Opiniones de un payaso (26 page)

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Authors: Heinrich Böll

BOOK: Opiniones de un payaso
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Me di cuenta de que seguía en el balcón mirando a Bonn. Me agarraba al pasamanos, la rodilla me dolía mucho, pero el marco tirado me ponía intranquilo. Me hubiese gustado recuperarlo, pero no podía bajar a la calle. Leo debía llegar de un momento a otro. Alguna vez acabarían con sus melocotones, su nata batida y sus oraciones en la mesa. No pude distinguir el marco allá abajo: era bastante oscuro, y sólo en los cuentos brillan las monedas para que uno las encuentre. Era la primera vez que me dolía el dinero. Ese marco tirado: doce cigarrillos, dos billetes de tranvía, pan con una salchicha. Sin arrepentirme, pero con cierta tristeza, pensé en los muchos suplementos de expresos y cambios a primera que habíamos pagado a viejas desconocidas. Una tristeza, como al pensar en los besos dados a muchachas que se han casado con otros. No había que poner muchas esperanzas en Leo, tenía curiosas ideas sobre el dinero, como una monja sobre el «amor conyugal».

Nada brillaba allá abajo en la calle; todo estaba iluminado, pero no relumbraba ningún astro acuñado: sólo autos, tranvías, autobuses y ciudadanos de Bonn. Pensé que el marco habría caído en el techo de un tranvía y que alguien lo encontraría allí.

Naturalmente, podía acogerme al seno de la Iglesia protestante. Sólo que al pensar en tal seno me estremezco de frío. Al pecho de Lutero sí me hubiese acogido, pero al de la iglesia protestante no. Puesto a hacer el hipócrita, lo haré con éxito y con el máximo de diversión. Me divertiría fingirme católico. Me «retiraría» del todo por medio año, luego comenzaría a volver a los sermones de Sommerwild, hasta que mis unidades de catolicismo pulularan como los bacilos en una herida purulenta. Pero con ello perdía una última oportunidad de lograr el favor de papá y de firmar cheques cruzados en una oficina de la compañía del lignito. Puede que mi madre me colocase en su comité central y me diese ocasión de defender allí mis teorías raciales. Me marcharía a América, y en clubs femeninos, como ejemplo vivo del arrepentimiento de la juventud alemana, daría conferencias. Sólo que no tengo nada de qué arrepentirme, absolutamente nada, y por lo tanto tendría que fingir arrepentimiento. Podría contarles cómo arrojé ceniza del campo de tenis al rostro de Herbert Kalick, cómo fui encerrado en el cobertizo del campo de tiro, y más tarde comparecí ante el tribunal: ante Kalick, Brühl, Lóvenich. Pero si lo contara ya estaría fingiendo. No eran cosas que pudiera repetir y colgármelas del cuello como una condecoración. Todos ostentan las condecoraciones de sus momentos heroicos en cuello y pecho. Asirse al pasado es hipocresía, porque nadie distingue los momentos: como Henriette con su sombrero azul se sentó en el tranvía, y marchó a defender en Leverkusen el santo suelo alemán contra los judíos yanquis.

No, la ficción más segura y que me divertiría más sería «apostar a la carta católica». Allí todos los números ganan.

Por encima de los tejados de la Universidad, arrojé una última mirada a los árboles del Hofgarten: detrás, entre Bonn y Godesberg, sobre la pendiente, viviría Marie. Bien. Era mejor estar cerca. Sería demasiado cómodo para ella pensar que yo siempre estaba viajando. Siempre debería contar con la posibilidad de encontrarme, y ruborizarse cada vez, al darse cuenta de cuan licenciosa y adúltera era su vida, y si yo la encontraba con sus niños, y éstos llevaban impermeables, anoraks o abrigos de loden, de repente le parecerían desnudos.

