Read Noches de baile en el Infierno Online
Authors: Meg Cabot Stephenie Meyer
Tags: #Infantil y juvenil, Fantastica, Romántica.
Mientras le miraba en la penumbra el pulso se me aceleró. El aire fresco se me pegaba a la piel y, a medida que ganábamos velocidad, el viento comenzó a colárseme por entre los cabellos.
—Mi casa está hacia el sur —le comuniqué cuando llegamos a la carretera principal, y él tomó la dirección correcta. Los haces de luz del coche de Josh giraron detrás de nosotros, y yo me arrebujé en el asiento lamentando que Seth no me hubiese ofrecido el abrigo. Sin embargo, desde que estábamos en el coche, no me había mirado ni me había dicho nada. Su confianza y audacia habían dejado paso… ¿a la ansiedad? Sin saber a qué se debía, una sensación de alarma empezó a crecer lentamente en mi interior.
Como si lo hubiese advertido, Seth me miró. Conducía sin atender a la carretera.
—Ya es tarde —me dijo a media voz, para mi sorpresa—. Ha sido fácil. Les dije que sería más sencillo mientras fueses joven y estúpida. Casi no ha merecido la pena el esfuerzo. Desde luego, no ha sido divertido.
Se me quedó la boca seca.
—¿Cómo?
Tras inspeccionar la carretera, Seth volvió a dirigirme la mirada. Estaba acelerando, y me agarré al asidero de la puerta, tratando de apartarme de él.
—No es nada personal, Madison. Es sólo que tu nombre aparece en una lista. Digamos, que de almas que deben ser robadas. Un nombre importante, el tuyo, pero, a fin de cuentas, nada más que un nombre. Decían que era imposible, pero vas a ser la llave que me abra las puertas de una corte más alta; tú y tu pequeña vida, que ha llegado a su fin.
¿Qué diablos era aquello?
—Josh —dije, volviéndome, mientras Seth seguía pisando el acelerador—. Nos sigue. Además, mi padre sabe dónde estoy.
Seth sonrió, y el rayo de la luna que se le reflejó en los dientes me hizo estremecerme. Todo lo demás estaba perdido en sombras neblinosas y en el chillido del viento.
—¿Insinúas que eso supone algún impedimento?
Dios mío. Estaba en un buen lío. Se me agarrotaron las entrañas.
—Para el coche —le exigí, aferrándome a la puerta con una mano y apartándome los mechones de cabello de la cara con la otra—. Detén el coche y déjame bajar. No puedes hacer esto. ¡La gente sabe dónde estoy! ¡Para el coche!
—¿Qué pare el coche? —se mofó—. Pararé el coche.
Seth clavó los frenos y dio un volantazo. Chillé y me sujeté como pude. El mundo daba vueltas. Vacié los pulmones de un grito cuando percibí un gran estruendo acompañado de una sensación de ingravidez. Nos habíamos salido de la carretera. La gravedad se había invertido. Me pudo el pánico cuando comprendí que el coche estaba dando una vuelta de campana.
Mierda. Era un descapotable.
Me encogí, me cubrí la nuca con las manos y empecé a rezar. Recibí una fuerte sacudida y la oscuridad me envolvió. El golpe me había dejado sin aire. Me pareció estar cabeza abajo. Después, salí despedida en la dirección contraria. Volví a ver el gris del cielo y tuve el tiempo suficiente de tragar una bocanada de aire antes de que el coche, cayendo por el terraplén, diese un nuevo vuelco.
La negrura se me echó encima y el coche chocó contra el suelo.
—¡No! —aullé, desesperada, y luego gemí cuando, con una última sacudida, el coche se detuvo y descansó sobre las cuatro ruedas. Salí catapultada hacia delante, y el cinturón de seguridad se me hincó en el torso.
Me quedé inmóvil. Me dolía respirar. Dios, me dolía todo y, mientras resollaba, observé el parabrisas, hecho pedazos. El resplandor de la luna titilaba en las astillas, y seguí con la mirada la quebrada línea de cristales hasta descubrir que Seth no estaba en su asiento. Sentía un dolor interno. No veía sangre, pero pensé que debía de haberme roto algo. ¿Estaba viva?
