Authors: Carmine Carbone
Esta última frase la dijo mirándome fijamente y sonriéndome. En ese instante sentí como un ardor dentro y rompí a llorar sin poder decir palabra, ni responder, ni mucho menos dar las gracias, como me hubiera gustado y debido.
No me lo podía creer y Brando, viendo mi estado de ánimo, se levantó y vino hacia mí mientras Jacqueline me agarraba el brazo como intentando cogerme para que no me cayera de la silla.
Me levantó y me abrazó, y solo en aquel momento le pude dar las gracias todavía llorando diciendo que aquello era demasiado.
Pero para él no era demasiado, es más, continuó feliz con su propuesta. Un contrato de trabajo de 40 horas semanales como vigilante nocturno en la imprenta, con alta en la seguridad social, seguro de vida y además la posibilidad de alojarme en el estudio amueblado que antes había sido un local de exposición de la vieja fábrica de cerveza.
Al dar mi respuesta afirmativa, me di cuenta que delante de mí se abría una nueva vida. Podría volver a empezar de cero y reinventar una vez más mi vida. Estaba tan sobrepasado por ese pensamiento que ni siquiera recuerdo las otras palabras que Brando y Jacqueline me dijeron en los siguientes quince minutos. Solo entendí que aquella mañana debía de ir a la imprenta a firmar unos documentos para las gestiones burocráticas y el registro de la oficina de empleo, y que desde el lunes siguiente trabajaría con un turno de 00:00 a 08:00.
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Les dije que llegaría puntual a la cita de las 10:00 en la imprenta, pero que ahora debía hacer algunas cosas: darle las gracias a Markus, despedirme de los amigos, coger las pocas cosas que tenía repartidas en taquillas de la asociación, la estación de tren y el comedor.
En realidad quería también andar por la calle y estar solo para deleitarme de esa sensación de serenidad y felicidad que tenía dentro y que quería disfrutar al 100%. Aquella sensación que no recordaba haber probado después de aquel regalo de Navidad en el orfanato, de la victoria en el festival de verano, después del primer beso de Faith.
Margareth corrió, seguida por Lucky, a despedirme a la puerta prometiéndome que nos veríamos pronto. Jacqueline me abrazó dándome las gracias aún y Brando me estrechó la mano amistosamente.
La puerta se abrió y aquel recorrido inverso, de la gran puerta blanca y brillante con los tiradores plateados al camino de gravilla gris, parecía un punto de inflexión simbólico.
Era como hacer puenting: después de una larga e incierta caída, llegar a ese punto en el que la cuerda te sujeta y te tira hacia arriba.
Así era para mí ese recorrido.
Donde había visto al taxi irse en la oscuridad de la noche un rato antes, ahora veía la tenue luz del inicio del alba que iluminaba el horizonte con rayos de sol cálidos y fosforescentes.
Brando me paró invitándome a seguirlo al garaje, donde tenían dos coches, un todoterreno de color blanco y un utilitario de color rojo.
Se metió entre los dos coches y poco después salió tirando de una bicicleta de carretera.
«¡Cógela, así al menos estaré seguro de que no llegarás tarde a la imprenta!», exclamó.
Lo miré con algo de extrañeza balbuceando: «Hace mucho que no monto en bicicleta».
«Venga, sube, no se olvida cómo se anda en bicicleta», me reprendió con una sonrisa, «ah, te pido que te pongas este impermeable que todavía hay humedad y no te puedes poner malo los primeros días de trabajo».
Sonreí, me puse el impermeable gris que me dio y lo cerré hasta el cuello, después me subí a la bici y me quedé bloqueado un segundo, como con miedo. Me toqué la nariz y, en particular, el bulto cicatrizado que me estropeaba la cara.
«No me digas que te rompiste la nariz cayendo de una bicicleta», me dijo Brando. Tuvo que repetirlo tres veces antes de obtener mi respuesta: «¿¡Eh!? Sí, sí... exactamente. Cayendo de una bicicleta».
En ese momento se echó a reír entre divertido e incrédulo y me pidió que fuera con cuidado.
Me fui a grandes pedaladas ya que la calle estaba en cuesta y, mientras me alejaba, me di la vuelta para saludarlos.
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En cuanto di la vuelta a la esquina me paré y miré la bicicleta.
No me había caído de una bici rompiéndome la nariz.
Pensando en aquello que había sucedido la última vez que me había subido a una, sonreí amargamente y comencé a pedalear de nuevo por aquella calle residencial con todas mis fuerzas, bueno, con las que había encontrado esa mañana.
También la última vez, unos años atrás, pedaleaba así de veloz pero con más agilidad.
Estaba montado en aquella bici, corría y tenía ya la nariz rota y sangrante. Sentía la sangre en la boca y en la garganta, e intentaba correr todo lo que podía echando la cabeza hacia atrás porque la sangre brotaba copiosamente y me caía del mentón al pecho y a los brazos.
Recuerdo que unos minutos antes estaba sentado en un banco del parque central de la ciudad leyendo
Nieve
de Maxence Fermine, que me había regalado la cocinera del comedor porque, en sus palabras: «¡Es estupendo, tienes que leerlo!», y tenía razón.
Estaba tan absorto en la lectura que no me había visto acercarse a aquellos cuatro jóvenes con la cabeza rapada, blancos como cadáveres, con chaquetas de piel llenas de tachuelas e imperdibles de metal.
