Permanecí tranquilo. Efecto mágico de haber vaciado mis vesículas seminales tan recientemente.
Mary Kathleen, obedeciendo mis silenciosas señales, se ocultó en el baño. Yo me eché encima un ropón que pertenecía a Von Strelitz, que lo había traído de las islas Salomón. Parecía estar hecho de guijas, con guirnaldas de plumas en el cuello y en los puños.
Así iba yo ataviado cuando abrí la puerta y le dije al buen señor McCone, que por entonces tenía sesenta y pocos:
—Pase, pase.
Tan furioso estaba conmigo que lo único que pudo hacer fue seguir produciendo aquellos ruidos de motor: «bup-bup-bup-bup...». Pero al mismo tiempo hizo una grotesca pantomima de lo que le indignaba el periódico, en cuya primera página aparecía la caricatura de un engreído capitalista parecidísimo a él; de lo que le indignaba mi atavío; y la cama deshecha; y la foto de Carlos Marx en la pared del apartamento de Von Strelitz.
Y se fue otra vez, con un portazo. ¡Había acabado conmigo!
Y así acabó al fin mí niñez. Me había convertido en un hombre.
Y como un hombre fui aquella noche, con Mary Kathleen del brazo, a oír el discurso de Kenneth Whistler en el acto que se celebraba en favor de mis camaradas de la Hermandad Internacional de los Obreros de Adhesivos y Abrasivos.
¿Cómo podía sentirme tan sereno y tan tranquilo? El importe del curso estaba ya pagado, así que me licenciaría. Estaba a punto de conseguir una beca completa para Oxford. Tenía un guardarropa soberbio en buen estado. Había estado ahorrando la mayor parte de mi asignación, así que tenía una pequeña fortuna en el banco.
Y, si no tenía más remedio, siempre podía pedirle dinero prestado a mi madre, que en gloria esté.
¡Qué joven tan audaz era yo!
¡Qué joven tan traidor! Porque sabía ya, sí, que iba a abandonar a Mary Kathleen al acabar el curso. Le escribiría unas cuantas cartas de amor y luego silencio. Ella era de clase demasiado baja.
Whistler apareció aquella noche con un vendaje grande por una sien y el brazo derecho escayolado. Era licenciado por Harvard, tenedlo en cuenta, y de una buena familia de Cincinatti; era de Ohio, como yo. Mary Kathleen y yo supusimos que habían vuelto a pegarle las fuerzas del mal: la policía o la Guardia Nacional o matones o dirigentes de sindicatos amarillos.
Yo tenía a Mary Kathleen cogida de la mano.
Nadie le había dicho nunca antes que la amaba.
Yo llevaba traje y corbata, y lo mismo la mayoría de los hombres que había allí. Queríamos demostrar que éramos unos ciudadanos tan decentes y sobrios como el que más. Kenneth Whistler podría haber sido un hombre de negocios. Había tenido tiempo incluso para limpiarse los zapatos.
Se trataba de un símbolo importante de dignidad: los zapatos brillantes.
Whistler empezó su discurso riéndose de sus vendas. «El Espíritu del Setenta y Seis» —dijo.
Hubo muchas risas, aunque no se trataba de un momento feliz. Todos los miembros del sindicato habían sido despedidos un mes antes por ingresar en un sindicato. Fabricaban ruedas de afilar, y sólo había una empresa en la zona que pudiese utilizar sus conocimientos. Esa empresa era la Johannsen Grinder Company, y ésa era la empresa que les había despedido. Eran ceramistas especializados, básicamente, que moldeaban materiales blandos y luego los cocían en hornos especiales. Los padres o abuelos de la mayoría habían sido auténticos ceramistas en Escandinavia, y les habían traído a este país a aprender esta nueva especialidad.
El acto se celebró en un almacén vacío de Cambridge. Las sillas plegables las había prestado una funeraria; muy propio. Mary Kathleen y yo estábamos en primera fila.
