Opiniones de un payaso (8 page)

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Authors: Heinrich Böll

BOOK: Opiniones de un payaso
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Pasó mucho tiempo antes que en el lugar aquel se molestara alguien en acudir al teléfono, y yo comenzaba ya a estigmatizar con duras palabras esa negligencia eclesiástica, conforme a mi estado de ánimo; dije «mierda», cuando alguien descolgó el auricular, y una voz extrañamente ronca dijo: «¿Sí?» Quedé decepcionado. Había contado con una suave voz de monja, con olor a café flojo y a galletas, y en lugar de esto tenía un hombre que graznaba y olía a tabaco de picadura y a coles, de un modo tan penetrante que me hizo toser.

«Perdón», dije por fin, «¿podría hablar con el estudiante de teología Leo Schnier?» «¿Con quién hablo?»

«Schnier», dije. Por lo visto eso rebasaba sus horizontes. Calló largo tiempo, comencé otra vez a toser, me calmé y dije: «Voy a deletrear: Sara, China, Nora, Ida, Emil, Richard.»

«¿Qué significa esto?», dijo por fin, y creí percibir en su voz tanta perplejidad como sentía yo. Quizá habían puesto al teléfono un viejo y amable profesor, fumador de pipa, y reuní a toda prisa un par de vocablos latinos y dije humildemente: «
Sum frater Leonis.
»
 
Me hice el efecto de que no jugaba limpio, pensé en los muchos que quizá experimentan de vez en cuando el deseo de hablar con alguien de allí, y que nunca han aprendido una palabra latina.

Curiosamente, él soltó una risita y dijo: «
Frater tuus est in refectorio
: está comiendo», dijo algo más alto, «los señores están comiendo, y durante la comida no se les puede molestar.»

«Es muy urgente», dije. «¿Caso de defunción?», preguntó. «No», dije, «pero casi». «¿Grave accidente, por lo tanto?» «No», dije, «un contratiempo interno.» «Ah», dijo y su voz sonó algo más suave, «hemorragia interna.»

«No», dije, «el alma. Asunto puramente del alma.»

Por lo visto era palabra extraña para él, pues calló de un modo glacial.

«Por Dios», dije, «el hombre consta de cuerpo y alma.»

Su gruñido pareció expresar dudas sobre tal afirmación, y, entre dos chupadas a su pipa, murmuró: «San Agustín, San Buenaventura, el Cusano... Sigue usted un camino equivocado.»

«El alma», dije con terquedad. «Por favor, diga al señor Schnier que el alma de su hermano está en peligro y que procure telefonear en cuanto haya terminado de comer.»

«El alma», dijo fríamente, «hermano, peligro.» Hubiese podido decir igualmente: Mentira, montaña, mundo. La cosa me pareció cómica: después de todo los que estudian allí se educan para la futura cura de almas, y él tenía que haber oído alguna vez la palabra alma. «La cosa es muy, muy urgente», dije. «No soy un colegial.»

Hizo solamente «Hum, hum», pues le parecía del todo incomprensible que algo que concernía al alma pudiese ser urgente.

«Se lo diré», dijo, «¿y qué tiene que ver con los colegiales?»

«Nada», dije, «absolutamente nada. Dije sólo que no soy un colegial, que no soy un niño.»

«¿Cree usted que los niños de hoy son verdaderos colegiales? ¿Lo cree en serio?» Se animó tanto, que pude suponer que había llegado a su tema favorito. «Demasiado suaves los métodos de hoy», gritó, «demasiado suaves.»

«Naturalmente», dije, «deberían darse muchos más azotes en las escuelas.»

«Eso sí que no», gritó con vehemencia.

«Sí», dije, «sobre todo los maestros deberían recibir muchos más azotes. ¿Pensará usted en dar el recado a mi hermano?»

«Ya está anotado», dijo, «urgente asunto del alma. Cuestión escolar. Oiga usted, joven, ¿me permite que, por ser yo indudablemente el de más edad, le dé un consejo amistoso?»

