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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Humor, Relato

Pájaro de celda (16 page)

BOOK: Pájaro de celda
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—El reírse continuamente no conduce a nada —dijo su abuela.

—También sé llorar —dijo Sarah—. ¿Quieres que llore?

—No —dijo su abuela—. No quiero saber nada más del asunto. Sal con este simpático joven y que te diviertas.

—No puedo reírme de esas pobres mujeres que pintaban relojes —dijo Sarah—. Eso es algo de lo que no puedo reírme.

—Nadie pretende que lo hagas —dijo su abuela—. Ahora vete ya.

Sarah se refería a una tragedia industrial que armó mucho revuelo en la época. El asunto tocaba directamente a la familia de Sarah y llegó a afectarla mucho. Sarah ya me había explicado que ella estaba muy afectada por el asunto, y lo mismo su hermano, mi compañero de habitación, y su padre y su madre. Fue una tragedia lenta y progresiva que una vez empezó fue ya imposible pararla, y empezó en la empresa de relojería de la familia, la Wyatt Clock Company, una de las empresas más antiguas de Estados Unidos, que tenía su sede en Brockton, Massachusetts. Fue una tragedia evitable. Los Wyatt jamás intentaron justificarla, y no contrataron abogados para que lo hiciesen. Era injustificable.

La cosa fue así: en los años veinte, la Marina de los Estados Unidos otorgó a Wyatt Clock un contrato para fabricar varios miles de relojes para barco en los que se pudiese ver la hora en la oscuridad. La esfera había de ser negra. Las manecillas y los números debían pintarse a mano con una pintura blanca que contenía el elemento radiactivo radio. Se encargó la tarea de pintar las manecillas y los números a medio centenar de mujeres de Brockton, casi todas familiares de empleados de plantilla de la Wyatt Clock Company. Era una forma de conseguir dinero extra. A algunas que tenían hijos pequeños que cuidar, se les permitió llevarse el trabajo a casa.

Y todas las mujeres habían muerto o estaban a punto de morir del modo más horrible en su mayoría, con los huesos desmigajados y la cabeza destrozada. La causa era envenenamiento por radio. Según se descubrió en el juicio, un capataz les había dicho a todas que para mantener la punta de la brocha fina debían mojarla y moldearla con los labios de vez en cuando.

Y, casualmente, la hija de una de aquellas mujeres desdichadas sería una de las cuatro mujeres que he amado yo en este Valle de Lágrimas... junto con mi madre, mi esposa y Sarah Wyatt. Se llamaba Kathleen O’Looney.

10

Hablé sólo de Ruth como «mi esposa». Pero no me sorprendería que el Día del Juicio tuviesen también derecho a decirse esposas mías Sarah Wyatt y Kathleen O’Looney. Tuve relaciones con ambas, desde luego... con Mary Kathleen durante unos once meses y con Sarah, intermitentemente, claro, durante unos siete años.

Ya oigo a San Pedro decirme: «Me parece que es usted algo Don Juan, señor Starbuck.»

Así que allí estaba yo en Milnovecientos Treintaiuno, entrando a pasitos cortos en el vestíbulo pastel de boda del Hotel Arapahoe del brazo de mi linda Sarah Wyatt, la heredera yanqui de los relojes. Su familia estaba casi tan arruinada como la mía, por aquel entonces. Lo poco que habían salvado del hundimiento de la Bolsa y de las quiebras de los bancos se dispersaría muy pronto entre los supervivientes de las mujeres que pintaron todos aquellos relojes para la Marina. Tal dispersión se vio forzada aproximadamente un año después por una importante decisión del Tribunal Supremo de los Estados Unidos respecto a la responsabilidad personal de los patronos por fallecimientos causados en sus lugares de trabajo por negligencia dolosa.

La Sarah de dieciocho años del vestíbulo del Arapahoe dijo:

—Qué sucio está... y no hay nadie —se echó a reír—. Me encanta —añadió.

