Y después de decir eso fue cuando oí los gorjeos de la pipa.
Por cierto que Greathouse era cuáquero... y también lo era Richard M. Nixon, claro. Sin duda esto debía significar un lazo especial entre ellos, una de las cosas que les hicieron grandes amigos por un tiempo.
Emil Larkin era presbiteriano.
Yo, por mi parte, no era nada. A mi padre le bautizaron católico allá en Polonia, en secreto, pues esa religión estaba por entonces prohibida allí. De mayor se hizo agnóstico. A mi madre la bautizaron ortodoxa griega en Lituania, pero se hizo católica en Cleveland. Papá nunca la acompañaba a la iglesia. A mí me bautizaron católico, pero aspiraba a la indiferencia de mi padre y dejé de ir a la iglesia a los doce años. Cuando solicité la admisión en Harvard, el viejo McCone, que era anabaptista, me aconsejó declararme congregacionista, y así lo hice.
Mi hijo es unitario militante, según tengo entendido. Su mujer me dijo que ella era metodista, pero canta todos los domingos en una iglesia episcopaliana porque le pagan. ¿Por qué no? Etcétera, etcétera.
Emil Larkin, el presbiteriano, y Virgil Greathouse, el cuáquero, fueron colaboradores íntimos de latrocinio en los viejos tiempos. No sólo controlaban los robos y las grabaciones ilegales y el acoso de los enemigos políticos a través del servicio de Hacienda y demás, sino también los desayunos de oración. Así que pregunté a Larkin qué era lo que pensaba él del encuentro que se avecinaba.
—Virgil Greathouse no es ni más ni menos hermano mío que tú o que cualquier otro hombre. Intentaré salvarle del infierno igual que intento salvarte a ti ahora.
Luego citó esa frase inquietante que Jesús, según San Mateo, había prometido decir, en la persona de Dios, a los pecadores el Día del Juicio.
Ésta: «Apartaos de mí, malditos e id al fuego eterno preparado para el demonio y sus ángeles.»
Estas palabras me asombraron entonces y me asombran ahora. Son, sin duda, la inspiración de la notoria crueldad de los cristianos.
—Puede que Jesús haya dicho eso —expliqué a Larkin—, pero es tan distinto de todo lo demás que dijo que tengo que llegar a la conclusión de que ese día estaba un poco loco.
Larkin retrocedió y ladeó la cabeza con una admiración burlona.
—He visto muchos niños malos en mi época —dijo—, pero tú te llevas la palma, desde luego. Has ido poniendo en contra tuya a todos los amigos que tenías con tus veleidades y ahora insultas a la única Persona que todavía podría querer ayudarte, que es Jesucristo.
No contesté. Quería que se largara.
—Nómbrame a un amigo que te quede —dijo.
Pensé para mí que el doctor Ben Shapiro, mi padrino de boda, habría seguido siendo amigo mío a pesar de todo... podría haber venido a por mí a la prisión en su coche para llevarme a su casa. Pero era pura especulación sentimental mía. Shapiro se había ido a Israel hacía mucho y había muerto durante la Guerra de los Seis Días. Le habían puesto su nombre a una escuela de enseñanza primaria en Tel Aviv, según me contaron.
—Dime uno —insistió Emil Larkin.
—Bob Fender —dije.
Era el único recluso que estaba condenado a cadena perpetua, el único norteamericano convicto de traición durante la Guerra de Corea. Era el
doctor
Fender, puesto que era doctor veterinario. Era el encargado de la sala de suministros, donde me entregarían muy pronto mi ropa de civil. En la sala de suministros siempre había música, pues a Fender le permitían poner discos de la
chanteuse
francesa Edith Piaf todo el día. Era, además, escritor de ciencia ficción de cierta fama y publicaba varios relatos al año con diversos seudónimos, entre ellos «Frank X. Barlow» y «Kilgore Trout».
—Bob Fender es amigo de todo el mundo y no es amigo de nadie —dijo Larkin.
