No me cogeréis vivo (40 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

BOOK: No me cogeréis vivo
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Así que ya lo saben. Si no quieren quedar ante sí mismos y ante las visitas inesperadas como unos ordinarios y unos carcas, ni se les ocurra pensar en huevos fritos, tortilla a la francesa o lata de fabada. Por Dios. Y mucho menos en un bocata de vulgar chorizo. Niet. Cualquiera de las anteriores sugerencias le harán sentirse un cinco tenedores casero. Diseño y gastronomía a su alcance para ver el fútbol, o el telediario. Y eso, insiste el texto, sin complicarse la vida. Palabra.

Lo que siento de veras es que no puedan ustedes ver las fotos.

El Semanal, 19 Julio 2004

La mariposa y el mariposo

Todavía quedan flores a uno y otro lado de la carretera, y los campos manchegos aún no están del todo abrasados por el sol del verano. De Argamasilla de Alba a Sierra Morena, el viajero que sigue la ruta de don Quijote, el recorrido inmortal de la primera y la segunda salidas del hidalgo, se enfrenta a la desilusión propia de cuando uno emprende en España esta clase de cosas. En Francia, por ejemplo, pueden seguirse las huellas de la historia o de la literatura a simple vista; y en cuanto a Inglaterra, la mitad de su oferta turística vive de Shakespeare y la otra mitad de Nelson. España es otra cosa, claro. Aquí vivimos de las playas, de la sangría y los discobares bajunos para chusma guiri. Alguna vez les he contado que en el barrio de Madrid donde se imprimió el Quijote, donde está enterrado su autor, y donde vivieron, a pocos pasos unos de otros, Cervantes, Lope, Calderón, Quevedo y Góngora –barrio que si fuera parisino o londinense sería centro de peregrinaje cultural lleno de museos, bibliotecas, placas y monumentos–, tienes que buscar con lupa las mínimas referencias a tan ilustres vecinos. Y en La Mancha, lo mismo. O peor. Sólo con un poderoso esfuerzo de la imaginación, proyectando lecturas y buena voluntad sobre el paisaje y el paisanaje, es posible encajar, a ratos, lo imaginado sobre lo real, lo cervantino con el prosaico panorama que se ofrece a la vista.

No se trata ya de que esta tierra se parezca poco a la que conoció Cervantes, con sus pueblos, corrales, ventas y polvorientos caminos; es que no tiene nada que ver. Cuando uno les echa un vistazo a las viejas fotos de pueblos manchegos, advierte que estos lugares cambiaron menos entre 1605 y 1960 que en los últimos cuarenta años. A principios del siglo XX, John Dos Passos o Azorín aún podían recorrer La Mancha poniendo el pie sobre las huellas de don Quijote y Sancho. Hoy es imposible. El desarrollo y el aumento del nivel de vida, tan deseables y necesarios, dejaron atrás, como cadáver en la cuneta, la memoria y la cultura. Excepto escasas y honrosas excepciones, la piqueta, la desidia, el mal gusto, la arquitectura absurda e inapropiada, el arte cutre de tercera fila, envilecen las poquísimas referencias cervantinas que aún salen al paso del viajero. Como mucho, quedan para marcas de lácteos y embutidos: quesos Dulcinea, chorizos Sancho Panza. Política aparte, claro. En uno de los pueblos más quijotescos, la estatua de Cervantes, con una mano partida, no simbólicamente –aquí no hilamos tan fino– sino por un animal indígena, languidece bajo una enorme pancarta que reza: Vota al Pepé. Y tiemblo de pensar en lo que nos espera el año que viene, quinto centenario del Quijote, con todo cristo mojando en la salsa y haciéndose la foto, como suelen, la tira de políticos y políticas mangantes y mangantas analfabetos y analfabetas –espero que las feministas de género de los cojones estén satisfechas con mi lenguaje de académico no sexista– puestos en plan aquí mi tronco Cervantes y yo, o sea, amigos y compadres de toda la vida. Ya verán, ya. Para echar la pota.