Se rumorea por la ciudad, señora mía, que usted deja que sus niños anden desnudos. Es demasiado. Y una vez, al hablar, se descubrió usted con imprudencia: dijo que quería a «un hombre», en vez de decir a «mi marido». Se rumorea también que usted se sonríe ante el resentimiento sordo que aquí alimentan iodos contra ese viejo carcamal político que nunca acaba de marcharse. A usted le parece que todos son como él, con menos descaro. Todos se creen imprescindibles. Todos leen novelas policíacas. Y claro que es una pena que las tapas de las novelas policíacas no encajen en los pisos decorados con tanto gusto. Los daneses han olvidado extender su estilo a las tapas de las novelas policíacas. Los finlandeses serán más listos, y ofrecerán sobrecubiertas por el estilo de sillas, sillones, copas y ollas. Hasta en casa de Blothert se encuentran novelas policíacas; no estaban bastante escondidas aquella noche en que registraron la casa.

Siempre a oscuras, señora mía, en el cine y en la iglesia, a oscuras en la sala oyendo música sacra, siempre huyendo de la claridad de las pistas de tenis. Muchos susurros. Las confesiones de treinta y cuarenta minutos en la catedral. Indignación apenas disimulada en los rostros de los que aguardan. Dios mío, ¿qué pecados tendrá que confesar?; tiene el más encantador, guapo y honrado marido. Bonísima persona. Una hijita encantadora, dos coches.

Irritada impaciencia detrás de la reja, el inacabable susurro que va y viene sobre el amor, el matrimonio, el deber, el amor, y por último la pregunta: «Pero si ni siquiera se entibia su fe, ¿por qué sufre usted, hija mía?»

Tú no puedes expresar, ni siquiera pensar, lo que yo sé. Sufres por un payaso, de profesión designada oficialmente como «cómico», no afiliado a ninguna iglesia.

Desde el balcón fui cojeando al cuarto de baño para maquillarme. Fue un error encararme con papá sin maquillaje, pero su visita era la que menos esperaba. Leo estaba siempre tan ávido por saber mi verdadera opinión, por ver mi verdadero rostro, mi verdadero yo. Esta vez lo vería. Él siempre tuvo miedo de mi «máscara», de mi frivolidad, de lo que él llamaba «no serio», cuando yo no llevaba maquillaje. Mi maletín estaba aún en Lamino entre Bochum y Bonn. En el cuarto de baño abrí el armario blanco de la pared. Demasiado tarde ya, una vez abierto. Debí pensar antes en el mortífero sentimentalismo que late en los objetos. Los tubos y los tarros, los frasquitos y los lápices de Marie:
nada
había ya en el armario, y el que tan marcadamente no hubiese nada de ella dolía tanto como encontrar un tubo o un tarro suyo. No quedaba nada. Puede que Monika Silvs, compasiva, lo empaquetara todo y se lo llevara. Me miré en el espejo: mis ojos estaban completamente vacíos, por primera vez no tuve necesidad de vaciármelos antes de pasar media hora mirándome al espejo y haciendo gimnasia facial. Era el rostro de un suicida, y cuando comencé a maquillarme mi rostro era el de un muerto. Me extendí vaselina por toda la cara y desgarré un tubo de maquillaje blanco que estaba medio seco, extraje lo que pude y me teñí del todo blanco: ningún trazo negro, ni un punto rojo, todo blanco, incluso las cejas. Encima, el pelo parecía una peluca; la boca no maquillada era oscura, casi azul: los ojos, azul claro como un cielo de verano, vacíos como los de un cardenal que se niega a reconocer que hace tiempo que ha perdido la fe. Ni siquiera tenía yo miedo de mí. Con aquel rostro podría yo hacer carrera, podría incluso fingir hipócritamente aquello que con toda su bobada, con toda su estupidez, me era relativamente simpático: aquello en lo que creía Edgar Wieneken. Eso por lo menos era insípido, y con su insipidez era lo más honrado dentro de lo indigno, el más pequeño de los males menores. Además de lo negro, lo pardo oscuro y lo azul, quedaba otra opción, y llamarla roja sería demasiado eufemista y demasiado optimista, pero era de un gris levemente teñido de aurora. Un triste color para una cosa triste, en la cual quizá había lugar para un payaso que se había hecho culpable del peor de los pecados en un payaso: despertar compasión. Lo malo era que yo no podía engañar a Edgar, con él no podía fingir. Yo era el único testigo de que él había verdaderamente corrido los cien metros en 10,1 segundos, y él era de los pocos que siempre me aceptaron tal como soy, a quienes me mostraba tal como soy. Él no depositaba su fe más que en determinadas personas; los demás creían en algo más que en las personas: en Dios, en el dinero abstracto, en el Estado y en Alemania. Edgar no. Bastante le dolió aquella vez que tomé el taxi. Ahora lo lamento, hubiese debido explicárselo, es el único a quien debo tales explicaciones. Me aparté del espejo; me gustó lo que vi allí, ni por un momento pensé que me veía a mí mismo. No era un payaso, era un muerto que hacía de muerto.

