Olvidado Rey Gudú (42 page)

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Authors: Ana María Matute

BOOK: Olvidado Rey Gudú
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—Señor, si me lo permitís, os diré algo que pienso.

—Decid -exclamó Gudú. La noche era muy fría y tan oscura que sus rostros no podían verse.

—Estimo que esta forma de guerrear no es noble.

—¿Qué dices? dijo Gudú, con leve ironía-. No sé de dónde has podido sacar la creencia de que la guerra es noble. La guerra no es noble en absoluto y, por tanto, hay que hacerla y tomarla como es.

Predilecto quedó sobrecogido por estas palabras. Había participado en justas, había acompañado a su padre en ligeras escaramuzas contra las revueltas del Norte, pero jamás había librado una verdadera batalla. Y aunque había oído algunas historias en las que estas batallas se describían, donde los reyes que en ellas habían triunfado, y los que habían perdido, eran, al parecer, extraordinariamente nobles, atinó a pensar que su hermano Gudú era un ser complejo y extraño; pues si bien había tenido sospechas, y más tarde crecientes certezas, de que no se movía ni un solo cabello de su persona a impulsos de compasivo o afectuoso sentimiento, aquello no se le había presentado jamás con tal claridad.

Aunque íntimamente se había dicho en más de una ocasión que la muerte y la sangre le desagradaban, que la crueldad le repelía, había sido educado de forma que tales sentimientos debían mantenerse ocultos, como síntomas de debilidad. Íntimamente no se avergonzaba de ellos, pero jamás hubiera osado manifestarlos en público. Él había crecido creyendo -o desatendiendo examinar profundamente esta aceptación, más que creencia- que la guerra, tan asidua y pertinazmente cultivada por su padre, era noble en sí misma, y no exenta de heroísmo y gestos generosos. Por todo lo cual, la desapasionada reflexión de Gudú le sumió aún más en el cada vez mayor número de confusiones que, día a día, se iban adueñando de su persona.

—¿Por qué entonces, si no la consideráis noble, parecéis gozar de ella, y hasta practicarla o provocarla?

Este pensamiento, tras los últimos acontecimientos, le hacía entrever, vagamente, que había sido objeto él mismo, como un simple peón de ajedrez -juego al que tan aficionado era Gudú-, de las maquinaciones de su hermano pequeño: el interés por los Desdichados y la piedad por el joven Príncipe nada tenían que ver, en realidad, con los auténticos móviles de Gudú.

Pero éste dijo:

—Que sea noble o no lo sea, no hará perder mi tiempo en cavilaciones. Es útil para nuestra causa, y con ello basta. Predilecto juzgó que mejor era callar y guardar para sí sus escrúpulos y sus confusiones. Su deber y juramento -de lo único que, ya, estaba seguro todavía- era, al fin y al cabo, defender de todo mal a su hermano menor. Pensó que guardaría para mejor oportunidad aquellas discusiones con el ya indiscutible Rey de Olar. Pero íntimamente se alegró una vez más de que la suerte le hubiera salvado del trance de ser Rey algún día. Y recordaba las palabras de su padre, de su hermano y del anciano minero, cuando el fragor del Desfiladero les avisó prontamente de la proximidad del ataque.

Impacientes, en la explanada, los soldados aguardaban la señal de Gudú. Todo ocurrió tal y como el joven Rey había planeado. El ataque en masa, con gran lujo de gritos y alharacas para engañar en su número al enemigo de la colina. Gudú, dando muestras de una serenidad y un temple impropios de sus catorce años, aguardó fríamente, entre el fragor de los salvajes gritos de los soldados del Desfiladero y el galope de sus veloces caballos -robados, según se decía, a las Hordas Feroces-. Cuando amanecía, los de Olar se retiraron, tal y como ordenó Gudú. El ejército de Usurpino, creyéndoles vencidos, les persiguió levantando ecos ensordecedores entre las piedras del Pasadizo de la Muerte. Y, así, cayeron en la trampa.