—¡Madison! —oí a una voz llamar en la distancia—. ¡Madison!
Era Josh, y agucé la vista tratando de distinguir algo en la cima del terraplén, en el que brillaban dos puntos de luz. Una figura emprendía el descenso: Josh.
Tomé aire preparándome para llamarlo, pero alguien me tomó la cabeza y me la volvió en la dirección opuesta.
—¿Seth? —susurré. Parecía haber salido indemne. Estaba de pie, junto al coche destrozado, vestido con su traje de pirata. La luna le arrancaba destellos plateados de los ojos y el colgante.
—Sigo vivo —dijo, y las lágrimas me resbalaron por las mejillas. No podía moverme, pero como el dolor era agudo y generalizado, me pareció que no me había quedado paralítica. Menudo cumpleaños. Papá iba a matarme.
—Me he hecho daño —anuncié con un hilo de voz y, de inmediato, pensé que lo que acababa de decir era una estupidez.
—No tengo tiempo para esto —contestó Seth, exasperado.
Espantada, vi cómo sacaba una hoz de entre los pliegues de su vestimenta. Quise chillar, pero él levantó la hoja como si fuese a asestarme un mandoble y me faltó la respiración. El filo, manchado de sangre, refulgía.
Fabuloso. Allí me encontraba yo con un psicópata. Había salido del baile con un psicópata armado con una hoz. Desde luego, me había lucido con la elección.
—¡No! —grité, levantando los brazos, pero la hoja, siseando, cayó sobre mí y me atravesó sin hacerme daño. Me miré el cuerpo, incrédula. El vestido no estaba roto y no manaba sangre por ningún lado, pero, no obstante, sabía que la hoz me había traspasado. De hecho, había llegado hasta el asiento.
Sin comprender, alcé la mirada y vi a Seth, que me observaba tras haber retirado la hoz.
—¿Qué…? —inquirí, advirtiendo que el dolor físico había desaparecido. Pero me había quedado sin voz. Él enarcó las cejas con menosprecio. Me quedé estupefacta al sentir el primer indicio de la nada más absoluta, a la vez desconocida y familiar como un recuerdo hacía tiempo perdido.
Aquella aterradora sensación fue ganando terreno, devorando todos los pensamientos que le salían al paso. Esponjoso y confuso, el vacío comenzó a operar desde los límites de mi existencia y se movió hacia dentro. Se llevó la luna, luego la noche, después mi cuerpo y, por último, el coche. Los gritos de Josh se desvanecieron en un sordo silencio rasgado en el que sólo persistieron los plateados ojos de Seth.
Seth se dio la vuelta y se alejó.
—¡Madison! —oí débilmente, y luego sentí una levísima caricia en la mejilla. Pero también eso se evaporó, tras lo cual no quedó nada.
2
La nada fue retrayéndose poco a poco de mi ser, para ser sustituida por una dolorosa serie de pinchazos y el clamor de dos personas que discutían. Me sentía mal, no tanto por el dolor de espalda, que apenas me dejaba respirar, sino por el miedo que las voces, quedas y huidizas, convocaban entre mis recuerdos. Casi pude oler la enmohecida pelusa de mi conejo de peluche cuando me ovillé para escapar de aquellas voces, que me aterraban más allá de lo imaginable. Que me hubiesen dicho que no era culpa mía no habría aliviado mi pesar. Un pesar que me proponía almacenar en mi interior hasta que se convirtiese en parte de mí. Un dolor que calaba los huesos. Llorar en brazos de mi madre significaría que la quería más. Llorar en el hombro de mi padre significaría que lo quería más. Menuda forma de crecer tan chunga.
Sin embargo, aquello… aquello no era una discusión entre mis padres. Parecía tratarse de una pareja de chicos jóvenes.
