Oda a un banquero (33 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: Oda a un banquero
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—¡Haces que suene como si me hubiera comprado! —dijo con un chillido.

—Exactamente —yo continué, impasible—. Como el precio era tan alto, el trato eximía a Crísipo de dejarte mucho en su testamento. Solamente el scriptorium, que no era un negocio muy próspero, y con él no se incluía la casa adyacente. Me imagino que si hubiera habido hijos, las cosas se hubiesen arreglado de otra manera. Él debía querer hijos para consolidar el vínculo con tu familia.

—Éramos una pareja unida —reiteró Vibia, que no dejaba de agitar la misma afirmación de sonido falso que ya nos había presentado a los vigiles y a mí el día en que murió su esposo.

Evalué su esbelta figura tal como hicimos cuando la interrogamos por primera vez.

—Sin embargo, ¿no ha habido suerte con un embarazo? ¡Por Juno Matrona! Espero que nadie intentara interferir en el curso de la naturaleza.

—¡No me merezco esto!

—Sólo tú sabes la verdad sobre esta excelente conjetura… —Como prolongué mis ofensas descaradas, ella no dijo nada—. Unidos o no, no puede gustarte el ser comprada como un barril de carne salada. Crísipo trataba de esa manera a sus autores, pero una mujer prefiere que la valoren por su personalidad. Creo que tú eras consciente, o con el tiempo lo fuiste, de las razones por las que los Crísipo (todos ellos, incluyendo a Lisa en interés de su amado hijo) deseaban tu matrimonio.

Vibia ya no lo cuestionó más:

—Una alianza en beneficio de todas las partes… estas cosas pasan con frecuencia.

—No obstante, descubrir que Lisa había apoyado la idea debió de suponer un buen impacto. Y luego, qué, ¿te volviste en contra de tu marido? ¿Lo suficiente, quizás, como para deshacerte de él?

—No supuso ningún impacto. Siempre lo supe. No era una razón para matar a mi marido —protestó Vibia—. De todos modos, Lisa sí que se llevó una buena sorpresa… Crísipo pronto se dio cuenta de que le gustaba estar casado conmigo.

—¡Apuesto a que eso la debió de alegrar! ¿Fue ella la que se puso en contra de Crísipo?

—¿Tanto como para matarlo? —cuestionó Vibia con dulzura—. ¡Vaya, no lo sé! ¿Tú que piensas, Falco?

Hice caso omiso de la invitación a especular.

—Aceptemos que tú y tu marido os llevabais bastante bien, que convivíais de una manera feliz. Cuando Crísipo murió de improviso te viste amenazada con perder todo lo que tenías aquí. Eso hizo que endurecieras tu actitud. Así que convenciste a Lisa de que te dejara quedarte con la casa de la familia. Casarte para satisfacer los intereses de los demás nunca te volverá a ocurrir.

—No, nunca. —Fue una sencilla aseveración hecha sin inmutarse. No era, pensé, una confesión de asesinato.

Es probable que fuera un enlace complejo, como lo son todos los matrimonios. No tenía que haber sido necesariamente desgraciado. Vibia poseía dinero e independencia. Tal como yo la vi la primera vez que nos encontrarnos, y tal como Eusquemonte la había definido, era una esposa cuya situación doméstica y social valía la pena. Crísipo la adoraba, y le gustaba presumir de ella. Como sólo esperaba un matrimonio de conveniencia, Lisa se había enojado de verdad con lo que le aconteció de buenas a primeras después de tantos años.

—¿Erais felices en la cama?

—¡No te metas en lo que no te importa!

Vibia me dirigió una mirada serena. No era ninguna virgen. Esa mirada era demasiado segura… y demasiado desafiante. Tampoco acarreaba las heridas, psicológicas incluso más que físicas, que hubieran resultado de tres años de abusos sexuales.

—Bueno, no creo que sufrieras. ¿Pero tuviste hambre de algo mejor, cariño?

—¿Qué significa eso?

—La escalera que conduce a tu apartamento privado está sin vigilancia y, tal como he visto hoy, desierta. ¿Alguna vez un amante se paseó hasta arriba para hacerte una visita?

—Para de insultarme.

—¡Vaya! Pero si estoy lleno de admiración… por tu coraje. Si Crísipo trabajaba a menudo en la biblioteca, corrías un buen riesgo.

—Lo hubiera corrido… si lo hubiese hecho —replicó Vibia con aspereza—. Da la casualidad de que era una esposa casta y fiel.

La miré y murmuré con suavidad:

—¡Qué mala suerte!

Aunque ella, como dicen, guardó las llaves de esta casa durante tres años (si bien en la práctica sospechaba que Crísipo era de la clase de hombres que se aferraban a las llaves), a Vibia le faltaba experiencia. No sabía qué hacer ni para que me marchara… ni para llamar a unos matones que me sacaran de ahí. Estaba atrapada. Incluso cuando fui grosero, se limitó a quejarse sin energía.

—Dime —cuestioné con una radiante sonrisa—, Diómedes solía ver a su padre a menudo; ¿podía ir y venir con toda libertad?

—Por supuesto. Nació y se crió aquí.