Los de Olar se abatieron entonces sobre ellos. De entre los bosques surgían arqueros, caballería e infantería en superior número. Les envolvieron, sin escape posible. Y la sorpresa y el pánico cundieron en las valerosas pero poco astutas filas enemigas, de suerte que la lucha se trocó a poco en una carnicería embriagadora. Gudú, sobre su corcel, marchaba a la cabeza de los suyos y, uniéndose al Barón Iracundio y a Yahek, el Capitán de los Mercenarios, que aguardaban en el lado opuesto, arrasaron materialmente al grueso de las fuerzas de Usurpino. Por vez primera Gudú blandía la espada de su padre, Volodioso el Engrandecedor, roja de sangre. Y por primera vez, su brazo y su espada penetraron en la carne de otros hombres: atravesaba vientres, riñones, pechos, y surgía de nuevo, como un relámpago, entre las hogueras donde los cuerpos se revolcaban en el suelo. Predilecto, si bien combatía con valor a su lado, se estremeció al ver aquella figura de muchacho, que crecía y crecía como un gigante. Y su mente, en el fuego y en el hierro, en la sangre y en el largo gemir de los heridos, reconstruía la estatua de piedra de su padre. Solitaria y abandonada por todos, sólo recibía, al atardecer del verano o la primavera, la visita de algunos pájaros que, en la gran soledad, conversaban misteriosamente con sus ojos ciegos y su boca muda.

Y tal como dijera Gudú, ya estaban los soldados enemigos materialmente machacados cuando no se hizo esperar la prevista reacción de Usurpino y el resto de sus fuerzas. De modo que, cuando juzgaron que los hombres de Gudú -que a su vez habían sufrido grandes pérdidas- eran fácil presa, surgieron del Desfiladero y, cayendo sobre ellos, se adentraron en la última y fatal trampa, pues fueron sorprendidos por la espalda y, cortándoles toda posibilidad de retirada, la violencia del combate tomó sus más crueles aspectos. Hasta que el amanecer, ya entrado, empujó la derrota hacia la vasta zona de las largas noches, y la victoria de Gudú sobre Usurpino apareció ante sus ojos, entre ensangrentados restos y cuerpos mutilados, entre los muertos y la sangre.

En el fragor y el polvo, Gudú avanzaba sobre su corcel. A su lado, manchado de sangre, Predilecto le seguía, en el silencio sólo roto por el viento de la madrugada. Fue extendiéndose entonces, paso a paso, el espectáculo de la derrota. Vio tendido y muerto, a sus pies, al anciano Tuso: y sintió un extraño frío, pues el viejo Consejero aparecía caído sobre su espalda, y a su lado un hombre más joven y más robusto aparecía, también, con el cuello abierto. Y en aquel momento vio únicamente a dos ancianos, y súbitamente un gran dolor le anegó. Sólo veía, allí, la muerte de dos hermanos que en el último momento se habían asido el uno al otro: las manos del más joven estaban aferradas a las ropas sanguinolentas del más viejo, y la mano del más viejo -aquella mano que había deseado tanto tiempo gobernar- caía lacia, casi dulcemente apoyada en la frente del más joven.

—Míralos, Señor -dijo con voz ronca y estremecida-. Eran hermanos, y se amaban.

Pero Gudú no le escuchó. Le vio espolear su caballo y avanzar hacia dos siluetas que, en la bruma, huían hacia el río. Y sabiendo quiénes eran aquellos y cuál era su deber, le siguió, con el espíritu batido por mil contrarios sentimientos. Cuando llegó al borde del río, oyó el entrechocar de las espadas y vio cómo Ancio y Gudú luchaban con saña, como sólo dos hermanos son capaces de atacarse en este mundo.

