Opiniones de un payaso (17 page)

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Authors: Heinrich Böll

BOOK: Opiniones de un payaso
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«Habla de una vez», dije.

«Me aconsejó que te enviara a uno de los mejores profesores. Por un año, por dos o por medio. Genneholm cree que deberías concentrarte, estudiar, adquirir tanta conciencia que puedas volver a ser ingenuo. Y ensayar, ensayar, ensayar; y. ¿me oyes aún?» Gracias a Dios, su voz sonó más suave.

«Sí», dije.

«Y estoy dispuesto a financiártelo.» Tuve la impresión que mi rodilla estaba tan gruesa y redonda como un gasómetro. Sin abrir los ojos, palpé alrededor del sillón, me senté, y palpando busqué los cigarrillos sobre la mesa, como si fuese ciego. Mi padre lanzó un grito de terror. Sé interpretar tan bien a un ciego que engaño a todo el mundo. A mí mismo me engañé, y pensé que tal vez seguiría ciego. Pero no interpretaba al ciego, sino al cegado momentáneamente, y cuando por fin tuve el cigarrillo en la boca entreví la llama del encendedor de papá, y entreví también que temblaba convulsivamente. «Chico», dijo angustiado, «¿estás enfermo?» «Sí», dije en voz baja, di una chupada al cigarrillo, aspiré con fuerza, «estoy mortalmente enfermo, pero no ciego. Dolor de estómago, jaqueca, dolor en la rodilla, una irreprimible melancolía, pero lo peor, bien lo sé, es que Genneholm tiene razón, aproximadamente en un noventa y cinco por ciento, e incluso sé de lo que siguió hablando. ¿Habló de Kleist?»

«Sí», dijo mi padre.

«¿Dijo que debía primero perder mi alma, vaciarme completamente, y después podría procurarme otra nueva? ¿Lo dijo?»

«Sí», dijo mi padre, «¿cómo lo sabes?»

«Dios mío», dije, «conozco bien sus teorías y sé de dónde las saca. Pero yo no quiero perder mi alma, quiero recobrarla.»

«¿La has perdido?»

«Sí.»

«¿Y dónde está?»

«En Roma», dije; abrí los ojos de golpe y reí. Mi padre se había vuelto completamente pálido de miedo y había envejecido. Su risa sonó aliviada y, no obstante, disgustada. «Granuja», dijo, «¿todo fue fingido?»

«Por desgracia» dije, «no del todo y no muy bien. Genneholm diría: demasiado naturalismo, y tendría razón. Los invertidos tienen casi siempre razón, tienen una fabulosa penetración psicológica, pero nada más. Algo es algo.»

«Granuja», dijo mi padre, «me engañaste.»

«No», dije, «no, no te he engañado más de lo que te engañaría un auténtico ciego. Créeme, no es absolutamente necesario andar a tientas y buscar apoyo. Más de un ciego interpreta el ciego, aunque es realmente ciego. Ahora podría yo, ante tus ojos, andar cojeando de aquí a la puerta, de tal modo que tú gritarías de dolor y lástima, y telefonearías inmediatamente a un médico, al mejor cirujano del mundo, Fretzer. ¿Lo quieres ver?» Ya estaba yo de pie.

«Por favor, déjalo», dijo intranquilo, y volví a sentarme.

«Por favor, siéntate tú también», dije, «por favor, me pone nervioso verte andar de un lado para otro.»

Se sentó, se sirvió agua mineral y me miró desconcertado. «De ti no hay quien saque nada en limpio», dijo, «dame una respuesta clara. Te pago los estudios, donde tú quieras, me es igual. Londres, París, Bruselas. Lo mejor.»

«No», dije cansado, «sería una equivocación. No necesito más estudios, solamente trabajar. Estudié desde los trece o catorce años hasta los veintiuno. Sólo que vosotros no lo notasteis. Y si Genneholm dice que todavía me conviene estudiar, es más estúpido de lo que pensé.»