Descubrí de pronto que respiraba mejor. Los últimos jirones de niebla desaparecían dejando algún hormigueo a su paso, y los pulmones, doloridos como si alguien se hubiese sentado sobre ellos, volvían a moverse. Tras comprender que tenía los ojos cerrados, los abrí y me encontré con una mancha oscura. Olía a plástico.
—Tenía dieciséis cuando se subió al coche. Es culpa tuya —dijo una acalorada voz joven y masculina en la distancia. Tuve la impresión de que la discusión había comenzado hacía un rato, pero de ella sólo conseguía recordar retazos inconexos e intercalados entre molestos pedazos de nada.
—No vas a conseguir echarme la culpa de esto —afirmó otra voz, esta vez de una chica, y tan resuelta y amortiguada como la anterior—. Tenía diecisiete en el momento de entregar el óbolo. El problema es tuyo, no mío. Vamos, ¡si ocurrió delante de tus narices! ¿Cómo pudiste no darte cuenta?
—¡No me di cuenta porque no tenía diecisiete! —rezongó la voz masculina—. Cuando él la recogió, tenía dieciséis. ¿Cómo saber que iba a por ella? ¿Cómo es posible que tú no estuvieses allí? Fue una metedura de pata gigantesca, pero fue tuya.
La chica bufó, ofendida. Hacía frío. Tomé aire y me sentí un poco mejor. Los hormigueos iban a menos, y los dolores a más. Me encontraba en un ambiente sofocante, envuelta en mi propio aliento. Aquella oscuridad no era natural: había algo que la provocaba.
—¡Eres un cabeza hueca! —le espetó la chica—. No me digas que metí la pata. Murió con diecisiete años. Por eso yo no estaba allí. Ni siquiera me fue notificado.
—Los dieciséis no son asunto mío —repuso él con ira—. Creí que estaba ligando con ese tipo.
De repente, advertí que el velo de oscuridad que retenía mi respiración era, en realidad, una lámina de plástico. Alcé las manos y, presa del miedo, la arañé. El pánico me abocó a incorporarme.
¿Estaba sobre una mesa? En cualquier caso, me hallaba sobre algo bastante duro. Me quité el plástico de encima. Vi a dos chicos junto a unas puertas blancas y descascarilladas mirándome con gesto sorprendido. El pálido rostro de la chica se sonrojó, y el chico dio un paso atrás, avergonzado, como si lo hubiesen descubierto discutiendo con ella.
—¡Ah! —exclamó la chica, echando hacia atrás la larga trenza que formaban sus oscuros cabellos—. Estás despierta. Bueno, pues hola. Soy Lucy, y éste es Barnabas.
El chico se miró los pies y levantó una mano pudorosa para saludarme.
—¿Qué? —dijo—. ¿Cómo te va?
—Tú eras el que estaba con Josh —afirmé, señalándole con un dedo tembloroso.
El asintió, aunque siguió sin dirigirme la mirada. Su disfraz desentonaba al lado de los pantalones cortos y la camiseta sin mangas que llevaba ella. Ambos llevaban colgada del cuello una piedra de color negro. Esta no tenía nada de especial, pero, como era lo único común en su aspecto, me llamó la atención. En todo caso, también coincidían en estar enfadados y en mirarme con expresión estupefacta.
—¿Dónde estoy? —pregunté, y Barnabas golpeó las baldosas del suelo con el pie—. ¿Dónde está Josh? —agregué, notando que debía de encontrarme en un hospital, pero… Un momento. ¿Estaba metida en una bolsa para cadáveres?—. ¿Esto es una morgue? —inquirí—. ¿Qué hago yo en una morgue?
Con movimientos espasmódicos, saqué las piernas de la bolsa y me puse en pie. Los talones emitieron un chasquido al tocar el suelo. Tenía una etiqueta sujeta a la muñeca con una banda elástica, y me la arranqué con violencia. Se me había roto la falda, que, además, estaba cubierta de manchas de grasa. Mi cuerpo estaba salpicado de pegotes de hierba y mugre, y apestaba a antisépticos y a sudor. Aquello era demasiado.
