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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Octopussy (11 page)

BOOK: Octopussy
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Bond se mostró debidamente impresionado por el truquito del coche, al igual que por los preparativos extremadamente profesionales dispuestos para él en el salón. Allí, detrás de la cabecera de la cama alta y para proporcionar una perfecta posición de fuego, habían montado un soporte de metal y madera pegado al amplio alféizar de la ventana, donde estaba el Winchester instalado a lo largo, con la punta del cañón rozando la cortina. Habían pintado de negro todas las partes de metal y de madera del fusil y del visor Sniperscope y, extendido sobre la cama, se encontraba una siniestra capucha de terciopelo negro, cosida a una camisa del mismo material que llegaba hasta la cintura. La capucha tenía unas rajas para los ojos y la boca. A Bond le recordó los grabados de la Inquisición española o de los anónimos encargados de la guillotina durante la Revolución francesa. En la cama del capitán Sender había otra capucha igual y, en el alféizar, unas gafas nocturnas y el auricular del walkie-talkie.

El capitán Sender, con el semblante tenso por la inquietud, le comunicó que no había noticias nuevas en la Estación, ni cambio alguno en la situación. ¿Quería Bond comer algo? ¿O tomar una tacita de té? ¿Tal vez un tranquilizante? Los había de diversas clases en el cuarto de baño.

Bond imprimió una expresión alegre y relajada a su rostro, dijo «No, gracias» y ofreció un animado relato de su jornada, mientras una arteria próxima a su plexo solar empezaba a latir poco a poco, a medida que la tensión aumentaba en su interior, como si se tratara de un muelle. Finalmente, concluyó su relato y se tumbó en la cama con una novela de intriga en alemán que había comprado durante su paseo, mientras el capitán Sender recorría afanosamente el piso, mirando el reloj demasiado a menudo y fumando, uno tras otro, cigarrillos Kent con filtro y boquilla Dunhill, ya que era un hombre meticuloso.

La elección de lectura de James Bond, incitada por una espectacular portada con una chica medio desnuda atada a una cama, resultó ser la indicada para la ocasión. Se llamaba
Verderbt, Verdammt, Verraten
. El prefijo
«ver»
significaba que aquella chica no sólo se había visto arruinada, condenada y traicionada, sino que además había sufrido todas esas desgracias en su grado extremo. James Bond se concentró temporalmente en las tribulaciones de la heroína, Gráfin Liselotte Mutzenbacher, y sintió una cierta irritación al oír decir al capitán Sender que eran las cinco y media y había llegado el momento de tomar sus posiciones.

Bond se quitó la chaqueta y la corbata, se metió dos chicles en la boca y se puso la capucha. El capitán Sender apagó las luces y Bond se tumbó en la cama, apoyó el ojo en el ocular del Sniperscope y, lentamente, alzó el extremo inferior de la cortina y lo dejó descansando sobre sus hombros.

Aunque el anochecer estaba próximo, la escena, que un año más tarde se haría muy famosa con el nombre de «Checkpoint Charlie», era como una fotografía bien memorizada: el terreno baldío delante de él, el brillante río de la calle fronteriza, el otro terreno baldío situado más allá y, a la izquierda, el feo edifico cuadrado de la Haus der Ministerien, con algunas ventanas iluminadas y otras a oscuras. Bond lo observó todo muy lentamente, moviendo el Sniperscope con el fusil mediante los ajustadores de precisión de la base de madera. Todo estaba igual, excepto la procesión de gente que en ese momento entraba y salía del ministerio por la puerta que daba a Wilhelmstrasse. Bond recorrió con la vista las cuatro ventanas oscuras, a oscuras también esta noche, que —coincidía con Sender— serían la línea de fuego del enemigo. Las cortinas estaban corridas, y la parte inferior de las ventanas de guillotina, abierta. El visor de Bond no podía penetrar en las habitaciones, aunque no había señal de movimiento en el interior de aquellas cuatro bocas abiertas, negras y rectangulares.