«Oh, se lo ruego», dije.

«Deje de leer a San Agustín: la subjetividad hábilmente formulada hace tiempo que dejó de ser teología, y causa daño en almas jóvenes. No es más que periodismo con un par de elementos dialécticos. ¿No se toma a mal este consejo?»

«No», dije, «ahora mismo iré a buscar el libro de San Agustín y lo arrojaré al fuego.»

«Bien hecho», dijo casi con júbilo, «al fuego con él. Que el Señor le acompañe.» Estuve a punto de decir gracias pero me pareció injustificado, y así colgué simplemente y me sequé el sudor. Soy muy sensible a los olores y el penetrante olor a coles había afectado a mi sistema nervioso vegetativo. Reflexioné otra vez sobre los procedimientos seguidos por las autoridades eclesiásticas: era una delicadeza que diesen a un anciano la impresión de ser todavía útil, pero lo que yo no podía comprender es que confiasen precisamente el teléfono a un viejo duro de oído y tan estrafalario. El olor a coles lo conocía yo bien del internado. Un sacerdote de allí nos explicó una vez que la col actuaba mitigando la sensualidad. El pensar que mi sensualidad, o la de cualquiera, fuese mitigada, me asqueaba. Por lo visto pensaban ellos día y noche en la «concupiscencia carnal», y en alguna parte de la cocina se tienta seguramente una monja que prepara la minuta, luego la discute con el director, y los dos, sentados uno frente al otro, no lo dicen, pero piensan para cada plato: esto rebaja, esto fomenta la sensualidad. A mí me parece tal escena un caso claro de obscenidad, exactamente igual que el maldito jugar al fútbol, durante horas enteras, en el internado; todos sabíamos que era para cansarnos y para que no pensáramos en chicas; el fútbol se me hizo repugnante, y si pienso que mi hermano Leo debe comer coles para mitigar su sensualidad, me entran tentaciones de irme allí y verter ácido muriático por todas las coles juntas. La tarea que les aguarda a esos jóvenes es, aun sin coles, bastante difícil: debe ser horriblemente difícil el predicar todos los días estas cosas incomprensibles; resurrección de la carne y vida eterna. Cultivar la viña del Señor y ver cuan condenadamente pocas cosas visibles brotan allí. Heinrich Behlen, que se portó tan bien con nosotros cuando Marie tuvo el aborto, me lo explicó un día. Se calificaba a sí mismo de «bracero en la viña del Señor, sin participación en los beneficios ni derecho a beber vino.»

Le acompañé a su casa, cuando a las cinco salimos del hospital, a pie, porque no teníamos dinero para el tranvía, y allí, ante su puerta, al sacarse del bolsillo el manojo de llaves, no se distinguía en nada de un obrero que sale del turno de noche, cansado, sin afeitar, y yo sabía que debía ser horrible para él decir entonces la misa, con todos sus misterios de los cuales Marie me hablaba siempre. Al abrir Heinrich la puerta, su ama de llaves estaba en el vestíbulo, una anciana gruñona, en zapatillas, la piel de sus piernas desnudas muy amarilla, y ni siquiera una monja, ni su madre o hermana; ella le cuchicheó: «¿Qué significa esto? ¿Qué significa esto?» ¡Esa lamentable sordidez de soltería! Que me ahorquen, pero no me extraña que muchos padres católicos tengan miedo de enviar a sus hijas jóvenes al piso de un sacerdote, y menos me extraña que esos desgraciados hagan a veces tonterías.

