviendo era una orgía con la esposa que en realidad no había conocido. Ante este espectáculo, la propia sensualidad contenida de María se incendió, libre por primera vez. Al quitarse las ropas, le reveló una María nueva, una María iluminada por la pasión, abandonada como en los cuadros, que ofrecía su cuerpo sin pudor y sin dudarlo a todos los abrazos del hombre, esforzándose por arrebatar sus emociones a los cuadros, por sobrepasarlos.

Una modelo

Mi madre tenía ideas europeas sobre las jóvenes. Yo tenía dieciocho años. Nunca había salido sola con hombres, nunca había leído más que novelas literarias y, por supuesto, no era como las chicas de mi edad. Era lo que se podría llamar una persona protegida, como les ocurre a muchas mujeres chinas, instruida en el arte de sacar el mejor partido posible de los vestidos desechados por una prima rica, de cantar y bailar, de escribir con elegancia, de leer los mejores libros, de tener una conversación inteligente, de arreglarme bien el pelo, de mantener las manos blancas y delicadas, de utilizar únicamente el inglés refinado que había aprendido desde mi llegada a Francia y de tratar a todo el mundo con la mayor educación.

Este fue el resultado de mi educación europea. Pero yo era muy parecida a las orientales en otro sentido: a largos períodos de mansedumbre sucedían estallidos de violencia, tales como mal humor o rebeldía, o bien de decisiones súbitas y de inmediata puesta en práctica.

De repente, sin consultar a nadie ni pedir la aprobación de nadie, decidí ponerme a trabajar. Sabía que mi madre se opondría a mis planes.

Rara vez había estado sola en Nueva York. Ahora recorría las calles, respondiendo a toda clase de anuncios. Mis conocimientos no eran demasiado prácticos. Sabía lenguas, pero no sabía escribir a máquina. Sabía danza española, pero no los nuevos bailes populares. En ninguna parte inspiraba confianza. Parecía aún más joven de lo que era y demasiado delicada y sensible. Daba la impresión de no poder soportar ninguna carga, aunque sólo fuese una apariencia.

AI cabo de una semana lo único que había conseguido era la sensación de no servir para nada. Entonces fui a ver a una amiga de la familia que me tenía mucho aprecio. Esta amiga no estaba de acuerdo con la forma de protegerme de mi madre. Se puso contenta de verme, la maravilló mi decisión y se mostró deseosa de ayudarme. Hablándole, en broma, sobre mí y enumerando mis cualidades, se me ocurrió decir que la semana anterior había ido a visitarme un pintor y había dicho que mi rostro era exótico. Mi amiga se puso en pie de un salto.

—Ya lo tengo —dijo—. Ya sé lo que puedes hacer. Es cierto que tu cara es poco corriente. Pues bien, yo conozco un club donde los artistas buscan modelos. Te presentaré en el club. Es una especie de refugio para chicas, que así no tienen que ir de estudio en estudio. Los artistas se inscriben en el club, donde se les conoce, y llaman por teléfono cuando necesitan alguna modelo.

Cuando llegamos al club, en la calle Cincuenta y siete, había gran animación y mucha gente. Estaban preparando la función anual. Todos los años, todas las modelos se vestían con las ropas que mejor les sentaban y desfilaban ante los pintores. Me inscribí rápidamente por una pequeña suma y me enviaron escaleras arriba con dos señoras mayores que me condujeron a los vestuarios. Una de ellas escogió un vestido del siglo XVIII. La otra me levantó el pelo por encima de las orejas. Me enseñaron a maquillarme las pestañas. Vi un nuevo ser en los espejos. El ensayo estaba en marcha. Debía bajar las escaleras y dar un paseo alrededor de toda la sala. No resultó difícil. Fue como un baile de máscaras.

El día del espectáculo todo el mundo estaba bastante nervioso. Buena parte del éxito de las modelos dependía de aquel acontecimiento. Me temblaba la mano mientras me maquillaba las pestañas. La rosa que me habían dado para adorno me hacía sentirme un poco ridícula. Fui recibida con aplausos. Después que todas las chicas dieron una vuelta despacio alrededor de la sala, los pintores hablaron con nosotras, apuntaron nuestros nombres y concertaron citas. Mi agenda estaba llena de citas como un
carnet
de baile.

El lunes a las nueve en punto fui al estudio de un pintor famoso; a la una, al estudio de un ilustrador; a las cuatro en punto, al estudio de un miniaturista; y así sucesivamente. También había mujeres que pintaban. Estas se oponían a que utilizáramos maquillaje. Decían que cuando citaban a una modelo maquillada y luego le lavaban la cara antes de posar, ya no parecía la misma. Por eso no nos atraía demasiado posar para mujeres.

En casa, mi anuncio de que era modelo sentó como una bomba. Pero ya estaba hecho. Podía ganar unos veinticinco dólares semanales. Mi madre lloró un poco, pero por dentro estaba satisfecha.

Aquella noche hablamos en la oscuridad. Su dormitorio comunicaba con el mío y la puerta estaba abierta. A mi madre le preocupaba lo que yo supiera o dejara de saber sobre el sexo.

La suma de mis conocimientos consistía en lo siguiente: que había sido besada muchas veces por Stephen sobre la arena de la playa. Stephen se había echado sobre mí y yo había notado la presión de algo voluminoso y duro, pero eso era todo. Y para mi gran asombro, al llegar a casa había descubierto que estaba toda mojada entre las piernas. Esto no se lo había mencionado a mi madre. Personalmente me consideraba muy sensual y el que se humedeciera la entrepierna cuando me besaban ponía de manifiesto peligrosas inclinaciones para el futuro. En realidad, me sentía algo así como una puta.