En ese momento, en la calle de abajo se veía más tráfico. La orquesta femenina desfiló por la acera hacia la entrada; veinte muchachas risueñas y habladoras portaban sus instrumentos musicales: estuches de instrumentos de viento y violín, carteras con partituras, y cuatro de ellas tambores. Era una pequeña procesión alegre y animada. Bond pensó que alguien encontraba aún la vida divertida en el sector soviético, cuando su visor se detuvo en la muchacha que llevaba un violonchelo. Las mandíbulas de Bond, que todavía masticaban chicle, se inmovilizaron para luego continuar reflexivamente con su movimiento, mientras hacía girar el tornillo para ajustar el Sniperscope y mantener a la muchacha en el centro del visor.

La chica era más alta que el resto. Su cabello, rubio, largo y liso, le cubría los hombros y resplandecía como oro fundido bajo los arcos del cruce. Apretaba el paso de una manera encantadora, llena de animación, y cargaba con el estuche del violonchelo como si pesara tan poco como un violín. Todo en ella revoloteaba: los faldones de su abrigo, sus pies, su cabello. Sus movimientos eran dinámicos, pletóricos de vida y, aparentemente, de alegría y felicidad, mientras hablaba con las dos muchachas que la flanqueaban y reían al oír sus palabras. Cuando se volvió, rodeada por toda la tropa en la puerta del edificio, la luz iluminó brevemente un perfil bello y pálido; un segundo más tarde, había desaparecido, dejando en Bond una espina de tristeza clavada en su corazón. ¡Qué extraño! ¡Realmente extraño! No le había pasado una cosa así desde que era joven y ahora, aquella muchacha, a la que había visto sólo vagamente y de lejos, le había provocado el agudo sufrimiento del anhelo insatisfecho, el estremecimiento del magnetismo animal. Enojado, Bond miró la esfera luminosa de su reloj; las cinco cincuenta. Sólo faltaban diez minutos. Nadie se había detenido frente a la entrada; ninguno de los Zik negros anónimos y utilitarios que esperaba ver. Hizo un esfuerzo para apartar sus pensamientos de la muchacha y se concentró. «¡Venga, maldita sea! ¡Concéntrate en tu trabajo!»

Desde algún lugar en el interior del ministerio, surgieron los sonidos habituales de una orquesta al afinar sus instrumentos —las cuerdas ajustaban sus notas a las del piano y al sonido estridente de los instrumentos de viento de madera—, luego una pausa y, finalmente, se oyó una melodía cuando la orquesta atacó, con bastante destreza a juicio de Bond, los primeros compases de algo que incluso a James Bond le resultaba familiar.


Las Danzas del Príncipe Igor
—dijo el capitán Sender sucintamente—. Pronto serán las seis. —Inmediatamente, en tono apremiante, añadió—: ¡Eh! ¡Abajo, a la derecha de las cuatro ventanas! ¡Cuidado!

Bond ajustó el Sniperscope. Sí, había movimiento dentro de aquella cueva oscura. Un objeto grueso y negro, un arma, había surgido del interior. Se movía sin titubeos, lentamente, inclinándose hacia abajo y hacia los lados para cubrir el trozo de la Zimerstrasse que se extendía entre los dos solares cubiertos de escombros. El tirador pareció darse por satisfecho y el arma se quedó quieta, fijada, evidentemente, sobre un soporte parecido al que tenía Bond bajo su fusil.

—¿Qué es? ¿Qué tipo de arma?

La voz del capitán Sender sonaba más ansiosa de lo que debería.

«¡Tómatelo con calma! —pensó Bond—. Soy yo el que debería estar nervioso.»

Aguzó la vista para abarcar el plano apagallamas de la boca del arma, el visor telescópico y el cargador inferior. ¡Sí! ¡Lo era! Sin duda alguna… ¡y el mejor que tenían!