Fui cojeando hasta nuestro dormitorio, en el cual no había entrado aún, por miedo a los vestidos de Marie. La mayoría de los vestidos se los había comprado yo mismo e incluso sugerí alteraciones a las modistas. Le sentaban casi todos los colores excepto el rojo y el negro, incluso puede ir de gris sin que parezca apagado y el rosa le sienta muy bien, y el verde. Es probable que yo pudiese ganar dinero en el ramo de modas femeninas, pero para alguien monógamo y no invertido, sería una tortura espantosa. La mayoría de los hombres dan a sus esposas un cheque y les recomiendan seguir la moda. Si el violeta está de moda, lo llevarán todas las mujeres cebadas con cheques, y si todas las mujeres «elegantes» van de violeta a una party, parecerá una asamblea general de obispos femeninos difícilmente resucitados. A pocas mujeres les sienta el violeta. Marie podía llevarlo bien. Cuando yo todavía vivía con mis padres, llegó de repente la moda del «saco», y todas las pobres gallinitas a quienes sus maridos ordenan vestirse «representativamente» vinieron a nuestro jour fixe envueltas en sus sacos. Algunas mujeres me dieron tanta lástima —en especial las altas y corpulentas esposas de los incontables presidentes—, que me entraron deseos de ir hacia ellas, y ponerles encima cualquier cosa —un tapete o una cortina— como manto de caridad. El marido, el perro estúpido, no notaba nada, no veía nada, no oía nada, igual mandaría a su esposa a la compra en camisón de dormir de color rosa, si cualquier invertido lo implantara como moda. Al día siguiente, ante ciento cincuenta pastores protestantes, pronunciaría el marido una conferencia sobre la «realidad» del matrimonio. Y ni siquiera había descubierto la realidad de que su esposa tiene las rodillas demasiado angulosas para llevar faldas cortas.

Para sustraerme al espejo, abrí de golpe la puerta del armario ropero: nada de Marie en el armario, nada, ni siquiera una horma para zapatos o un cinturón, como a menudo olvidan las mujeres. Ni siquiera un hálito de su perfume. Mejor que se hubiese llevado también mis vestidos, para regalarlos o quemarlos, pero mis cosas estaban allí: unos pantalones caqui, que nunca me había puesto, una chaqueta de tweed negra, unas cuantas corbatas, y tres pares de zapatos en el estante; en los cajones lo encontraría todo: gemelos para los puños y varillas blancas para el cuello, calcetines y pañuelos de bolsillo. En lo que respecta a derechos de propiedad, los cristianos son de una rigidez despiadada: debí pensarlo. No necesitaba abrir los cajones: lo que era mío, estaría todo; de lo de ella, no quedaba nada. ¡Cuan caritativo hubiera sido llevarse también lo mío! Pero con nuestro armario ropero se había procedido con plena legalidad, de un modo mortalmente correcto. Seguramente Marie había sentido compasión al llevarse todo lo que pudiera recordármela, y seguramente había llorado, aquellas lágrimas que lloran las mujeres en las películas de divorcios, cuando dicen: «Nunca olvidaré el tiempo que pasé contigo.»