Resultó que Whistler se había accidentado en un trabajo rutinario en la mina. Dijo que había estado trabajando como «ladrón», quitando los pilares de apoyo de carbón de un túnel donde se había agotado ya la veta. Y le había caído algo encima.
Y, sin más preámbulos, pasó de hablar de tan peligroso trabajo en tan sombrío lugar a evocar un baile en el Ritz de quince años atrás, en el que habían cogido a un condiscípulo suyo de Harvard llamado Neals Johannsen usando dados marcados en una partida en el lavabo de caballeros. Se trataba de la misma persona que presidía ahora la Johannsen Grinder Company, que había despedido a todos aquellos obreros. El abuelo de Johannsen había fundado la empresa. Whistler dijo que a Johannsen le habían metido la cabeza en uno de los wateres del Ritz y que todo el mundo esperaba que después de eso no volviese nunca a utilizar dados marcados.
—Pero aquí le tenemos —dijo Whistler— utilizando otra vez dados marcados.
Dijo que podía atribuirse a Harvard la responsabilidad de muchas atrocidades, incluyendo las ejecuciones de Sacco y Vanzetti, pero que no era responsable de haber fabricado a Neals Johannsen.
—Jamás asistió a una conferencia. Jamás escribió un artículo. Nunca leyó un libro mientras estuvo allí —dijo—. Al final de su segundo curso, le pidieron que se fuera.
»Oh, me da pena de él —añadió—. Nunca le comprendí. ¿De qué otro modo pudo llegar a conseguir algo si no fue utilizando dados marcados? ¿Cómo ha utilizado dados marcados con vosotros? Las leyes que dicen que puede despedir a cualquiera que quiera defender los derechos básicos de los trabajadores: eso son dados marcados. Los policías, que protegerán sus derechos de propiedad pero que no protegen vuestros derechos humanos, eso son dados marcados.
Whistler preguntó a los despedidos cuánto sabía, en realidad, Johannsen de ruedas de afilar o cuánto se preocupaba por ellas. ¡Qué táctica inteligente! El mejor medio de congraciarse con la clase obrera en aquellos tiempos, y de lograr que criticasen su sociedad con inteligencia de filósofo, era llevarles a hablar de un tema del que estaban casi arrogantemente bien informados: su trabajo.
Era algo digno de oírse. Trabajador tras trabajador atestiguaron que el padre y el abuelo de Johannsen habían sido también unos grandes cabrones, pero que por lo menos sabían dirigir una fábrica. Las materias prunas, de la mejor calidad, llegaban a tiempo, en su día. Se cuidaba adecuadamente la maquinaria; la calefacción y los retretes funcionaban, el trabajo mal hecho se castigaba y el bien hecho se recompensaba, jamás llegaba material deficiente al cliente, etcétera, etcétera.
Whistler les preguntó si alguno de ellos podría dirigir la fábrica mejor de lo que lo hacía Neals Johannsen. Un hombre habló por todos sobre este punto:
—Dios mío, claro que sí —dijo—. Cualquiera de los presentes.
Whistler le preguntó si creía que había derecho a que una persona heredara una fábrica.
La meditada respuesta fue:
—No si tiene miedo de la fábrica y de los que hay en ella... no: No señor.
Esta muestra de sabiduría inquisitiva aún me impresiona. Una oración razonable que la gente podría rezar de vez en cuando podría ser, según mí opinión, más o menos así: «Dios mío querido, jamás me pongas al cargo de un ser humano asustado.»
Kenneth Whistler nos prometió que estaba cercano el día en que los trabajadores tomarían sus fábricas y las dirigirían en beneficio de la humanidad. Los beneficios que ahora se embolsaban los zánganos y los políticos corruptos irían a los que trabajaban, y a los viejos y los enfermos y los huérfanos. Todo el que pudiese trabajar trabajaría. Sólo habría una clase social: la clase trabajadora. Todo el mundo haría turnos en el desempeño de los trabajos más desagradables, de forma que un médico pasaría una semana al año trabajando de barrendero. La producción de bienes de lujo se paralizaría hasta que estuviesen satisfechas las necesidades básicas de todos los ciudadanos. Los servicios sanitarios serían gratuitos. La comida, barata, nutritiva y abundante. Mansiones, hoteles y edificios de oficinas se convertirían en pequeños apartamentos, hasta que todo el mundo tuviese un hogar decente. Las viviendas se asignarían por sorteo. No habría más guerras y acabarían eliminándose las fronteras nacionales, dado que todos los habitantes del mundo pertenecerían a la misma clase, con idénticos intereses: Los intereses de la clase trabajadora.