Pero el caso es que, en mitad de esa Mancha a menudo incapaz de estar culturalmente a la altura de lo que su honroso nombre exige, no todo es desolación. Niet. La vida sigue y se perpetúa. Allí, de esa cuneta florida de la que les hablaba al principio, salen de pronto dos mariposas. Una mariposa y un mariposo, supongo, pues esta última, o último, persigue a la primera con ávido revoloteo. El viajero –o sea, yo– las ve salir del lado izquierdo de la carretera, con reflejos dorados del sol en el amarillo y rojizo de sus alas. Y en el preciso instante en que el mariposo, con una amplia sonrisa de oreja a oreja, o de antena a antena, está a punto de alcanzar a la hembra, en ese momento, como digo, mi coche pasa a ciento veinte kilómetros por hora, zuuuas, y los estampa a los dos en la parrilla del radiador, chas, chas. Y algo más tarde, cuando paro a echar gasolina y miro el radiador, los veo allí esclafados, la mariposa y el mariposo listos de papeles, más tiesos que mi abuela, mientras pienso: hay que joderse. No somos nadie. Si hubieran sido mariposas francesas o inglesas, lo mismo las habría cazado Vladimir Nabokov y ahora estarían pinchadas en un corcho, en una colección exquisita y tal, de las que salen citadas en los suplementos literarios selectos. Inmortales como Lolita. Pero ya ves. Se las ha cargado el Reverte con un puto Golf. En La Mancha, hasta las mariposas van de culo.

El Semanal, 26 Julio 2004

Sobre mendigos y perros

No tengo nada contra la mendicidad ni los mendigos. Al contrario. Lo mismo me da que sean forzados por la necesidad –que también, aunque hay menos– o de oficio. Allá cada uno con su forma de ganarse la vida. Tampoco te obligan, oye. Les das o no les das. A mí, según las pintas que tienen, los lugares que eligen para currárselo y las actitudes, me gusta echarles una mano, pagar una caña, un paquete de tabaco, escuchar su historia real o fingida. Me agradan sobre todo los que no disfrazan su condición y se proclaman mendigos a mucha honra. En los soportales de la Plaza Mayor de Madrid hay varios sentados al sol, borrachines, felices con un pitillo y un cartón de vino barato. Están muy crecidos, por cierto, desde que a una concejal o algo así, víctima de lo socialmente correcto, se la cepillaron los del Ayuntamiento porque pidió que retirasen a los mendigos de allí con motivo de no sé qué fiesta, o presentación de algo. Les oyes contarlo y te rulas de risa. De aquí no nos quita ni Dios, etcétera. Las guiris rubias y blanditas les hacen fotos, medio fascinadas y medio horrorizadas, mientras ellos, entre sorbo y sorbo al Don Simón, les dicen lo que les van a comer si la ocasión se tercia. Me encanta.

Alguna de las variedades mendicantes, eso sí, se me atraviesan en el gaznate. Como cierto fulano que se aposta en la boca de un aparcamiento con ropas raídas y actitud misérrima, al que ya he visto varias veces por la calle, los días que libra, vestido con coqueta corrección e incluso chulito de aires. Otros mendigos a quienes no trago son esos tíos como castillos que se arrodillan en mitad de la calle con los brazos en cruz y con imágenes y estampitas del Sagrado Corazón, de Santa Gema o de San Apapucio, y que te dicen tengo hambre, tengo hambre, en tono gimoteante, a veinte pasos de una obra en la que hay siete moros, cinco indios y tres negros sudando el jornal bajo un casco de albañil. Con esos mierdas siempre tengo la impresión de que si me fuera a una tienda y les comprara una navaja, no sabrían qué hacer con ella. Como le decía a uno de ellos en la calle Preciados –se lo conté a ustedes hace tiempo, en esta misma página– aquel otro mendigo punki con flauta en el cinto, botas de paracaidista y pelo mohicano: «Ni para pedir tienes huevos, hijoputa».