—Kalashnikov —dijo Bond bruscamente, y añadió—: Un fusil de treinta disparos en 7.62 milímetros. El favorito de la KGB. Después de todo, parece que van a hacer un trabajito de saturación. Es perfecta para dar en el blanco. Tendremos que hacerlo muy deprisa o 272 no sólo acabará muerto, sino como un higo despachurrado. Usted siga vigilando cualquier movimiento que se produzca entre los escombros. Yo tengo que seguir pegado a la ventana y al arma. Ese hombre tendrá que inclinarse para disparar. Probablemente hay más gente detrás de él vigilando, quizás en las cuatro ventanas. Todo va tal como esperábamos, aunque no imaginaba que usarían un arma tan estruendosa como ésa. Debería habérmelo imaginado. Con esta luz, un hombre corriendo es un objetivo difícil de alcanzar con un solo disparo.

Bond ajustó imperceptiblemente los tornillos que regulaban las líneas de la cruz filar hasta que consiguió que formaran una intersección perfecta, justo detrás del punto donde la culata del arma enemiga se fundía con la oscuridad que la amparaba. «¡Dispara al pecho y olvídate de la cabeza!»

Enfundada en la capucha, la cabeza de Bond empezó a sudar, y el contacto del ojo con la goma del ocular se volvió resbaladizo. No importaba. Eran sus manos, sobre todo su dedo índice, el que tenía que permanecer seco. A medida que pasaban los minutos, empezó a parpadear con frecuencia para descansar la vista, movió las extremidades para mantenerlas flexibles y escuchó la música para relajar la mente.

Los minutos pasaron con lentitud plomiza. ¿Cuántos años tendría la muchacha? Veintipocos, unos veintitrés. Su aplomo y elegancia, aquel atisbo de autoridad en su paso largo y ágil parecían indicar que descendía de una noble estirpe: seguramente de alguna de las antiguas familias prusianas o de un linaje similar de origen polaco o incluso ruso. ¿Por qué diablos había escogido el violonchelo? Había algo casi indecente en la imagen de aquel abultado y torpe instrumento entre sus muslos separados. La verdad es que Suggia había logrado parecer elegante, y también la tal Amaryllis no-se-qué, pero, aun así, deberían inventar una manera para que las mujeres tocaran aquel maldito instrumento de costado.

—Las siete —dijo el capitán Sender a su lado—.

Nada se ha movido en el otro lado. En el nuestro, sí, junto a un sótano cercano a la frontera; era nuestro comité de recepción, dos buenos hombres de la Estación. Será mejor que usted no se mueva hasta que los otros terminen. Cuando retiren el arma, dígamelo.

—De acuerdo.

Eran las siete y media cuando el fusil de la KGB se retiró lentamente hacia el oscuro interior. La parte inferior de las cuatro ventanas se fue cerrando una por una. Aquel juego despiadado había acabado por esa noche, y 272 seguía escondido. ¡Todavía faltaban dos noches!

Bond deslizó suavemente la cortina por encima de sus hombros a lo largo del cañón del Winchester. Se levantó, se quitó la capucha y se dirigió al cuarto de baño para desnudarse y meterse en la ducha. Después se tomó dos whiskys largos con hielo, uno detrás de otro, mientras esperaba con el oído atento a que el sonido de la orquesta, apagado ahora, cesara. Cuando finalmente hubo concluido a las ocho en punto (con el experto comentario de su compañero: «
El Príncipe Igor
, de Borodin,
Danza coral número 17
, creo»), se dirigió a Sender, quien había estado garabateando un confuso informe para el jefe de Estación.

—Voy a echar otro vistazo —le dijo—. Le he cogido cariño a la rubia alta del violonchelo.

—Ni me he fijado —dijo Sender con indiferencia, mientras iba a la cocina.

