Pero el mensaje de verdad, el culmen del texto, es el final. Que dice: Ya sale el sol / mi Amedio y yo / Marco en el ascensor. / Dale al botón / no quiero bajón. Como ven, aparte su intertextualidad con la referencia culta al mono Amedio, el ritmo se vuelve ahora rápido, acelerando a medida que el subidón y el esternón campan a su aire, con esas rimas tras cuyo parto intelectual, la chica, que por lo visto compone sus propias murgas, debió de quedar exhausta. Y fíjense, sobre todo, en el ingenioso doble sentido de darle al botón para que no haya bajón. Porque si uno le da al botón para subir, los ascensores suben. Subir un ascensor es lo contrario de bajar. Y bajar puede asociarse con bajón. ¿Comprenden?. Por eso digo que hay doble sentido. Además, la cantautora es coherente. Sería contradictorio y falto de chicha que, después de salir el viernes a ponerse ciega con mil mensajes en el buzón y el hueso esternón latiéndole a toda hostia con el subidón, al final la pava terminara la noche con un bajón. En tal caso, el mensaje de la canción se iría a tomar por saco. Sí.
El Semanal, 26 Octubre 2003
Hay que joderse. Ayer también me quedé sin peluquero. Cuando fui a mi peluquería habitual, La Prensa, esquina a la plaza del Callao de Madrid, la encontré cerrada. Recristo, pensé. Presa de oscuros presentimientos acudí al portero de la casa vecina, y éste confirmó mis temores. Nano se ha jubilado, dijo. El dueño vende el local. ¿Y qué hago?, pregunté. El tipo se encogió de hombros como diciendo: búsquese la vida. Salí a la calle mirando alrededor con cara de no creérmelo. Desamparado como un huerfanito al que se abandona en mitad del bosque.
Nano era el último superviviente. Un peluquero sesentón, veterano. Un artista seguro, infalible. Un clásico. Un día de estos me jubilo, comentó la última vez, mientras me esquilaba con su habilidad de siempre. Quería retirarse a su pueblo, a plantar tomates y criar gallinas. Pero no creí que fuera tan pronto. Después de la jubilación de Andrés, su compañero, sólo quedaba él. No había que darle explicaciones: máquina a tope, como a los soldados, y unos retoques de tijera. La charla y la propina habitual. Con Andrés y con él estaba seguro. La primera vez que entré allí, hace veintiocho años, y me adoptaron como cliente para toda la vida, llevaban tiempo cortándole el pelo a la gente. Solía darles pie para que me contaran recuerdos de cuando Madrid aún era Madrid, y se podía aparcar en la Gran Vía, y tenían por clientes a Antonio Machín, Pedro Chicote, Boby Deglané, Alfredo Mayo y gente así. Cuando las lumis de lujo, con su pelo teñido y el abrigo de pieles pagado por don Fulano o don Mengano, tomaban un café en la esquina, en Fuyma, antes de irse a bailar enfrente, a echar el anzuelo en Pasapoga.
También estaba La Señorita. Había sido un bellezón en los años cincuenta, y todavía lo era. Soltera, guapísima, educada, trabajaba de manicura en la peluquería, y te dejaba las manos como las de un pianista. Siempre le sospeché una antigua historia de amor de las que terminan mal. Solía piropearla suavemente, con tacto. Ya he dicho que seguía siendo hermosa y encantadora. La Señorita fue la primera en jubilarse, allá por finales de los ochenta, por la misma época en que Fuyma se convirtió en un Cajamadrid. Nano y Andrés la echaban mucho de menos. Creo que en el fondo siempre estuvieron algo enamorados de ella. Nunca supe su nombre. Siempre la llamaron La Señorita.
Después se jubiló Andrés. Era flaco y elegante. Hablaba mucho de un hijo del que estaba orgulloso, y cuando empecé a escribir novelas solía darle para él libros dedicados. Andrés era tranquilo, fumaba con mucha clase y siempre pedía perdón y daba las gracias cada vez que te hacía mover la cabeza para un repaso de tijera o navaja. Sus manos olían a loción Floïd y a Guante Blanco. Andrés se tomó la jubilación anticipada, y Nano anduvo mosqueado, porque aquello le parecía una pequeña traición. Pero Andrés siguió yendo por allí, a cortarle el pelo a su antiguo compañero.