«Es un experto», dijo mi padre, «el mejor que conozco.» «Incluso el mejor del país», dije, «pero es sólo un experto, sabe bastante de teatro, tragedia,
commedia dell'arte
, comedia, pantomima. Pero observa cómo fracasan sus tentativas de ser actor, cuando aparece repentinamente con sus camisas violetas y negros corbatines de seda. Cualquier aficionado se avergonzaría. Que los críticos critiquen no es lo malo en ellos, sino el que para sí mismos pierdan el sentido crítico y el del humor. Es penoso. Naturalmente que es un experto, pero si pretende que a mí, después de seis años de escenario, me conviene volver a estudiar, es un majadero.»

«¿Así, pues, no necesitas dinero?», preguntó mi padre.

Una pequeña señal de alivio en su voz me inspiró desconfianza. «Sí», dije, «necesito dinero.»

«¿Qué quieres hacer, pues? ¿Seguir actuando en la posición en que te encuentras?»

«¿Qué posición?», pregunté.

«Vamos», dijo desconcertado, «habrás leído las críticas.»

«¿Las críticas?», dije, «pero si hace tres meses que sólo actúo en provincias.»

«Sin embargo he leído las críticas», dijo, «con Genneholm las hemos examinado a fondo.»

«Maldita sea», dije, «¿cuánto le has pagado?»

Se ruborizó. «Deja eso», dijo, «¿qué te propones?»

«Ensayar», dije, «trabajar, medio año o uno entero, aún no lo sé.»

«¿Dónde?»

«Aquí», dije, «¿dónde iba a ser?» Su sobresalto sólo consiguió disimularse a medias.

«No os molestaré y no voy a comprometeros, ni siquiera iré al
jour fixe
», dije. Se ruborizó. Yo había ido un par de veces a su
jour fixe
, como cualquiera, sin acudir a ellos privadamente, por así decirlo. Bebí
cocktails
y comí aceitunas, bebí té y al marcharme me embolsé cigarrillos tan descaradamente que lo vieren los criados y volvieron la cabeza ruborizados.

«Ah», dijo sólo mi padre. Se acurrucó en su sillón. Lo que hubiese preferido sería levantarse y ponerse ante la ventana. Bajó la mirada y dijo: «Más me hubiera gustado que eligieses el camino seguro que sugiere Genneholm. Me cuesta financiar una cosa insegura. ¿No has ahorrado nada? Debiste ganar mucho en estos años.»

«No ahorré ni un pfennig», dije, «poseo un marco, sólo uno.» Saqué el marco del bolsillo y se lo enseñé. Se inclinó hacia la moneda y la miró como a un insecto raro.

«Me cuesta creerte», dijo, «yo no te enseñé a despilfarrar. ¿Cuánto te figuras que deberías tener al mes?»

Mi corazón latió con violencia. Nunca creí que quisiera ayudarme de modo tan directo. Reflexioné. Ni poco, ni demasiado, tenía que pedir lo justo, pero no tenía idea, ni la más remota, de lo que necesitaría. Electricidad, teléfono, y mal que bien debería comer. Sudé de angustia. «Ante todo», dije, «necesito una gruesa esterilla de goma, tan grande como esta habitación, siete por cinco, que podrías procurarme de vuestra fábrica de artículos de goma, a buen precio.»

«Bien», dijo sonriendo, «te la regalaré. Siete por cinco. Pero Genneholm dice que no deberías malgastar tus energías con acrobacias.»

«No lo haré, papá», dije; «además de la esterilla, necesitaría mil marcos al mes.»

«Mil marcos», dijo. Se puso de pie, su susto era sincero, le temblaban los labios.

«Vamos», dije, «¿qué pensaste?» Yo no tenía idea de su fortuna. Pero mil marcos se convertían al año —a esto alcanzaba mi aritmética— en doce mil marcos, y una suma así no podía matarle. En realidad era millonario, esto me lo explicó claramente el padre de Marie, y me lo calculó una vez. No recordaba más detalles. Tenía acciones en todas partes y en todo era «parte interesada». Incluso en aquella fábrica de jabones.

Pasó detrás de su sillón y paseó, calmado, meneando los labios, como si calculase. Puede que lo hiciese realmente, pero duraba ya mucho.

Volví a recordar lo tacaños que habían sido cuando me marché de Bonn con Marie. Mi padre me escribió que, por motivos morales, me negaba todo apoyo, y esperaba que con «el trabajo de mis manos» me sustentase a mí «y a esta desgraciada y honrada muchacha que has seducido». Siempre «tuvo en alta estima» al viejo Derkum, como persona y como adversario, y aquello era un escándalo.