Los mendigos con perro son aparte. Ya he dicho alguna vez que amo a los malditos cánidos más que a las personas, y me abrasa la sangre imaginar que un canalla los tenga allí sólo por mover a compasión a los clientes. Porque ya me dirán. Desde que la cosa se puso de moda hace unos años, raro es el mendigo que no se lo monta con un chucho. Ahí libro luchas terribles conmigo mismo, entre la natural tendencia a ayudar al propietario del perro para que lo cuide, le dé de comer y todo eso, y la repugnancia a caer en la trampa sentimental que ese mismo fulano me está tendiendo. Al final, por aquello de que más vale dormir tranquilo y siempre hay uno o diez justos en cualquier Sodoma, termino palmando, claro. Mejor eso que la duda. Esos ojos del perro que te miran al irte.

Además, nunca se sabe. Hace poco, sentado a la puerta de una cafetería en la calle Ancha de Cádiz, estuve observando a un mendigo con un cachorrillo que estaba enfrente, sobre unos cartones. El cachorrillo era travieso, se escapaba detrás de la gente, y el mendigo, un fulano joven de aspecto feroz, infame, lo increpaba. Ven aquí que te voy a matar, decía. Yo estaba inquieto porque, bueno. Uno tiene sus amores y sus reglas. Y la vamos a liar, pensaba. Como le haga daño de verdad, no me va a quedar otra que levantarme e ir a que ese cenutrio me rompa la cara, entre otras cosas porque ya no voy estando en edad de sostener con hechos, como antes, todo lo que pienso y digo. Ahora, con un jambo joven enfrente, o madrugas mucho –patada en los huevos, cabezazo, vaso roto, etcétera– o te dan las tuyas y las de un bombero. En fin. El caso es que de pronto se levantó el mendigo en busca del cachorrillo, que se alejaba, y yo sentí bombear la adrenalina, pensando: vaya ruina te vas a buscar esta mañana, Arturete. A los cincuenta y dos. Hay que joderse. Y entonces, para mi sorpresa, el fulano agarró al cachorrillo por el pescuezo con una dulzura infinita, le estampó un beso en el hocico, y se lo llevó otra vez de vuelta, acariciándolo, hablándole con una ternura que me dejó hecho polvo. Y cuando al rato me levanté y al paso, como quien no ha visto nada, dejé un billetejo sobre los cartones, pensé a modo de disculpa: nunca se sabe, colega. La verdad es que nunca se sabe.

El Semanal, 02 Agosto 2004

Otro verano, Marías

Cuando llegan estas fechas estivales, siempre me acuerdo de Javier Marías, alias el perro inglés. Año tras año, hasta que se pasó a la competencia, el rey de Redonda y el arriba firmante intercambiábamos puntual guasa veraniega, de página a página, sobre las lorzas de tocino y las pantorrillas peludas con que cierta chusma adorna, no ya las playas, que son más o menos lugar adecuado para exhibir esa clase de espantos, sino el paisaje en general. Y lo que es la costumbre, oigan. Estos días, cada vez que veo a un fulano en chanclas, con bañador y sin camiseta, rascándose los huevos por la Gran Vía de Madrid, o a una de esas impúdicas morsas que se pasean, orgullosas de su palmito, con rodajas de sudoroso sebo rebosándoles bajo el top, no puedo menos que acordarme del ausente colega y de nuestros duetos veraniegos de antaño.

El otro día me acordé especialmente. Estaba en el aeropuerto de Barajas, soportando las habituales sevicias y humillaciones que, gracias a George Bush y a su pandilla de gangsters de ultraderecha, ahora debe sufrir cualquiera que pretenda subirse a un avión. Estaba en ésas, digo, y justo delante, a un palmo, tenía una espalda de mujer completamente desnuda. La espalda. Y cuando digo completamente, me refiero a eso: desnuda de arriba abajo. O sea, que la individua llevaba un pantalón piratesco de cintura bajísima –se advertía un tatuaje en la línea de flotación– y la parte superior de su cuerpo sólo estaba cubierta, en la región delantera, por un minúsculo paño sujeto por tirantes. El resto eran rodajas de chicha. La pava en cuestión era grandota, atocinada, abundante y bajuna sin complejos, y lucía en el omoplato derecho otro tatuaje, con un Jesucristo tan detallado que sólo le faltaba decir: con un beso me entregas, Judas, o algo así. El acento era gallego, creo. Me refiero al de la individua.