«Té —pensó Bond—, o quizás Horlicks.» Se puso la capucha, volvió a su posición de disparo y enfocó el Sniperscope hacia la entrada del ministerio. Sí, ahí estaban, aunque ahora no tan contentas y felices. Parecían cansadas. Y ahí estaba ella, menos animada, pero todavía con esa manera despreocupada de andar. Bond contempló su ondeante cabello rubio y su gabardina beige hasta que se desvanecieron en el crepúsculo azulado camino de Wilhelmstrasse. ¿Dónde vivía? ¿En alguna pobre y desconchada habitación de los suburbios? ¿O en alguno de los pisos privilegiados de aquella horrible Stalinallee con azulejos de cuarto de baño?

Bond se apartó del Sniperscope. Vivía en algún lugar, a poca distancia de allí. ¿Estaría casada? ¿Tendría un amante? «¡Al cuerno!» No era para él.

Salvo pequeñas variaciones, el día y la noche de vigilancia siguientes fueron réplicas de los anteriores. James Bond tuvo dos breves citas más con la muchacha, a través del Sniperscope, y, por lo demás, el tiempo pasó sin ningún provecho. La tensión fue aumentando hasta que, al llegar el tercer y último día, se había convertido en una niebla que invadía la pequeña habitación.

James Bond llenó el tercer día con un programa demencial de museos, galerías de arte, el Zoo y una película, sin casi enterarse de lo que veía y con la mente dividida entre la muchacha y aquellos cuatro cuadrados negros, el tubo también negro y el desconocido que había detrás de él, el hombre al que inevitablemente iba a matar esa noche.

Bond volvió al piso a las cinco en punto. Evitó una pelea con el capitán Sender, a causa de un whisky largo que se había servido antes de ponerse la terrible capucha, que ya olía a sudor. El capitán Sender había intentado impedirlo y, al fracasar, lo había amenazado con llamar al jefe de Estación y denunciarle por no cumplir sus órdenes.

—Mire, amigo mío —dijo Bond con voz cansina—, soy yo quien va a cometer un asesinato esta noche. No usted. Yo. Así que sea un buen chico y váyase al cuerno, ¿de acuerdo? Cuando esto acabe, puede contarle a Tanqueray todo lo que quiera. ¿Cree usted que me gusta este trabajo? ¿Tener un número con dos ceros y todo eso? Me encantaría que consiguiera que me echaran de la Sección Doble 0, así podría instalarme y hacerme con un agradable nidito de papeles como un oficial normal. ¿Vale?

Bond terminó su whisky, cogió su novela de intriga, cuya trama alcanzaba en ese momento un pésimo clímax, y se tumbó en la cama.

El capitán Sender, con un silencio glacial, se dirigió a la cocina para prepararse, a juzgar por el ruido, su inevitable tacita de té.

Bond sintió como el whisky deshacía los nudos de su estómago. «¿Y ahora qué, Liselotte? ¿Cómo diablos vas a salir de este aprieto?»

Eran exactamente las seis en punto cuando Sender, desde su puesto de observación, empezó a hablar con premura:

—Bond, algo se mueve allá abajo. Ahora ha parado… Espere, no, vuelve a moverse, sin levantar la cabeza. Hay un trozo de pared. El enemigo no puede verlo ahora. Tiene unos arbustos delante de él, unos cuantos metros de arbustos. ¡Dios mío! Los está cruzando. Se mueven. Espero que crean que sólo es el viento. Ya los ha cruzado y se ha tirado al suelo. ¿Alguna reacción?

—No —dijo Bond con tono tenso—. Siga hablando. ¿Está lejos de la frontera?

—Sólo le faltan unos cincuenta metros. —La voz del capitán Sender sonaba ronca por la emoción.— Escombros, algunos a la vista. Después, un buen pedazo de pared pegado a la acera. Tendrá que saltar por encima y entonces posiblemente lo verán. ¡Ahora! Ha recorrido diez metros… y diez más. Se le ha visto claramente. Se ha oscurecido la cara y las manos. ¡Prepárese! De un momento a otro hará el esprint final.

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