Por aquel entonces, en el sucio vestíbulo del Arapahoe, Sarah Wyatt no sabía que yo estaba actuando con la mayor insulsez posible siguiendo órdenes de Alexander Hamilton McCone. Más tarde me diría que había creído que intentaba hacerme el gracioso cuando dije que debíamos ir de etiqueta. Pensó que nos vestíamos como millonarios por ser Halloween. Estaba convencida de que nos reiríamos mucho. Seríamos como gente de una película.

En absoluto: yo era un robot programado para comportarme como un auténtico aristócrata.

¡Oh, quién fuera joven otra vez!

La suciedad del vestíbulo del Arapahoe quizás no hubiese sido tan notoria si alguien no hubiera empezado a limpiar y lo hubiera dejado a medias. Había una escalera doble bastante alta apoyada en una pared. Junto a ella había un cubo, lleno de agua sucia en la que flotaba un cepillo. Era evidente que alguien había subido por la escalera con el cubo y había restregado todo el techo que había podido alcanzar. Había creado un círculo de limpieza rodeado de suciedad, pero brillante como una luna llena.

No sé quién haría aquella luna. No había a quien preguntar. Ningún portero nos invitó a entrar. No había ni botones ni huéspedes. No había un alma tras la mesa de recepción que se veía al fondo. El puesto de periódicos y revistas y el quiosco de entradas de cine estaban cerrados. Las puertas de los ascensores vacíos estaban abiertas y sujetas con sillas.

—Me parece que ya no funciona —dijo Sarah.

—Alguien aceptó mi reserva por teléfono —dije—. Y me llamó «monsieur».

—Cualquiera puede decir «monsieur» por teléfono —dijo Sarah.

Entonces, desde algún sitio nos llegó el gemido de un violín zíngaro... gemía como si fuese a rompérsele el corazón. Y, al oír el lamento de aquel violín ahora en la memoria, puedo añadir esta información: Hitler, que aún no estaba en el poder, pronto haría que sus soldados y policías matasen a todos los gitanos que pudiesen agarrar.

La música llegaba de detrás de un biombo que había en el vestíbulo. Sarah y yo nos atrevimos a apartarlo de la pared. Nos vimos ante un par de puertas de vidriera, cerradas con candado y cerrojo. Los entrepaños de las puertas eran espejos y nos mostraron de nuevo lo infantiles y ricos que éramos. Sarah descubrió un entrepaño en el que había un trozo del plateado desprendido. Miró primero ella y luego me invitó a mirar a mí. Quedé atónito. Era como mirar por los prismas centelleantes de una máquina del tiempo. Al otro lado de las puertas estaba el famoso comedor del Hotel Arapahoe en su condición prístina, con violinista zíngaro y todo... casi átomo por átomo tal como debió ser en los tiempos de Diamond Jim Brady. Un millar de velas en los candelabros y en las mesas se convertían en billones de estrellitas debido a la cubertería de plata y el cristal y la porcelana y los espejos que había.

La explicación era la siguiente: Aunque el hotel y el restaurante compartían el mismo edificio sólo a un minuto de Times Square, pertenecían a distintos propietarios. El hotel había cerrado... ya no admitía huéspedes. El restaurante, por su parte, acababa de ser completamente restaurado, pues su propietario creía que el colapso económico sería breve y que sólo se debía a algo tan intrascendente como al desánimo temporal de financieros y hombres de negocios.

Nos habíamos equivocado de puerta. Se lo expliqué a Sarah, y ella me contestó:

—Ésa es la triste historia de mi vida. Siempre entro primero por donde no es.

Así que salimos de nuevo a la noche y entramos luego por la puerta al lugar donde nos esperaban comida y bebida. El señor McCone me había explicado que tenía que pedir la cena por anticipado. Ya lo había hecho. Me recibió el propio dueño. Era francés. En la solapa de su esmoquin había una condecoración que no significaba nada para mí pero que a Sarah le resultaba familiar porque su padre tenía también una. Me explicó luego que significaba que quien la llevase era
Chevalier
de la Legión de Honor.