Y así sucesivamente.
¡Qué gran orador era!
Mary Kathleen me susurró al oído:
—Tú serás exactamente igual que él, Walter.
—Lo intentaré —dije. No tenía la menor intención de intentarlo.
Lo que más embarazoso me resulta de esta autobiografía es, sin duda, su cadena ininterrumpida de pruebas de que nunca fui un hombre serio. A lo largo de los años, he tenido graves problemas pero todos se debieron a causas accidentales, famas he arriesgado mi vida, ni siquiera mi comodidad, al servicio del género humano. Caiga la vergüenza sobre mí.
Gente que había oído hablar antes a Kenneth Whistler, le pidió que contase otra vez lo de cuando dirigía los piquetes frente a la prisión de Charlestown cuando ejecutaron a Sacco y Vanzetti. Y me parece raro ahora tener que explicar quiénes eran Sacco y Vanzetti. Hace poco, pregunté al joven Israel Edel de la RAMJAC, antiguo encargado nocturno del Arapahoe, qué sabía de Sacco y Vanzetti, y me explicó confidencialmente que eran ricos, inteligentes y emocionantes asesinos de Chicago. Les confundía con Leopold y Loeb.
¿Por qué me resultaba esto inquietante? Cuando yo era joven, suponía que la historia de Sacco y Vanzetti iba a repetirse con tanta frecuencia
y
tan conmovedoramente que algún día llegaría a ser tan irresistible como la historia de Jesucristo. ¿No tenían derecho las gentes modernas, si querían maravillarse creadoramente en sus propios períodos vitales, a una Pasión como la de Sacco y Vanzetti, que terminaba en una silla eléctrica?
En cuanto a los últimos días de Sacco y Vanzetti como una Pasión moderna: Como en el Gólgota, el Estado ejecutó al mismo tiempo a tres hombres de clase baja. Pero esta vez no era inocente sólo uno. Esta vez eran inocentes dos.
El único culpable era un famoso asesino y ladrón, Celestino Madeiros, convicto de otro delito. Cuando se acercaba el final, confesó los asesinatos por los que habían condenado a Sacco y Vanzetti.
¿Por qué?
—Vi venir aquí a la mujer de Sacco con los chicos y me dio pena de los chicos —dijo.
Imaginad esas líneas dichas por un buen actor en un Drama de la Pasión moderno.
El primero en morir fue Madeiros. Las luces de la prisión se oscurecieron dos veces.
Luego murió Sacco. Era el único padre de familia de los tres. El actor que le representase tendría que proyectar a un hombre de gran inteligencia que, dado que el inglés era su segunda lengua y, dado que no era muy hábil con los idiomas, no podía lanzarse a decir nada complicado a los testigos cuando le ataron a la silla eléctrica.
—Viva la anarquía —dijo—. Adiós a mi esposa, a mi hijo y a todos mis amigos —dijo—. Buenas noches, caballeros. Adiós, madre —dijo. Era zapatero.
Las luces de la prisión se amortiguaron tres veces.
El último fue Vanzetti. Se sentó en la silla en la que habían muerto Madeiros y Sacco antes de que nadie le indicase que era eso lo que se esperaba que hiciese. Empezó a hablar a los testigos antes de que nadie le dijera que tenía libertad para hacerlo. El inglés también era su segunda lengua, pero Vanzetti era capaz de hacer con el inglés lo que quisiese.