Total. Que la cola era larga e iba despacio. Los picoletos de los rayos equis escudriñaban minuciosos, y aunque había cuatro aparatos con sus arcos y toda la parafernalia, sólo funcionaba uno. Lo normal. La gente de atrás, impaciente, empujaba un poco. Yo tenía por la popa a una madre con su vástaga en brazos, y la pequeña bestezuela mascaba un donut de chocolate, agitando sus manitas pringosas junto al cuello de la camisa con la que yo debía culminar ocho horas de vuelo. A cada viaje que la criatura me tiraba al cogote, yo me echaba hacia adelante, angustiado, dando sobre la espalda de la pava que tenía a proa. Ahí, háganse cargo: diera donde diera, siempre daba en carne. Sudorosa y nada apetecible, las cosas como son; pero carne al fin y al cabo, que su propietaria debía de tener, además, en alta estima. Pues era el caso que, cada vez que yo rozaba aquel espanto tatuado, el Cristo me miraba ceñudo y su exhibidora se volvía a medias, observándome también como diciéndose: sátiro habemus, y me magrea.

No he pasado tanta vergüenza en mi vida. Allí estaba yo, emparedado entre la pequeña hija de puta de mi retaguardia –la madre pasaba varios pueblos de mí– y aquella espalda enorme, desnuda, tatuada, contra la que me llevaban tanto mis movimientos defensivos como las arrancadas y frenazos de la gente. Pensé que aquello no podía ser peor, pero me equivocaba. Siempre puede ser peor. Porque a la tía de delante empezó a sonarle el móvil, puso la bolsa en el suelo mientras se agachaba a buscarlo, en ese momento me empujaron por atrás, y en el preciso instante en que, por la cintura del pantalón de la foca, que le quedó muy abajo al inclinarse, asomaban el otro tatuaje completo –un águila con aspecto de haberse tragado un tripi–, la parte superior de un exiguo tanga negro y el arranque de dos rollizos glúteos de los que le gustan a mi vecino de página Juan Manuel de Prada, me precipité, perdiendo el equilibrio, exactamente sobre el horror de aquellas oferentes ancas. Chof, hizo el impacto. Pero no acabó todo ahí. Cuando, inclinada como estaba, la prójima se volvía a mirarme furibunda, evaluando mis rijosas intenciones, justo en ese momento, se le salió por delante, a un lado del pañito que llevaba puesto, media teta izquierda, enorme, descomunal, que le quedó colgando con oscilaciones de ternera charolesa. Lo juro por mis muertos más frescos. Fue entonces cuando, al fin, la manita chocolateada de la niña me acertó de lleno en el pescuezo. Y yo consideré la posibilidad de arrojarme sobre el guardia civil más próximo, arrebatarle su arma reglamentaria y pegarme un tiro.

El Semanal, 09 Agosto 2004

Por tres cochinos minutos

A ver si consigo que me leas con atención, Fulano o como te llames. Porque hace poco me mataste a un amigo. Y digo amigo, porque lo era. De verdad. No le había visto la cara nunca, pero eso no importa. Lo era, repito. Leía mis libros, y también esta página cada semana. Tenía 28 años, era bien parecido, deportista, corría diez kilómetros cada día. Buena pinta, sano y fuerte. Además era un tipo noble, sencillo, derecho, con sentido del honor como los de antes, con palabra, apretón de manos franco, y todo eso. Con sentido del humor, además, lo que era un regalo, un don de la existencia para quienes estaban con él. Había aprendido a disfrutar de la vida con dignidad y con decencia. Hay gente que vive noventa tacos de almanaque y nunca llega a ser tan sabia y lúcida como lo era él. Amaba el mar, como yo. Tenía una familia, una novia, unos amigos. Tenía una perra que ahora lo busca con ojos leales y tristes, moviendo el rabo esperanzada cada vez que alguien roza la puerta. Tenía un futuro. Si tú se lo hubieras permitido, habría llegado a ser un tipo de esos que hacen el mundo soportable, en vez de una cloaca sucia y oscura, a merced de irresponsables como tú.

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