Sarah había pasado varios veranos en Europa. Yo no había estado en Europa. Ella hablaba muy bien el francés e interpretó con el dueño del restaurante un madrigal en esa lengua, la más melodiosa del mundo. ¿Cómo me las habría arreglado yo en la vida sin mujeres que me hiciesen de intérpretes? De las cuatro mujeres que he amado en mi vida, sólo Mary Kathleen O’Looney no hablaba más que inglés. Pero hasta Mary Kathleen fue mi intérprete cuando yo era comunista en Harvard e intentaba comunicarme con miembros de la clase obrera norteamericana.

El dueño del restaurante le dijo a Sarah en francés, y ella me lo explicó a mí, lo de que la Gran Depresión no era más que simple nerviosismo. Dijo que las bebidas alcohólicas volverían a legalizarse en cuanto saliese elegido Presidente un demócrata, y que entonces la vida volvería a ser divertida.

Nos condujo a nuestra mesa. Cabían allí por lo menos cien personas, calculé, pero sólo había una docena de clientes. De algún modo, aún tenían dinero. Y cuando intento recordarles ahora e imaginar cómo eran, no hago más que ver los cuadros y dibujos de George Grosz de corruptos plutócratas en medio de la miseria de Alemania después de la Primera Guerra Mundial. En Milnovecientos Treintaiuno yo no había visto tales imágenes. No había visto nada.

Había una vieja abotargada, recuerdo, comiendo sola, que llevaba un collar de diamantes. Tenía un pequinés en el regazo. También el perro llevaba un collar de diamantes.

Recuerdo que había también un viejo decrépito, agachado sobre el plato, ocultándolo con los brazos. Sarah murmuró que comía como si tuviese en el plato una escalera de color. Después nos enteramos de que estaba comiendo caviar.

—Debe ser un sitio muy caro —dijo Sarah.

—Por eso no te preocupes —dije yo.

—El dinero es algo muy raro —dijo ella—. ¿Para ti tiene sentido?

—No —dije yo.

—La gente que lo ha conseguido, y la gente que no... —musitó—. Creo que, en realidad, nadie entiende qué es lo que pasa.

—Algunas personas deben entenderlo —dije. Pero ya no lo creía.

Diré más, como empleado de un conglomerado internacional enorme, que nadie al que le vaya bien con esta economía se pregunta siquiera nunca qué es lo que pasa en realidad.

Somos chimpancés. Somos orangutanes.

—¿Sabe el señor McCone cuánto tiempo va a durar la Depresión? —dijo ella.

—Él no sabe nada del negocio —dije.

—¿Cómo puede seguir siendo tan rico si no sabe nada del negocio? —dijo ella.

—Lo lleva todo su hermano —dije.

—Ojalá tuviese mi padre alguien que se lo llevase todo.

Yo sabía que a su padre le iban tan mal las cosas que su hermano, mi compañero de habitación, había decidido abandonar los estudios al final del semestre. No volvería a reanudarlos nunca. Cogería un trabajo como ordenanza en un sanatorio antituberculoso y contraería también tuberculosis. Por este motivo, no se incorporó al Ejército en la Segunda Guerra Mundial. Trabajaría en unos astilleros de Boston como soldador. Yo perdí contacto con él. Sarah, a la que veo ahora de nuevo con regularidad, me explicó que había muerto de un ataque al corazón en Milnovecientos Sesentaicinco... en un pequeño taller de soldadura que llevaba él solo en el pueblo de Sandwich, en Cabo Cod.

Se llamaba Radford Alden Wyatt. Nunca llegó a casarse. Llevaba años sin darse un baño, según Sarah, «De descamisado a descamisado en tres generaciones», como suele decirse.