—¡Ah! ¿Así que el afectuoso hijo tenía una habitación asignada aquí?

—Una habitación que siempre había tenido —contestó Vibia de manera gélida—. Desde que era pequeño.

—¡Oh, qué dulce! Cerca de la tuya, ¿no?

—No.

—La proximidad es un concepto tan incierto. No voy a comprobarlo midiendo con una regla… Cuando venía de visita con tanta frecuencia, nadie le daría demasiada importancia, ¿no?

—Era el hijo de mi marido. Por supuesto que no.

—Podía haber estado visitándote a ti —señalé.

—Tienes una mente perversa, Falco —replicó Vibia, con ese rastro de ordinariez que siempre le había impedido ser del todo respetable.

—Una joven madrastra y un hijastro holgazán de su misma edad; no sería la primera vez que la naturaleza ejerce su voluntad en secreto… Alguien me dijo que tú querías tener algo más que ver con Diómedes de lo que era apropiado.

—Esa persona me calumnió.

Ladeé la cabeza.

—¿Así, qué? ¿Ningún anhelo secreto?

—No.

Esas monótonas negativas empezaban a fascinarme. Cada vez que me salía con una, yo sentía que escondía un secreto importante.

—Estuviste bastante brusca cuando hablaste de él la primera vez que fuiste interrogada.

—Mis sentimientos no se inclinan en ninguna dirección —dijo Vibia, con esa deliberada neutralidad que siempre implica una mentira. Durante toda esta parte de mi interrogatorio, ella había estado mirando la alfombra oriental de manera evasiva.

De pronto, cambié de tema:

—¿Qué te parece que Diómedes se case con tu pariente?

Durante un breve instante, esa amplia boca se frunció.

—No tiene nada que ver conmigo.

—Lisa dijo que ayudaste a arreglarlo.

—No exactamente. —Se puso de pie para recuperar la compostura. Intuí que con esto, Lisa la había acosado de alguna manera—. Cuando me preguntaron qué pensaba, no puse ninguna objeción.

—¿Y fue ese pequeño detalle de no objetar —pregunté— tan importante para Lisa y Diómedes que te recompensaron con toda esta bonita propiedad?

Ante eso, Vibia sí que levantó la mirada. A decir verdad, se puso eufórica.

—Lisa está tan enojada por perderla. Para mí ésa es la mejor parte… está furiosa al ver que vivo en la que antes era su casa.

—Como pago a una casamentera —le dije sin rodeos— el precio es abusivo. Como banquera por poderes, me asombra que Lisa accediera. —No hubo reacción ninguna—. Ahora que eres una mujer independiente que vive sin protección masculina, ¿Qué harás, me pregunto, con la habitación de la infancia de Diómedes?

Vibia ya iba por delante de mí.

—Es obvio que ya no es respetable por su parte. La gente podría sugerir algo escandaloso. Esta carta que estoy escribiendo —sacó el documento sobre el que estaba con el ceño fruncido cuando entré— dice que Diómedes debe llevarse sus cosas y no volver más por aquí.

—Tanta preocupación por el decoro. ¡Su novia te estará agradecida, Vibia!

Tenía mucho afán por distraerme. Por casualidad, o eso parecía, la joven señora había puesto el brazo sobre el respaldo del diván de lectura y su mano ricamente anillada se había posado sobre mi hombro izquierdo. ¿Fue el azar o la Fortuna que por una vez se ocupaba de mí? En ese momento, con un leve tintineo de una preciosa pulsera de plata, sus pequeños dedos empezaron a moverse despacio, acariciando mi hombro como si no fueran conscientes de que lo hacían. Oh, muy bonito. Era definitivamente cierto que se me estaba avalanzando sobre mí. Artimañas femeninas. Como si no me hubiera topado ya con bastantes en toda mi carrera.

Eché la cabeza hacia atrás, como alguien que estaba perplejo, y me quedé callado. Luego, justo cuando las yemas de los dedos empezaban a explorar esa zona de mi cuello, sensible y con bastantes cosquillas, donde el final de la túnica se encontraba con el nacimiento del pelo, Paso llamó a la puerta. Solté un suspiro de alivio… ¿o fue de pesar?

—Yo me voy ahora, Falco. —Llevaba con él un atado de pergaminos— Este es el material que querías.

—Gracias, Paso. —Ambos conseguimos no sonreír mientras me levantaba de un salto del diván y le recogía los rollos—. Yo ya he terminado aquí. —Era una manera de decirlo—. Iré contigo. Vibia Merula, gracias por tu ayuda.

Me despedí de la viuda presuroso y me di a la fuga sin ningún percance.

XXXIX

De nuevo decidí no comer en la taberna del Clivus Publicius. Aparte de no querer darle a Paso la idea de que perdía el tiempo en los tenderetes de comida, donde Petronio y el resto ya se habrían sentido obligados a contarle al camarero que los informantes acudíamos en masa como las plagas de verano, en ese momento vi a dos de los autores del scriptorium apoyados en el mostrador. Si hubieran sido el dramaturgo o el poeta amoroso, Urbano o Constricto, hubiera ido hasta allí para unirme a ellos, pero era el desgarbado
Scrutator
que discurseaba al llamativamente vestido Turio. Como no estaba de humor para ninguno de los dos, me fui por el otro lado, hacia la cima del Aventino y a casa. Una vez allí invité a Helena a comer en un figón de la zona.