—Clyde Carter es amigo mío —dije.
—Yo hablo de gente de fuera —dijo Larkin—. ¿Quién te está esperando fuera para ayudarte? Nadie. Ni siquiera tu hijo.
—Eso ya lo veremos —dije yo.
—¿Vas a Nueva York? —dijo él.
—Sí.
—¿Por qué a Nueva York?
—Es una ciudad famosa por su hospitalidad con los emigrantes sin dinero ni amigos que quieren hacerse millonarios —dije.
—Vas a pedir ayuda a tu hijo, aunque no te haya escrito en todo el tiempo que llevas aquí —dijo. Él era el cartero de mi edificio, así que estaba enterado de todo lo relacionado con mi correspondencia.
—Si descubre alguna vez que estoy en la misma ciudad que él, será por puro accidente —dije. Las últimas palabras que me dijo Walter me las dijo en el entierro de su madre, en un pequeño cementerio judío de Chevy Chase. El que se la enterrase en tal lugar y en tal compañía fue sólo idea mía: La idea de un viejo que de pronto se queda solo por completo. Ruth habría dicho, con toda la razón, que aquello era una locura.
Fue enterrada en una sencilla caja de pino que costó ciento cincuenta y seis dólares. Sobre la caja coloqué una rama, arrancada y no cortada, de nuestro manzano silvestre florido.
Un rabino rezó por ella en hebreo, idioma que Ruth nunca llegó a aprender, aunque sin duda debió tener innumerables oportunidades de hacerlo en el campo de concentración.
Y esto fue lo que me dijo nuestro hijo, antes de darnos la espalda a mí y a la fosa abierta y alejarse rápidamente hacia el taxi: «Me da lástima de ti, pero nunca podré quererte. Para mí, tú mataste a esa pobre mujer. No puedo considerarte ni un padre ni un pariente siquiera. No quiero volver a verte ni a oír hablar de ti.»
Muy fuerte.
Mis ensueños carcelarios de Nueva York daban por supuesto, sin embargo, que aún había viejos conocidos, aunque no acertase a nombrarlos, que podrían ayudarme a conseguir trabajo. Es una ilusión que cuesta desechar... la de que uno tiene amigos. Los que podrían seguir siéndolo, si la vida me hubiese ido un poco mejor, tendrían que estar sobre todo en Nueva York. Yo suponía que, si paseaba por el centro de Manhattan día tras día, desde la zona de teatros del oeste al recinto de Naciones Unidas del este y desde la biblioteca pública por el sur al Hotel Plaza por el norte, y pasaba por las fundaciones, editoriales, librerías, tiendas de ropa para caballeros, clubs para caballeros, hoteles y restaurantes caros que hay por allí, encontraría a alguien que me conociese, que recordase lo buena persona que yo era, que no me despreciase en especial... y que utilizase su influencia para conseguirme un puesto de encargado de bar en algún sitio.
Le suplicaría sin la menor vergüenza, le pondría mi título de doctor en coctelería delante de los morros.
Y si veía venir a mi hijo le daría la espalda, según mis ensueños, hasta que se hubiera alejado lo suficiente.
—En fin —dijo Larkin—, Jesús me dice que no ceda en ningún caso, pero en el tuyo estoy a punto de renunciar. Vas a quedarte ahí sentado, mirando al frente, diga yo lo que diga.
—Eso me temo —dije.
—Nunca vi a nadie tan empeñado en ser un
geek
como tú —dijo.
Un
geek
es uno de esos individuos que aparecen encerrados en una jaula o tendidos en un lecho de sucia paja en esos espectáculos de terror de las ferias y que arrancan de un mordisco la cabeza a un pollo y hacen ruidos infrahumanos, y de quienes dicen que han sido criados por animales salvajes en las selvas de Borneo. Se han hundido ya todo lo que puede hundirse un ser humano en el orden social norteamericano, salvo el descanso final en la fosa común.
Larkin, sintiéndose ya derrotado, dejó que asomara parte de su vieja malicia.