Predilecto buscó ávidamente con la mirada, hasta descubrir el caballo vacío del otro hermano. Y sólo entonces, entre los juncos, una sombra que se arrastraba como un reptil, le indicó la presencia del menor de los Soeces, a tiempo de evitar, cayendo sobre él, que su traidora lanza se clavara en la espalda de Gudú. Y estaba sobre él y levantaba su espada presto a terminar con su vida, cuando vio los ojos de Furcio, clavados en él con un desespero infinito. Entonces, su brazo se detuvo: Furcio estaba desarmado y se aferraba a su ropa, como las manos de Usurpino se aferraban a las de Tuso. Un frío grande le detuvo, y escuchó la voz del pequeño Soez, que por primera vez no le pareció la voz de una miserable y repugnante criatura, sino una muy honda llamada, que latía en su misma sangre, en sus últimas venas y en lo más profundo de su ser.

—¡Déjame vivir, hermano!...

Pero un galope se acercaba: el corcel de Gudú arrastraba de un pie el cadáver degollado de Ancio. Cayó sobre ellos, como si de nuevo la noche hubiera nacido del cielo, y la espada del hombre que les diera la vida a todos ellos, le atravesó el corazón.

Luego Gudú se volvió a mirar a Predilecto, sonriente. Su frente y sus manos estaban salpicadas de sangre, y sus ojos tenían un brillo como jamás ni la luz de la noche ni la luz del día habían conseguido arrancar de su mirada.

—Nunca vaciles, Predilecto. Porque te matarán o me matarán. Y aquellas palabras -tan claras en la mañana, que hasta en el oro del cielo parecían escritas- no eran solicitud, sino amenaza.

3

Hacía ya mucho tiempo que los mercenarios de Olar no conocían la alegría de la victoria. Los últimos años de Volodioso les desangraron en inútiles batallas contra un enemigo solapado, diezmado y feroz que, aun siendo inferior en número, jamás les proporcionó la embriaguez del triunfo, ni la codicia del botín.

Así que, la tan soñada como imposible entrada en aquel legendario Desfiladero de la Muerte y la consiguiente asolación del Reino de Usurpino, resultaba algo totalmente nuevo para los más jóvenes, y casi olvidado para los más viejos. Luego, haciendo uso de la promesa dada por Gudú a los soldados y a los mercenarios, éstos cumplieron ampliamente sus ansias de botín y muerte. Y pocos días más tarde, lo que fue el Reino inexpugnable y misterioso de los Desfiladeros, se había convertido en un montón de ruinas carbonizadas y de muerte. Las desperdigadas gentes que sobrevivieron se refugiaban, aterradas, en la montaña, y los restos de sus rebaños, diezmados y perdidos, sembraban de balidos quejumbrosos el batir del viento entre las rocas. Parecían voces humanas.

Indra, la hija de Usurpino, y una muchacha bella y extraña que la acompañaba, fueron encadenadas y llevadas a presencia de Gudú. El Rey contempló detenidamente aquella que le había sido destinada por Tuso como futura esposa. Era una mujer cercana a los treinta años, gruesa y aterrada, cuyas rojas trenzas aparecían deshechas sobre los jirones de su ropa.

—No sé a quién puede gustar semejante arpía -dijo.

Los ojos de Indra despidieron fuego y le escupió en la cara. Entonces, limpiándose la saliva con mansedumbre, Gudú miró al Capitán de los Mercenarios. En los ojos de éste vio brillar una conocida luz:

—Si te place, tómala -le dijo.

Yahek, no se hizo repetir la orden y, arrastrándola por las cadenas, se alejó con ella. La otra era una muchacha de unos veinte años, de largas trenzas oscuras y ojos alargados hacia las sienes. Tenía la piel de un tinte dorado, y en toda su persona había una extraña y salvaje belleza. Al punto, Predilecto recordó la historia de la Princesa de las Hordas y reconoció en ella una mujer de su raza.

—¿Quién eres tú? -preguntó Gudú con voz más suave.

Pero ella se negó a contestar, de modo que el muchacho se impacientó.

—Está bien -dijo-. Atadla a un árbol en tanto medito lo que debo hacer con ella.