—Esto es un error —dije mientras me guardaba la etiqueta en el bolsillo.
Lucy resopló.
—De Barnabas —señaló, y el aludido dio un respingo.
—¡No es culpa mía! —se defendió, gesticulando—. Ella tenía dieciséis cuando se subió a ese coche. ¿Cómo iba yo a saber que aquel día era su cumpleaños?
—Mira, no sé. Pero lo que cuenta es que murió con diecisiete, ¡de manera que es tu problema!
¿Muerta? ¿Estaban ciegos?
—¿Sabéis qué? —exclamé, recomponiéndome—. Por mí, podéis seguir discutiendo hasta el fin de los tiempos, pero yo tengo que llamar y decir que estoy bien.
Dicho lo cual, me encaminé a la puerta, taconeando.
—Madison, espera —dijo Barnabas—. No puedes hacer eso.
—Conque no puedo —respondí—. Pues mira. El cabreo de mi padre debe de ser monumental.
Seguí caminando, alejándome de ellos, y, cuando me encontraba a unos cuantos metros, me asaltó la impresión de estar desconectándome. Mareada y confusa, apoyé una mano en una mesa de metal cercana, pero el contacto con ella me la acalambró, como si la frialdad de su superficie me hubiese llegado hasta el hueso. Me sentía… esponjosa. Ligera. El suave rumor del sistema de ventilación comenzó a apagarse. Incluso los latidos de mi corazón se volvieron distantes. Me volví, sujetándome el pecho en un vano intento por hacer que la extraña sensación desapareciese.
—¿Qué…?
Barnabas, en el otro extremo de la habitación, se encogió de hombros.
—Estás muerta, Madison. Lo siento. Si te alejas demasiado de nuestros amuletos, empezarás a perder sustancia.
Señaló la camilla.
Me quedé sin respiración. Me fallaron las piernas y estuve a punto de caerme. Yo estaba allí. Es decir, seguía en la camilla. Yacía en la bolsa de plástico, pequeña y pálida, con el vestido arremangado en un elegante despliegue de gracia atemporal y olvidada.
¿Estaba muerta? ¡Pero si el corazón seguía latiéndome!
Noté que iba a desplomarme.
—Estupendo. La señorita va a desmayarse —observó Lucy con sequedad.
Barnabas se adelantó de inmediato para sostenerme. Me rodeó con los brazos, y la cabeza se me ladeó. Sin embargo, su contacto trajo de vuelta la actividad: los sonidos, los olores, incluso el pulso cardiaco. Los párpados se me contrajeron. Los apretados labios de Barnabas se hallaban a escasos centímetros de mí. Estaba muy cerca, y emanaba de él un aroma que me hizo pensar en girasoles.
—¿Por qué no cierras el pico? —le sugirió a Lucy mientras me ayudaba a sentarme en el suelo—. ¿Qué tal si ejercitas un poco la sensibilidad, eh? No olvides que es tu trabajo.
El frío de las baldosas me recorrió el cuerpo y me aclaró la vista. ¿Cómo iba a estar muerta? ¿Desde cuándo se desvanecían los muertos?
—No estoy muerta —afirmé, titubeante, y Barnabas me ayudó a apoyar la espalda en una de las patas de la mesa.
—Sí, has muerto —se acuclilló a mi lado y me inspeccionó con preocupación. Con preocupación sincera—. Lo siento muchísimo. Creí que su objetivo era Josh. No es normal que dejen pruebas, como la de ese coche destrozado. Tu caso debe de ser de los pocos descuidos en su historial.
Rememoré el accidente, y me llevé una mano al estómago. Josh había estado presente. Me acordaba de eso.
—El también cree que estoy muerta. Es decir, Josh.
—Es que estás muerta —intervino Lucy, cáustica.
Dirigí la mirada hacia la camilla, pero Barnabas se interpuso para impedirme ver.
—¿Quiénes sois? —le pregunté, al tiempo que el mareo se me iba pasando.