—Así te llamaba Chuck Colson en la Casa Blanca: «El
geek
» —dijo.
—No lo dudo —dije.
—Nixon nunca te respetó —dijo—. Le dabas lástima. Por eso te dio el trabajo que te dio.
—Ya lo sé —dije yo.
—Ni siquiera tenías que ir a trabajar.
—Lo sé.
—Por eso te dimos aquella oficina sin ventanas y sin nadie cerca... para que te dieses cuenta de que no tenías que ir a trabajar siquiera.
—Procuré ser útil, de todos modos —dije—. Espero que tu Jesús me perdone por eso.
—Si sólo quieres reírte de Jesús, quizá sea mejor que no lo menciones —dijo.
—De acuerdo —dije—. Pero fuiste tú el que lo sacaste a colación.
—¿Sabes cuándo empezaste a ser un
geek
? —dijo él.
Yo sabía muy bien cuándo se había iniciado el desmoronamiento de mi vida, cuando quedaron definitivamente rotas mis alas, cuando me di cuenta de que jamás volvería a elevarme. Ese acontecimiento era para mí la cosa más dolorosa que pueda imaginarse. No podía soportar volver a pensar en aquello, así que le dije a Larkin, mirándole a los ojos por fin:
—Por favor, por piedad, deja en paz a este pobre viejo. Esto le emocionó.
—Demonios... Por fin conseguí atravesar la gruesa piel de Harvard de Walter F. Starbuck —dijo—. He tocado el nervio, ¿eh?
—Tocaste el nervio —dije.
—Verás cómo ahora llegamos a algún sitio —dijo.
—Espero que no —dije, y volví a mirar fijamente a la pared.
—Yo era sólo un muchachito de pantalón corto allá en Petoskey, Michigan, cuando oí tu voz por primera vez —dijo.
—No lo dudo —dije yo.
—Fue por la radio. Mi padre nos hizo sentarnos a mi hermana pequeña y a mí junto a la radio y nos dijo que escuchásemos con atención. Escuchad atentamente, dijo. «Lo que vais a oír es historia.»
Era el año Milnovecientos Cuarentainueve. Yo acababa de regresar a Washington con mi pequeña familia humana. Acabábamos de instalarnos en nuestro chalecito de Chevy Chase, Maryland, con su manzano silvestre florido. Era otoño. Había manzanitas agrias en el árbol. Mi esposa Ruth iba a hacer mermelada con ellas, como haría luego todos los años. ¿De dónde llegaba mi voz, para que pudiera oírme el pequeño Emil Larkin de Petoskey? De una sala de audiencias de la Cámara de Representantes. Con un ramillete brutal de micrófonos de radio ante mí, estaba siendo interrogado, sobre todo por un joven congresista de California llamado Richard M. Nixon, sobre mis relaciones anteriores con los comunistas y mi lealtad actual a los Estados Unidos.
Milnovecientos Cuarentainueve: ¿Dudarían de mí los jóvenes de hoy si les dijese muy serio que entonces se convocaban los comités del Congreso en las copas de los árboles, porque los tigres colmilludos aún dominaban el suelo? No. Winston Churchill vivía aún. Y también José Stalin. Imaginaos. Era presidente Harry S. Truman. Y el Ministerio de Defensa me había dicho a mí, antiguo comunista, que organizase y dirigiese un equipo de científicos y militares. La misión era proponer tácticas para las fuerzas de tierra cuando, según parecía inevitable, dispusiésemos de armas nucleares pequeñas en el campo de batalla.
El comité, y sobre todo el señor Nixon, quería saber si se podía confiar a un hombre de mi pasado político una tarea tan delicada. ¿Entregaría yo nuestros planes tácticos a la Unión Soviética? ¿Estructuraría tales planes de forma que fuesen inaplicables y que en cualquier batalla con la Unión Soviética ganase ésta seguro?
—¿Sabes qué oí por aquella radio? —dijo Emil Larkin.