Estuve a punto de telefonear otra vez al viejo fumador de pipa sordo en el seminario de Leo: me hubiese gustado conversar con él sobre la concupiscencia carnal. Tenía yo miedo de telefonear a uno de los que conocía: ese desconocido probablemente me comprendería mejor. Gustosamente le hubiese preguntado si mi concepto del catolicismo es correcto. Para mí había sólo cuatro católicos en el mundo: el Papa Juan, Alee Guinness, Marie y Gregory, un viejo boxeador negro, al que poco faltó para ser campeón del mundo y que ahora se exhibe tristemente como atleta en los cabarets. Coincidimos alguna que otra vez en nuestras jiras. Era muy piadoso, un verdadero devoto, pertenecía a la Orden Tercera y sobre su enorme pecho de boxeador colgaba siempre un escapulario. Los más le tenían por imbécil porque apenas pronunciaba palabra y apenas comía otra cosa que pan y pepinillos; y, sin embargo, era tan fuerte que podía llevarnos a mí y a Marie en sus manos, como si fuésemos muñecos, a través del cuarto. Había también unos cuantos con un bastante elevado coeficiente de probabilidad de que fueran católicos: Karl Emonds y Heinrich Behlen, también Züpfner. En cuanto a Marie, comienzo ya a dudar: su «terror metafísico» no lo veo claro, y si se marchó con Züpfner y hace con él todo lo que hice yo con ella, comete pecados que en sus libros se designan inequívocamente como adulterio y fornicación. Su terror metafísico se basó única y exclusivamente en mi negativa a casarnos civilmente y a hacer educar a nuestros hijos en la religión católica. Aún no teníamos hijos, pero hablábamos sin cesar sobre ellos, cómo los vestiríamos, cómo les hablaríamos, cómo queríamos educarlos, y estábamos de acuerdo en todos los puntos, hasta que llegamos a lo de su educación católica. Yo estaba de acuerdo en hacerlos bautizar. Marie dijo que debía hacerlo constar por escrito, de lo contrario no nos casarían por la Iglesia. Cuando me conformé con el casamiento por la Iglesia, resultó que debíamos casarnos también civilmente, y allí perdí la paciencia, y dije que bien podíamos espera, un poco más, después de todo no venía ya de un año, y ella lloró y dijo que yo no me hacía cargo de lo que significaba para ella vivir en aquel estado, y sin posibilidad de que nuestros hijos fuesen educados cristianamente. Era desesperante descubrir que habíamos pasado cinco años hablando sin entendernos. Realmente, yo no sabía que hay que casarse civilmente antes de casarse por la Iglesia. Claro que hubiese debido saberlo, siendo un ciudadano adulto y responsable, pero el caso es que no lo sabía, como hasta hace poco no supe que el vino blanco se enfría para servirlo y el tinto se calienta. Naturalmente, sabía que existían los Registros Civiles y que allí se efectúan ceremonias nupciales y se dan certificados, pero pensé que era cosa para la gente no religiosa y para los que, por así decirlo, querían dar una pequeña satisfacción al Gobierno. Me irrité de verdad al enterarme de que había que ir allí antes de poder casarse por la Iglesia, y cuando Marie comenzó otra vez a decirme que yo tenía que comprometerme por escrito a educar católicamente a nuestros hijos, tuvimos una escena. Me pareció una coacción, y no me gustó que Marie estuviese enteramente conforme con esa exigencia de un acuerdo por escrito. Podía hacer bautizar a los niños y educarlos del modo qué ella creyese conveniente.

Esto se lo tomó ella a mal aquella noche, estaba pálida y agotada, alzaba mucho la voz al hablarme, y cuando dije después que sí, que estaba bien, que lo iba a hacer todo, incluso que firmaría el escrito ese, se enfadó Marie y dijo: «Lo haces ahora por pereza, y no porque estés convencido de la justificación de los principios abstractos de orden», y yo dije que sí, que lo hacía en realidad por pereza y porque me gustaría tenerla junto a mí toda mi vida, y que para retenerla incluso me pasaría con armas y bagajes a la Iglesia católica si fuese necesario. Hasta me puse patético y dije que una expresión como «principios abstractos de orden» me recordaba una cámara de torturas. Ella se tomó como una ofensa el que yo, por retenerla a ella, hasta quisiera hacerme católico. Yo creí lisonjearla, pero fui demasiado lejos. Dijo que ya no se trataba de ella y de mí, sino de los «principios».