El armario ordenado y limpio (alguien incluso había pasado la gamuza) era lo peor que podía dejarme al marcharse: orden, clasificación, sus cosas distintas de las mías. El interior del armario parecía haber sufrido una feliz intervención quirúrgica. Nada de ella, ni siquiera un botón de blusa. Dejé la puerta abierta para no mirar al espejo, volví cojeando a la cocina, me metí la botella de coñac en el bolsillo de la chaqueta, entré en la sala, me senté en el sofá y me subí la pernera del pantalón. La rodilla estaba fuertemente hinchada, pero el dolor desaparecía al sentarme. En el paquete había aún cuatro cigarrillos, y encendí uno.

Reflexioné si hubiera sido peor encontrar las ropas de Marie, o aquello: todo vacío y limpio, y ni siquiera una nota: «Nunca olvidaré el tiempo que pasé contigo.» Puede que fuera así mejor, pero podía por lo menos dejar algún botón caído o un cinturón olvidado, o podía llevarse el armario y quemarlo.

La noticia de la muerte de Henriette nos llegó cuando nos sentábamos a la mesa. La servilleta de Henriette, que a Anna no le parecía todavía bastante sucia para la colada, seguía en su aro amarillo en el aparador. Todos miramos a la servilleta, que tenía mermelada pegada, y una parda mancha de sopa o de salsa. Por primera vez me di cuenta del horror de los objetos que una persona deja al marcharse o morir. Mi madre fue capaz de empezar a comer, lo cual sin duda quería significar que «la vida sigue»o alguna moraleja por el estilo, pero yo sabía muy bien que lo que seguía no era la vida sino la muerte. De un golpe le arranqué de la mano la cuchara de sopa, y corrí al jardín y luego otra vez adentro: chillidos y gritos estaban en su apogeo. La sopa caliente le había quemado a mi madre la cara. Subí corriendo al cuarto de Henriette, abrí de par en par la ventana y tiré al jardín todo lo que me vino a las manos: cajitas y vestidos, muñecas, sombreros, zapatos, gorros, y tiré del cajón y vi su ropa interior, y entre la ropa curiosas cositas por las que debió de sentir cariño: espigas secas, piedrecitas, flores, recortes de papel, fajos de cartas atados con cintas de color de rosa. Los zapatos de tenis, las raquetas, las copas de campeonato, todo lo tiré al jardín. Leo me dijo luego que le parecí «loco», y todo ocurrió tan rápidamente, con rapidez de locura, que nadie pudo intervenir. Tiré cajones llenos por la ventana, y corrí al garaje y saqué al jardín el pesado bidón con la reserva de gasolina, lo derramé por el montón y le prendí fuego. A puntapiés arrojé a las llamas todo lo que había desparramado alrededor, busqué todos los andrajos y pedazos, todas las flores y espigas y los fajos de cartas, y los tiré al fuego. Corrí al comedor, me apoderé de la servilleta con su aro, y al fuego. Leo me dijo que en cinco minutos lo hice todo, que cuando se dieron cuenta ya las llamas se elevaban muy altas y todo ardía. Acudió un oficial americano pensando que yo quemaba documentos secretos, el diario íntimo de la Bestia Nazi, pero cuando llegó ya ardía todo, negro y asqueroso y maloliente, y cuando quiso apoderarse de un fajo de cartas le golpeé la mano y vertí en el montón el resto de bencina del bidón. Luego acudieron incluso los bomberos con sus mangas grotescamente enormes, y una voz grotescamente vociferante dio la más grotesca orden que he oído en mi vida: «¡Agua, ar!» Y no se avergonzaron de inundar con sus mangas aquel mísero montón de cenizas, y como una llamita había prendido en el marco de una ventana, allí apuntaron las mangas, e inundaron el cuarto y echaron a perder el entarimado, con lo cual mi madre aulló copiosamente y telefoneó a todas las compañías de seguros discutiendo si era un caso de incendio o de inundación y si quedaba cubierto por sus pólizas.

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