Escuchad esto:
—Quiero deciros —dijo— que soy un hombre inocente. Nunca he cometido un delito, aunque sí a veces algún pecado. Soy inocente de todo delito... no sólo de éste, sino de todos. Soy un hombre inocente.
Cuando le detuvieron, era vendedor de pescado.
—Quiero perdonar a
algunas
personas por lo que ahora me están haciendo —dijo. Las luces de la prisión se oscurecieron tres veces.
La historia una vez más:
Sacco y Vanzetti jamás mataron a nadie. Llegaron a Norteamérica de Italia, sin conocerse, en Milnovecientos Ocho. Fue el mismo año en que llegaron mis padres.
Papá tenía diecinueve años. Mamá veintiuno.
Sacco tenía diecisiete. Vanzetti veinte. Los patronos norteamericanos de aquella época querían que el país se inundase de mano de obra barata y fácil de intimidar para poder mantener bajos los salarios.
Vanzetti diría más tarde: «En la comisaría de inmigración, tuve mi primera sorpresa. Vi que los funcionarios trataban a los pasajeros de tercera como si fuesen animales. Ni una palabra de amabilidad, de aliento, para aliviar la carga de lágrimas que tanto pesa sobre el recién llegado a las costas de América.»
Papá y mamá solían contarme más o menos lo mismo. También a ellos les hicieron sentirse unos imbéciles que se habían tomado grandes trabajos para ir a entregarse voluntariamente al matadero.
A mis padres les reclutó de inmediato un agente de la Cuyahoga Bridge and Iron Company de Cleveland. El señor McCone me explicó que tenía instrucciones de contratar sólo a eslavos rubios, porque, según teoría de su padre, los rubios tendrían el ingenio mecánico y la fortaleza de los alemanes, pero templados por la pasividad de los eslavos. El agente tenía que seleccionar obreros para la fábrica y también algunos domésticos presentables para las diversas casas de McCone. Así fue como mis padres se integraron en la clase de los sirvientes.
Sacco y Vanzetti no tuvieron tanta suerte. No había ningún corredor de maquinaria humana que tuviese un pedido de características parecidas a las suyas. «¿Adonde iba a ir yo? ¿Qué iba a hacer? —escribió Vanzetti—. Allí estaba la tierra prometida. El ferrocarril elevado pasaba traqueteando y no contestaba. Los automóviles y los tranvías pasaban rápidos también sin prestarme atención.» Así que él y Sacco, aún sin conocerse y a fin de no morir de hambre, tuvieron que empezar inmediatamente a mendigar en torpe inglés cualquier tipo de trabajo por el salario que fuese... yendo de puerta en puerta.
Pasó el tiempo.
Sacco, que había sido zapatero en Italia, fue al fin bien acogido en una fábrica de zapatos de Mildford, Massachusetts, que, por azar del destino, sería la población natal de la madre de Mary Kathleen O’Looney. Sacco se consiguió una esposa y una casa con jardín. Tuvieron un hijo al que pusieron Dante y una hija a la que llamaron Inez. Sacco trabajaba seis días por semana, diez horas diarias. Encontraba tiempo también para hablar y dar dinero y participar en manifestaciones por trabajadores en huelga, por mejores salarios y tratamiento más humano en el trabajo y demás. En Milnovecientos Dieciséis, fue detenido por estas actividades.
Vanzetti no tenía ningún oficio y, en consecuencia, fue de trabajo en trabajo... trabajó en restaurantes, en una cantera, en una siderurgia, en una fábrica de sogas. Era un lector fervoroso. Estudió a Marx, a Darwin, a Hugo, a Gorki, a Tolstoi, a Zola y a Dante. Tenía todo esto en común con los hombres de Harvard. En Milnovecientos Dieciséis dirigió una huelga contra la fábrica de sogas, que era la Plymouth Cordage Company de Plymouth, Massachusetts, ahora subsidiaria de la RAMJAC. Tras esto, le incluyeron en la lista negra en muchos kilómetros a la redonda, y hubo de convertirse en vendedor autónomo de pescado para sobrevivir.