Era de noche, en el cuarto de un hotel en Hannover, en uno de esos hoteles caros, donde si se encarga una taza de café dan sólo tres cuartos de una taza de café. El personal de esos hoteles es tan fino que una taza de café llena pasa por ordinario, y los camareros saben mejor lo que es fino, que la gente fina que allí se alberga. En tales hoteles me parece siempre estar en un internado especialmente caro y especialmente aburrido, y aquella noche estaba yo rendido de cansancio: tres actuaciones seguidas. A primera hora de la tarde ante unos accionistas del acero, más tarde ante unos opositores al profesorado y por la noche en un
music-hall
, donde los aplausos fueron tan tenues que oí el sonido de mi decadencia. Cuando en el estúpido hotel encargué que me subieran cerveza a mi cuarto, el camarero dijo por teléfono: «Ciertamente, señor», en un tono tan glacial como si hubiese pedido estiércol, y me trajeron la cerveza en una copa de plata. Estaba cansado, sólo deseaba beber cerveza, ensayar un poco alguno de mis números, tomar un baño, leer los periódicos de la noche y quedar dormido junto a Marie: mi mano derecha encima de su pecho y mi rostro tan próximo a su cabeza que podía percibir el perfume de sus cabellos, aun en sueños. Tenía todavía en mis oídos los débiles aplausos. Casi hubiese sido más humano que volvieran los pulgares hacia el suelo. Aquel desdén desmayado, indiferente, por mis números resultaba tan insípido como la cerveza en la absurda copa de plata. La verdad era que yo no estaba en condiciones de sostener una disputa ideológica.

«La cosa es...», comenzó ella, sin elevar tanto la voz, pero sin fijarse en que «la cosa» tenía para nosotros un sentido especial: parecía haberlo olvidado. Paseaba al pie de la cama, y al gesticular con el cigarrillo sus movimientos eran tan precisos que las diminutas nubecillas de humo parecían puntos. Había aprendido a fumar, el jersey verde claro la favorecía: la piel blanca, el cabello más oscuro que antes, vi por primera vez la musculatura de su cuello. Le dije: «Sé compasiva, déjame dormir, mañana al desayunar hablaremos otra vez de todo, en particular de la cosa», pero no hizo caso, se volvió, y leí en su boca que para la disputa había un motivo que ella misma no se confesaba. Al tirar ella el cigarrillo vi alrededor de su boca un par de arrugas minúsculas que nunca había visto antes. Me miró meneando la cabeza, suspiró, volviose otra vez y reemprendió sus idas y venidas.

«No acabo de entenderlo», dije cansado, «primero discutimos por mi firma al pie de este documento coactivo, después por el matrimonio civil, ahora accedo a ambas cosas, y estás aún más enojada que antes.»

«Sí», dijo, «veo aquí demasiada rapidez, y sospecho que rehúyes la discusión. ¿Qué quieres tú en realidad?»

«A ti», dije, y no sé si se le puede decir a una mujer nada más amable que esto.

«Ven», dije, «tiéndete junto a mí y tráete el cenicero, así podremos hablar mucho mejor.» No pude pronunciar más la palabra «cosa» en su presencia. Meneó la cabeza, me puso el cenicero sobre la cama, fue a la ventana y miró afuera. Yo tenía miedo. «Hay algo en esta conversación que no me gusta: no parece cosa tuya.»

«¿De quién, pues?», preguntó en voz baja, y me dejé engañar por aquella voz de nuevo repentinamente suave.

«Me huele a Bonn», dije, «al grupo, a Sommerwild y Züpfner, a todos aquellos.»

«Tal vez», dijo, sin volverse, «tal vez tus oídos imaginan haber oído lo que tus ojos han visto.»

«No te comprendo», dije cansado.

«Ah», dijo, «como si no supieses que aquí se celebra el día de los católicos.»

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