Entonces Predilecto se aproximó al Rey y le habló así:

—Esta mujer es oriunda de las estepas, mi Señor. Y algo en ella me dice que es una mujer de alta alcurnia, posiblemente cautiva de Usurpino. Tened en cuenta que puede traeros muchos males, pues una mujer así fue la perdición de vuestra madre, y a punto estuvo de ser la vuestra. Si la guardáis con vos, es seguro que os traerá mucho mal. Presiento que esa raza debe ser alejada de nosotros, y no debemos tener roce con ellos: quédense ellos en sus tierras y nosotros en las nuestras. Las estepas no pueden ser habitadas por los hombres de nuestra raza, ni podremos jamás llegar más allá del Gran Río: ni siquiera nuestro padre lo consiguió. Pero no la matéis; dejadla vivir y regresar con los suyos. De este modo os aseguráis su agradecimiento, y tal vez quede zanjada para siempre la incursión de sus guerreros en nuestro país.

—Ah no -dijo Gudú-. Si es cierto lo que me dices, lo único que veo con buen criterio es hacer un escarmiento con ella.

El Hechicero, que había permanecido medio oculto en la enramada, como le ordenara Gudú, apareció ahora lleno de terror. Se aproximó a Gudú, y dijo:

—No, mi Señor. No lo hagáis. Creedme: por mis conocimientos sobre algunas cosas os digo que no debéis matar a esta mujer. Antes bien, como dice vuestro hermano, dejadla volver con su gente.

—Pues ya estoy cansado de oír tonterías -dijo Gudú, irritado-. Y como prueba de que pienso terminar con toda clase de supersticiones y brujerías, declaro bruja a esta mujer. Así que, siguiendo la costumbre de nuestro país, ordeno que se la queme viva y que sus cenizas se esparzan hacia las estepas: de suerte que sus hermanos de raza entiendan mi advertencia. Pues todos han de saber, allí donde llegue mi voz y mi espada, quién es y cómo es el Rey Gudú.

Y había tal soberbia y embriaguez en su voz como jamás le habían oído antes.

Inútilmente Predilecto y el Hechicero intentaron disuadirle. Aquella misma tarde mandó rodear de leña el árbol donde había atado a la muchacha. Y le preguntó:

—Dime tu nombre, y tal vez te salves.

Pero viendo que ella seguía en silencio, mandó a dos hombres prender la leña. El fuego se alzó, crepitando, y una espesa humareda negra envolvió a la muchacha. Predilecto azuzó a su caballo y se alejó hacia el río, pero Gudú ni siquiera lo advirtió. Contempló fríamente cómo el fuego prendía las ropas de aquella enigmática e imperturbable criatura. Sólo entonces un destello sombrío pareció sacudirla enteramente y, lanzándole una mirada que recordaba el rayo en la tormenta, dijo, con un alarido que estremeció el aire hasta el confín de las estepas:

—¡Rey Gudú, tú sucumbirás en la más vulgar, la más simple, la más triste de las causas!

Luego el fuego prendió y la abrazó de forma que no quedaron a poco sino cenizas y huesos calcinados.

—Recogedlas y traédmelas -ordenó el Rey.

Así lo hicieron, y una vez habían reunido aquellas cenizas en una vasija, él las tocó con una enorme curiosidad y las aplastó entre sus dedos, escrutándolas. Y al fin, con un fuego muy fiero en los ojos, a pesar de que sonreía, las arrojó lejos y gritó:

—¡Iremos a las estepas!

Yahek era un hombre fornido, de cráneo pelado, con el torso cruzado por una inmensa cicatriz. Iba envuelto en pieles de lobo, y un collar de cobre y dientes de jabalí rodeaba su cuello. Desde el primer momento, Gudú pareció sentirse extrañamente fascinado por él: aunque la fascinación de Gudú jamás le hacía olvidar la realidad que le rodeaba. Pero aquella inmensa curiosidad de otras gentes y otras tierras que, sin duda alguna, heredara de su padre, tomaba en él proporciones mucho mayores. Es así, que una vez que el Rey decidió asomarse a las estepas, de las que tanto oyera hablar aunque jamás había visto, desatendió los razonamientos de Predilecto y las quejas del anciano Hechicero, para acercarse, en cambio, a Yahek. Deseaba preguntarle, ya que junto a su padre había luchado contra aquellos hombres, cuanto sabía de ellos.

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