—¿Sabes lo que ocurre cuando un hombre posee a una mujer? —me preguntó mi madre.

—No —dije yo—, pero primero me gustaría saber cómo poseen los hombres a las mujeres.

—En fin, me imagino que ya verías el pequeño pene de tu hermano cuando lo bañabas... Pues se pone grande y duro y el hombre lo mete dentro del cuerpo de la mujer.

Eso me pareció repulsivo.

—Debe ser difícil meterlo —dije.

—No, porque la mujer se humedece antes, de manera que se desliza fácilmente.

En ese caso, pensé para mí, a mí nunca me violarán, porque para mojarse una tiene que gustarle el hombre.

Pocos meses antes, habiéndome besado violentamente en el bosque un ruso muy grande que me acompañaba después de un baile, había llegado a casa anunciando que estaba embarazada.

También me acordé de otra noche en que varios de nosotros volvíamos de otro baile y yendo por la autopista habíamos oído gritos de muchachas. John, mi acompañante, detuvo el coche. Dos chicas corrieron hacia nosotros desde la maleza, desgreñadas, con las ropas desgarradas y ojerosas. Las dejamos entrar en el coche. Farfullaban caóticamente que las habían invitado a un paseo en moto y luego las habían forzado. Una de ellas no cesaba de decir:

—Si me lo ha roto, me mataré.

John paró en un albergue y yo acompañé a las chicas al servicio de señoras. Inmediatamente se metieron juntas en el
water
.

—No hay sangre —decía una—. Creo que no ha entrado.

La otra lloraba.

Las acompañamos a su casa. Una de las chicas me dio las gracias y dijo:

—Espero que nunca te ocurra a ti.

Mientras mi madre hablaba, me pregunté si era eso lo que temía, o más bien, para lo que me estaba preparando.

No puedo decir que cuando llegó el lunes no me sintiera incómoda. Tenía la sensación de que si el pintor era atractivo correría mayor peligro que si no lo era, pues si me gustaba me pondría húmeda entre las piernas.

El primero tenía unos cincuenta años, era calvo, de aspecto bastante europeo y con bigote. Tenía un hermoso estudio.

Puso un biombo para que me cambiara de ropa. Yo iba echando las prendas por encima del biombo. Al echar la última prenda interior sobre el biombo, vi la cara del pintor asomándose sonriente. Pero aquello era tan cómico y tan ridículo, como si fuera una escena de teatro, que no dije nada. Me vestí y adopté la pose.

Cada media hora podía descansar y fumarme un cigarrillo. El pintor puso un disco y dijo:

—¿Bailas?

Danzamos sobre el suelo bien pulimentado, dando vueltas entre cuadros de bellas mujeres. Al terminar el baile, me besó en el cuello.

—¡Qué rico! —dijo—. ¿Posas desnuda?

—No.

—Qué mala suerte.

Pensé que no era tan difícil desenvolverse. De nuevo había que posar. Las tres horas pasaron de prisa. El pintor hablaba durante el trabajo. Dijo que se había casado con su primera modelo; que ella era insoportablemente celosa; que cada poco se presentaba en el estudio y hacía una escena; que no le permitía pintar desnudos. Había alquilado otro estudio que ella no conocía. Con frecuencia lo usaba para pintar y también daba fiestas. ¿Me gustaría ir a alguna un sábado por la noche?

Al irme me dio otro besito en el cuello. Guiñó los ojos y dijo:

—¿No irás a hablar de mí en el club?

Volví al club a almorzar porque allí podía arreglarme la cara y refrescarme, y porque se servían almuerzos baratos. Había más chicas y estuvimos charlando. Cuando mencioné la invitación para el sábado por la noche, se echaron a reír, haciéndose señas unas a otras. No conseguí hacerlas hablar. Una de las chicas se había levantado la falda y estaba examinándose un lunar bien arriba de los muslos. Vi que no llevaba bragas, sino sólo un traje de raso negro que se le pegaba al cuerpo. Sonaba el teléfono y entonces avisaban a una de las chicas y ésa salía a trabajar.

Al día siguiente fue el joven ilustrador. Llevaba la camisa con el cuello abierto. No se movió cuando entré.

—Quiero ver mucha espalda y hombros —me gritó—. Ponte un chal o lo que sea.

Luego me dio un pequeño paraguas anticuado y unos guantes blancos. Me tiró del chal casi hasta la cintura. Lo que hacía era para la portada de una revista.

Tenía el chal colocado sobre los pechos de forma bastante precaria. Al ladear la cabeza con el ángulo que él me pedía, una especie de gesto incitador, el chal resbaló y aparecieron mis pechos. No quiso que me moviera.

—Me gustaría pintarlos —dijo.

Sonreía mientras trabajaba con el carbón. Al inclinarse para tomar medidas, me tocó las puntas de los pechos con el lápiz y me dejó una marquita negra.

—Mantén la pose —dijo cuando vio que iba a moverme.

La mantuve. Luego dijo:

—A veces las chicas os comportáis como si os creyerais los únicos seres con pecho o con culo. Veo tantos, que no me interesan, te lo aseguro. Siempre poseo a mi mujer vestida. Cuantas más ropas lleva, mejor. Y apago las luces. Sé demasiado bien cómo son las mujeres, he dibujado millones de mujeres.

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