Vivíamos en una pensión en Kóln-Ehrenfeld. Los setecientos marcos que la madre de Marie le había dejado al morir se nos acabaron en un mes, y yo tenía la impresión de haber sido muy previsor y ahorrativo con aquella suma.

Vivíamos cerca de la estación de Ehrenfeld, desde la ventana de nuestra habitación se veía el rojo enladrillado del terraplén, trenes cargados de lignito entraban en la ciudad, salían de ella vacíos, una reconfortante visión, un ruido impresionante, siempre tenía que pensar en la saneada situación financiera de mi casa. Desde el cuarto de baño la vista alcanzaba los lavaderos de zinc y las cuerdas para tender ropa, por la noche se oía a veces el ruido de una lata de conservas al caer o de una bolsa llena de basura, que alguien disimuladamente arrojaba al patio desde la ventana. Frecuentemente me ponía en la bañera y entonaba cantos litúrgicos, hasta que la patrona me prohibió cantarlos. «La gente piensa que tengo oculto a un pastor perjuro», luego me cerró el crédito del baño. Según ella, me bañaba yo con demasiada frecuencia, lo encontró excesivo. A veces hurgaba con el atizador en los paquetes de basura que desde arriba arrojaban al palio, para poder descubrir al infractor por lo que contenía el paquete: pieles de cebolla, posos de café, huesos de chuleta, le daban material para complicadas combinaciones, que ella completaba con informes tomados al azar en carnicerías y verdulerías, nunca con éxito. El desecho nunca permitía deducciones concluyentes sobre la personalidad. Las amenazas que ella profería hacia lo alto del patio de lavaderos, eran formuladas de tal modo que todos se sintiesen aludidos: «A mí nadie me engaña, sé lo que debo hacer.» Por la mañana siempre nos asomábamos a la ventana y acechábamos la llegada del cartero, que a veces nos traía paquetitos de las amigas de Marie, Leo, Anna, en intervalos muy irregulares cheques del abuelo, pero de mis padres sólo exhortaciones de «tomar el destino en mis manos, dominar el infortunio con mis propias fuerzas».