Uno de ellos me cogió por detrás sujetándome al respaldo del banco y agarrándome por el cuello, otro de frente a mí pronunció una frase, pero con la agitación no entendí el significado, y después me golpeó con un puñetazo transversal, tan fuerte que hizo que el libro me saliera volando de las manos y que me hizo encogerme sobre mí mismo.
Después todos juntos empezaron a golpearme los costados y la cabeza repetidamente. Intenté escaparme, pero el banco limitaba mis movimientos, así que me tiré al suelo intentando cerrarme como si fuera un erizo. Pero aquellos cuatro monstruos comenzaron a darme violentamente con los pies, pegándome patadas muy fuertes, una de las cuales fue en toda mi cara.
Sentí como los cartílagos y el hueso de la nariz se hacían añicos y noté que el sabor a sangre mezclada con tierra me llegaba a la garganta, casi sofocándome.
Parecía que ver sangre les animaba más, de hecho uno de ellos me agarró por el pelo tirando tan fuerte que me puso de pie. Y fue en ese instante que vi a unos metros detrás de ellos una bicicleta de color amarillo con una cesta blanca.
Instintivamente pegué un cabezazo a ciegas que dio en la cara de uno de los cuatro, que cayó al suelo de espaldas gritando de dolor y rabia.
En el momento en que el resto prestaron atención a su cómplice desplomado, corrí hacia la bici, me monté de un salto y empecé a pedalear vortiginosa y nerviosamente.
Durante un rato noté que los cuatro me perseguían con brutalidad y ferocidad, como los sabuesos en la caza del zorro, que persiguen a su pobre presa destinada al sacrificio.
Pero yo no quería ser una presa así que, sin mirar atrás ni un momento, pedaleé durante unos diez minutos y, una vez que estuve seguro de estar lo bastante lejos para que me cogieran, ralenticé el pedaleo y la marcha.
Fue solo en ese momento que me di cuenta que tenía sangre en los brazos y el pecho y tuve la tentación de limpiarme con la sudadera.
Siempre sin dejar de pedalear, metí la mano en el bolsillo de la sudadera en busca de un pañuelo o de un trozo de papel para taponar la nariz rota y sangrante.
Esa había sido la última vez que había montado en bicicleta.
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Como en aquella última vez, fue espontáneo llevarme la mano a la nariz y después al bolsillo derecho, en este caso del impermeable gris de Brando y, sorprendentemente, encontré entre mis dedos un fajo de billetes.
Sin parar la marcha, eché un vistazo rápido a la calle y no vi nada ni a nadie.
Estaba solo en aquella carretera que me llevaba a la curva que estaba antes dl gran puente de hierro blanco, piedra angular de la ingeniería urbana.
Bajé la mirada y vi a mi mano salir del bolsillo con una nota que tenía un fajo de billetes. Un gran fajo.
La nota tenía escrito en letra de imprenta: «MUCHAS GRACIAS DAVE POR HABERNOS DEVUELTO A LUCKY. BRANDO, JACQUELINE Y MARGARETH». Me estremecí y, después de haber vuelto a mirar a la carretera que tenía delante y ver que ya casi había terminado la curva, viendo que no había nadie al comienzo del puente, empecé a contar los billetes, que estaban ordenados por tamaño: 50, 50, 50, 50, 100, 100, 100 y tres billetes enorme de 500... En total había 2000. La recompensa.
En mi vida había visto tanto dinero, así que en ese momento me quedé mirando a un billete de 500.
Increíble.
En aquel momento escuché una música atronadora que parecía acercarse y poco después el claxon de un coche que empezó a pitar de manera continua y alarmante.
Alcé la vista de los billetes y vi un automóvil de color negro que se me venía encima.
Después el impacto y el estruendo.
Después el vuelo y el silencio.
Después un nuevo impacto, esta vez al suelo, y el silencio.
Un dolor infinito y el silencio.
Tenía la espalda apoyada en el asfalto frío y húmedo, a mi alrededor llegaron algunas personas, parecía que sus bocas decían algo pero yo no escuchaba nada, y sus cuerpos, que distinguía borrosamente en manchas grises e indiferentes, se agitaban frenéticamente.
Lo único que podía ver claramente era aquel punto luminoso en el cielo justo encima de mi cabeza.
Algo brillante en el cielo color amarillo anaranjado del alba.
Era Venus, solo visible al atardecer y al alba.
Un espectáculo estupendo, parecía latir delante de mí, como si me estuviera haciendo un guiño, como si me estuviera llamando a su lado y yo me estuviera acercando de verdad.
Me acerqué tanto que todo era luz.
Después en un instante todo estaba oscuro.
Y fue aquel el último instante de aquella noche
Fue aquel el último instante de aquella vida.
Fue como hacer puenting, solo que al final de la larga e incierta caída, la cuerda te sujeta pero no te devuelve arriba, parece que lo va a hacer y se te corta el aliento, hasta que se rompe haciendo que te precipites al fondo.
Y es oscuro.
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Al día siguiente el
FREE NEWS
y toda la prensa hablaba de un tremendo y trágico accidente en el que estaba involucrada la estrella del momento, Miss Violet. El coche en el que viajaba la noche anterior había envestido a un sin hogar, borracho o desmemoriado, que circulaba en bicicleta por el centro de la calzada de una carretera de gran concurrencia.
El hombre había fallecido, pero ella, su equipo y unos amigos, a bordo de la limusina negra de vuelta de una fiesta, estaban bien a pesar del fuerte shock y el susto. Esto para la felicidad de los miles de fans apostados fuera de la sala de prensa de la clínica donde había ingresado por precaución, y desde donde había tranquilizado a todo el mundo con una rueda de prensa conmovedora.