En el caso de los Wyatt fue más bien, en realidad, de descamisado a descamisado en diez generaciones. Habían sido más ricos que la mayoría de sus vecinos por lo menos durante diez generaciones. El padre de Sarah vendió a precios reventados todos los tesoros que habían acumulado sus ancestros: peltre inglés, plata de Paul Reveré, cuadros de miembros de la familia como capitanes mercantes y como comerciantes y predicadores y abogados, tesoros del comercio con China.

—Es tan horrible ver a mi padre tan deprimido —decía Sarah—. ¿También el tuyo está deprimido?

Se refería a mi padre ficticio, el encargado de la colección de arte del señor McCone. Podía verle claramente entonces. Ahora ya no puedo verle en absoluto.

—No —dije.

—Tienes mucha suerte —dijo ella.

—Imagino —dije yo.

Mi auténtico padre se hallaba, en realidad, en una posición bastante desahogada. Él y mi madre habían logrado ingresar en el banco casi todo el dinero que habían ganado, y el banco en el que habían puesto el dinero no había quebrado.

—Si la gente no se preocupase tanto del dinero —dijo ella—. Yo siempre le digo a mi padre que a mí no me preocupa. Me da igual no ir a Europa ya. Y el colegio me resulta odioso. No quiero ir más. No aprendo nada. Me alegro de que vendiéramos los barcos. Me aburrían, en realidad. No necesito ropa. Tengo ropa bastante para cien años. Pero no me cree. «Os he decepcionado. Os he decepcionado a todos», dice.

Por otra parte, su padre era socio inactivo de la Wyatt Clock Company. No limitaba esto su responsabilidad en el caso del envenenamiento por radio, pero su actividad principal en los buenos tiempos había sido la de corredor de yates en Massachusetts. Este negocio había desaparecido por completo en Milnovecientos Treintaiuno, claro. Y en la agonía, le había dejado lo que él me describió en una ocasión como «...un montón de deudas incobrables tan alto como monte Washington, y un montón de facturas tan alto como Pico Pike».

También él era un hombre de Harvard... capitán del invicto equipo de natación de Milnovecientos Once. Cuando lo perdió todo, no volvió a trabajar. Pasó a depender de su mujer, que organizó un servicio de banquetes a domicilio en el suyo propio. Murieron sin un centavo.

Así que no soy el primer hombre de Harvard a quien ha tenido que mantener su mujer.

Paz.

Sarah me dijo en el Arapahoe que lamentaba estar tan deprimida y que sabía muy bien que habíamos ido allí a divertirnos. Dijo que intentaría de veras que la velada fuese divertida.

Fue entonces cuando el camarero, acompañado por el dueño, nos sirvió el primer plato, hacía tanto elegido por el señor McCone de Cleveland: media docena de ostras de Cotuit para cada uno. Yo nunca había comido ostras.


Bon appetit!
—dijo el dueño. Yo estaba emocionado. Era la primera vez que me decían aquello. Estaba muy satisfecho de entender algo en francés sin ayuda de intérprete. Había estudiado francés cuatro años en el instituto de secundaria de Cleveland, en realidad, pero nunca encontré a nadie que hablase el dialecto que aprendí allí. Puede que fuese el francés que hablaban los mercenarios iroqueses en la guerra franco-india.

Entonces fue cuando se acercó a nuestra mesa el violinista zíngaro. Tocaba con toda la hipocresía y la brillantez posibles, con la frenética esperanza de una propina. Recordé que el señor McCone me había dicho que diese espléndidas propinas. Todavía no había dado ninguna. Así que saqué disimuladamente la cartera mientras el músico seguía y cogí lo que creí un billete de dólar. En aquellos tiempos, un peón habría trabajado diez horas por un dólar. Estaba a punto, pues, de dar una propina espléndida. Cincuenta centavos me habrían situado muy arriba en la clase pródiga. Agité el billete en la mano derecha, como si quisiese dar la propina con la elegante gracia del mago, cuando cesó la música.

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