—No —dije yo... con el mismo tono hueco.
—Oí hacer a un hombre lo que nadie le perdonará nunca... nadie, sea cual sea su actitud política. Le oí hacer lo que nunca podrá perdonarse a sí mismo: traicionar a su mejor amigo.
No pude sonreír entonces, ante su descripción de lo que creía haber oído, y no puedo sonreír ante ello ahora tampoco... pero era ridículo, de todos modos. El asunto consistió en una absurda serie de audiencias del Congreso y de pleitos civiles y, por último, un proceso penal, todo lo cual duró dos largos años. Él, siendo como era un niño que escuchaba la radio, sólo pudo oír mucha charla aburrida sin mucho más interés para él que los ruidos parásitos. Sólo cuando ya era adulto, con toda una moral basada en las películas de vaqueros, pudo haber decidido que había oído con toda claridad cómo un hombre traicionaba a su mejor amigo.
—Leland Clewes nunca fue mi mejor amigo —le dije. Así se llamaba el hombre al que destruyó mi testimonio, y, durante un tiempo, nuestros apellidos aparecían unidos en las conversaciones: «Starbuck y Clewes»... como «Gilbert y Sullivan». Como «Sacco y Vanzetti»; como «Laurel y Hardy»; como «Leopold y Loeb».
Ya apenas oigo hablar de nosotros.
Clewes era un hombre de Yale... de mi edad. Nos conocimos en Oxford, donde yo fui timonel y él remero de una tripulación que triunfó en Henley. Yo era bajo. Él alto. Yo aún soy bajo. Él aún es alto. Entramos a trabajar en el Ministerio de Agricultura al mismo tiempo y nos asignaron cubículos contiguos. Jugábamos al tenis todos los domingos por la mañana, cuando hacía buen tiempo. Fueron nuestros días dorados, cuando nuestra conciencia despuntaba.
Fuimos un tiempo propietarios conjuntos de un Ford Phaeton de segunda mano y salíamos juntos con frecuencia con nuestras chicas. Phaeton era hijo de Helios, el sol. Cogió prestado un día el carro llameante de su padre y lo condujo de forma tan irresponsable que convirtió en desierto varias zonas del norte de África. Para evitar que todo el planeta quedase devastado, Zeus tuvo que matarle con un rayo. «Bien por Zeus», digo yo. No le quedaba otra salida.
Pero mi amistad con Clewes nunca fue profunda y terminó cuando me quitó una chica y se casó con ella. La chica pertenecía a una antigua y distinguida familia de Nueva Inglaterra, propietaria de la Wyatt Clock Company de Brockton, Massachusetts, entre otras cosas. Su hermano fue compañero mío de habitación en Harvard en el primer curso que yo pasé allí, por eso la conocí. Es una de las cuatro mujeres a las que he querido de veras. Se llamaba de soltera Sarah Wyatt.
Cuando destrocé por accidente su vida, Leland Clewes y yo llevábamos diez años o más sin la menor relación. El y su Sarah habían tenido un vástago, una hija, tres años mayor que mi hijo. Él se había convertido en el meteorito más deslumbrante del Ministerio del Interior y era opinión general que sería ministro del Interior algún día y quizás hasta Presidente. No había nadie en Washington que tuviera mejor planta y más simpatía que Leland Clewes.
Así fue cómo destruí yo su carrera: Bajo juramento, y, en respuesta a una pregunta del congresista Nixon, enumeré una serie de nombres de quienes sabía que habían sido comunistas durante la Gran Depresión, pero que habían demostrado ser destacados patriotas durante la Segunda Guerra Mundial. En esta lista de honor incluí el nombre de Leland Clewes. No se hizo, por entonces, ningún comentario particular. Sólo cuando llegué a casa aquella tarde supe por mi mujer, que había estado escuchándome y escuchando luego todos los programas de noticias que pudo sintonizar, que a Leland Clewes no se le había relacionado nunca con el comunismo, en ningún sentido.