—¡Falco, tienes un aire sospechoso!

—Por supuesto que no.

—¿Qué has estado haciendo?

—Hablando de literatura con Paso.

—Eres un mentiroso —dijo.

Incluso cuando le di los pergaminos para que los leyera, todavía parecía recelar por algún motivo. Se inclinó hacia delante y me olió el hombro; se me aceleró un poco el corazón. Me la llevé a comer antes de que el interrogatorio se volviera demasiado drástico.

En la caupona de Flora siempre había una atmósfera tranquila y, por lo general, no tan tensa como la que encontramos ese día. Un par de retraídos clientes habituales estaban sentados con la espalda erguida en la mesa del interior y esperaban de manera obediente lo que habían pedido. Apolonio, el camarero, se acercó a recibirnos. Era un maestro retirado; de hecho, me dio clases a mí en la escuela. Eso nunca lo mencionábamos. Con su habitual dignidad, ignoró el peculiar ambiente, como si no lo hubiera notado.

—Hoy tenemos lentejas o garbanzos, Falco.

—Por Júpiter que te tomas en serio las normas de las legumbres. —La mayoría de los otros puestos de comida lo más probable era que ocultaran las ollas de pescado y carne, limitándose a no ponerlas en el menú escrito con tiza.

—¿O quizás algo frío? —preguntó.

—¡Algo frío! —dijo Helena con un jadeo. Hacía tanto calor fuera que apenas nos podíamos mover un par de metros sin quedar empapados de sudor.

—Junia, aunque el edicto diga que sólo se pueden servir las legumbres calientes, ¡eso no significa que estés obligada a proveernos de gachas humeantes aun en agosto!

Mi hermana se agarró al impecable mostrador. (No era mérito suyo; Apolonio se enorgullecía de una manera muy rara de su denigrante trabajo.)

—Os podemos hacer una ensalada expresamente para vosotros, teniendo en cuenta que sois de la familia —se dignó a decir en tono remilgado.

Su hijo estaba jugando con una carreta de bueyes en miniatura en el sitio donde una vez hubo otra mesa. Dejamos a Julia en el suelo con Marco Baebio y pronto empezaron a gritarse el uno al otro de manera ruidosa. Esperé que los clientes se marcharan por culpa del jaleo. Ellos aguantaron como un puñado de testarudas lapas de caparazones gruesos que durante veinte años habían sido unas excrecencias en alguna escollera del puerto.

Helena y yo tomamos asiento fuera en un banco, el único sitio que quedaba libre. Junia hizo que Apolonio preparara la ensalada, así que ella salió a hablarnos en tono condescendiente.

—¿Cómo os va, pareja? ¿Cuándo se va a volver a ocupar esa cuna? —Helena se puso tensa. De ahora en adelante, haría todo lo posible para esconder su embarazo a Junia—. ¿Y cómo va esa maravillosa nueva casa vuestra?

—¿Quieres hacernos llorar? —preguntó Helena, reconociendo por propia voluntad que la compra de la casa (su compra), fue un terrible error—. Aparte del hecho de que nos han endilgado a los peores contratistas de obras de toda Roma, recomendados por tu padre, ahora me he dado cuenta de que está demasiado alejada de la ciudad para que Marco pueda llevar a cabo su trabajo como es debido.

—Mi padre habla de vender la casa —sugirió Junia—. ¿Por qué no hacéis un intercambio?

Ninguno de los dos le contestamos, aunque a ambos nos costó refrenar nuestro deleite ante la idea de que Gémino tuviera que tratar con Gloco y Cota. Aunque ésta hubiera sido la mejor solución posible (si es que había alguna posibilidad de que mi padre accediera a ello), todavía no le concederíamos a Junia el triunfo por haberla sugerido.

—Le hablaré a papá de tu interés —dijo de manera autoritaria—. A propósito, ¿sabíais que Maya lo ha convencido para que la deje trabajar en el almacén?

—Por todos los dioses —murmuró Helena—. ¿Quién lo hubiera dicho?

—No lo aguantará.

—Espera y verás —repliqué a la vez que intentaba mantener la calma—. Te recordaré esa afirmación de aquí a diez años, Junia, cuando Maya se haya convertido en una experta de primera en antigüedades y la casa de subastas Favonia vaya a la cabeza de la profesión bajo su hábil tutela.

—Vaya un bromista —dijo Junia. En silencio, deseé que Mercurio, el dios del comercio, hiciera que la taberna de Flora se arruinara.

En ese momento Apolonio trajo nuestra comida, por lo que Junia se detuvo para mencionarle pequeños errores que había cometido al condimentar la ensalada y para sugerir de qué ingeniosas maneras la podía servir de una guisa más elegante la próxima vez. Él le dio las gracias con gravedad. Noté su mirada y tuve que meterme cebolletas en la boca a toda prisa para ocultar mi sonrisa.

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