Más adelante, incluso me escribió mi madre que ella me había «repudiado». Sabe ser chabacana hasta la idiotez, pues esta expresión la citaba ella de una novela de Schnitzler que se llama
Dilema del corazón.
En esta novela, una muchacha es «repudiada» por sus padres, porque ella se niega a traer al mundo un hijo que le hizo «un artista noble, pero achacoso», creo que un actor. Mi madre citó literalmente una frase del capítulo ocho de la novela: «Mi conciencia me obliga a repudiarte.»Encontró que era una cita apropiada al caso. En todo caso, ella me repudiaba. Estoy seguro que lo hizo únicamente porque era un medio de ahorrarse conflictos, lo mismo a su conciencia que a su cuenta corriente. En casa esperaban que yo emprendiese una vida heroica: ir a una fábrica o trabajar en una empresa constructora para poder sustentar a mi amada, y todos quedaron decepcionados cuando no lo hice. Incluso Leo y Anna expresaron claramente su decepción. Me veían ya con el paquete de la comida y mi maletín partir al rayar el alba, con la mano enviar un beso hacia la habitación de Marie, me veían por la noche «cansado, pero satisfecho», regresar a casa, y allí leer el periódico y contemplar cómo Marie hacía calceta. Pero yo no hice el menor esfuerzo para hacer de esta imagen un cuadro vivo. Me quedaba con Marie, y Marie prefería mucho más que me quedase con ella. Yo me sentía «artista» (más adelante, más que nunca), y conseguimos ver realizada la idea que desde niños teníamos de la bohemia: botellas de Chianti y arpillera en las paredes, y fundas multicolores. Aún hoy me ruborizo de emoción al pensar en estos años. Cuando Marie iba, al terminar la semana, a ver a nuestra patrona para pedirle una prórroga para el pago del alquiler, la patrona cada vez armaba una bronca y preguntaba por qué yo no iba a trabajar. Y Marie dijo una vez con su maravilloso énfasis: «Mi marido es un artista, sí, un artista.» La oí desde la sucia escalera gritar a la habitación abierta de la patrona: «Sí, un artista», y la patrona le replicó, gritándole con su ronca voz: «¿Qué dice, un artista? ¿Y es también su marido? El Registro Civil debió alegrarse.» La mayoría de las veces estaba disgustada porque nos quedábamos en cama casi siempre hasta las diez o las once. No tenía suficiente imaginación para calcular que nosotros de esta manera nos ahorrábamos cómodamente una comida y corriente para la estufa, y no sabía que yo casi todos los días, sólo a eso de las doce podía ir a ensayar en las salitas parroquiales, porque allí por la mañana siempre había algo: orientación maternal, clases sobre la comunión, curso de cocina o clases de orientación de una asociación católica de viviendas baratas. Vivíamos cerca de la iglesia de la que era cura Heinrich Behlen, y él me había procurado estas salitas con escenario como posibilidad de ensayar, y también la habitación en la pensión. En aquella ocasión muchos católicos fueron muy amables con nosotros. La señora, que en la Rectoría daba clases de cocina, siempre nos daba de comer lo que sobraba, las más de las veces sólo sopa y pudín, a veces también carne, y cuando Marie la ayudaba para la limpieza le proporcionaba un paquete de mantequilla o una bolsa de azúcar. A veces se quedaba allí cuando yo comenzaba a ensayar, se desternillaba de risa, y por la tarde nos hacía café. Cuando se enteró que no estábamos casados, siguió comportándose amablemente. Tuve la impresión que ella no contaba en absoluto que los artistas «se casasen como es debido». Muchos días que hacía frío íbamos allí temprano. Marie tomaba parte en el curso de cocina, y yo me sentaba en el guardarropa junto a una estufa eléctrica y leía. A través de la delgada pared oía las risas reprimidas, luego serias conferencias sobre calorías, vitaminas, cálculos, pero en conjunto la finalidad de estos cursillos me pareció bien enfocada. Si había orientación maternal, no podíamos entrar hasta que terminaban. La joven doctora que daba las orientaciones era muy correcta, amable, pero con personalidad, y Te tenía un terror pánico al polvo que yo levantaba al dar saltos sobre el escenario. Más adelante afirmó que el polvo seguía en suspensión en el aire durante el día y era una amenaza para los lactantes e impuso la condición que, veinticuatro horas antes de que ella diese la conferencia, no podría yo utilizar el escenario. Heinrich Behlen tuvo incluso una discusión con su párroco, quien no sabía en absoluto que yo ensayase allí todos los días y que pidió a Heinrich «no llevase demasiado lejos su amor al prójimo». A veces iba yo también con Marie a la iglesia. Se estaba caliente allí, siempre me sentaba cerca del tubo de calefacción; también estaba todo silencioso, los ruidos de la calle afuera parecían estar infinitamente lejos, y la iglesia estaba vacía de un modo beneficioso: sólo siete u ocho personas, algunas veces tenía la sensación de pertenecer a esta reunión silenciosa y triste de supervivientes de algo que, en su debilidad, obraba prodigios. Fuera de Marie y yo, nada más que mujeres de edad. Y la naturalidad con que Heinrich Behlen celebraba, rimaba tan bien con la iglesia lúgubre y oscura. Una vez incluso advertí, al final de la misa, cuando su acólito se había ausentado, que el misal tenía que llevarse de la derecha a la izquierda. Noté que Heinrich se sentía inseguro, que perdía el ritmo, y corrí rápidamente hacia allí, cogí el misal del lado derecho, me arrodillé cuando estuve en el centro del altar, y lo pasé al lado izquierdo. Me hubiese parecido una descortesía, si no hubiese ayudado a Heinrich en su apuro. Marie enrojeció como la grana, Heinrich sonrió. Nos conocíamos desde hacía tiempo, en el internado fue capitán del equipo de fútbol, de más edad que yo. Muchas veces esperábamos a Heinrich después de la misa, afuera ante la sacristía, nos invitaba a desayunar, compraba a crédito en una tienda huevos, jamón, café y cigarrillos, y era feliz como un niño siempre que su ama de llaves estaba enferma.

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