Al fin sólo quedó Nano. Bajito, activo, filósofo. Igual que con Andrés y con La Señorita, siempre nos tratábamos de usted. Como una premonición, las últimas veces hablamos de los tiempos que se fueron, cuando había carteles en la puerta de las peluquerías anunciando: Se corta el pelo a navaja. Ya no hay artistas, apuntaba Nano. La gente tiene lo que se merece. Se acaban los viejos profesionales del peine y la tijera. Ahora todo son centros capilares, estilistas y mariconadas. Eso decía, y yo le daba la razón. Supongo que de alguna forma intuíamos que cualquiera de aquellos cortes de pelo sería el último.
El caso es que ayer deambulé angustiado por Madrid, con cara de gilipollas, buscando una peluquería de las de siempre. Pasé en ello toda la mañana, asomándome a las pocas que quedan abiertas. No me convencieron: peluqueros demasiado jóvenes. Por fin, en la calle de la Bolsa, descubrí una donde dos viejos profesionales de pelo gris leían el periódico. Entré como quien busca refugio. Me he quedado sin peluquero, dije sentándome. Uno de ellos apagó su cigarrillo en el cenicero, me puso el peinador por encima y preguntó, impasible: «¿Cómo lo quiere el señor?». Militar, dije. Cuando sentí el chas-chas de las tijeras en el cogote cerré los ojos, confortado. En la radio sonaba, lo juro, el pasodoble Suspiros de España. Con suerte, pensé, tengo para cinco o seis años más. Después, que el diablo nos lleve a todos.
El Semanal, 02 Noviembre 2003
A veces me acuerdo de ese diálogo en el que, conversando dos amigos, comenta uno: «Somos gilipollas», y al decir el otro «No pluralices», responde «Vale. Eres gilipollas». Quiero decir con eso que en esta página suelo asumir sin demasiados complejos mi cuota de gilipollez. Cuando juro en arameo procuro recordar que soy tan culpable como cualquiera. Ya no hay nadie inocente, y nos dividimos en general, salvo excepciones dignas del National Geographic, en dos categorías: los malvados y los imbéciles. Que no sólo son categorías compatibles, sino que a veces una lleva a la otra. George Bush es una muestra de cómo la imbecilidad puede convertirte en malvado. Y en España, para qué hablar. Recuerden al imbécil de Roldán, el ex director de la Guardia Civil, que terminó en malvado de película casposa de Pajares y Esteso. Pero también se da el proceso inverso. Javier Arzalluz, por ejemplo: un hombre lúcido e inteligentísimo que ha terminado escupiendo odio por el colmillo cada vez que abre la boca. A eso me refería. A veces, con su ejercicio continuado, la maldad o la mala fe pueden convertirte en un imbécil.
Lo que sí creo es que, en conjunto, somos más imbéciles que malvados. De momento. En España y en otros sitios. Lo que pasa es que aquí, claro, se nota más. Alguna vez he dicho que nunca en la historia de la Humanidad hubo, como ahora, tanto gilipollas gobernando, haciendo política, dictando leyes y normas, estableciendo lo socialmente correcto, controlando la cultura, la moda, el feminismo, el cine, las tertulias, el periodismo, creando opinión pública, influyendo en lo que vemos, comemos, vestimos, leemos, soñamos. Basta escuchar la radio, ver la tele, hojear un diario, oír hablar de delincuencia, de inmigración, de jóvenes, de religión, de automóviles, de lo que sea. Los imbéciles están en todas partes. Lo curioso, cuando miras alrededor, es que en realidad la gente no es así. Pero poquito a poco, como una enfermedad taimada que se va infiltrando a la manera de las películas aquellas de marcianos ladrones de cuerpos y cosas por el estilo, cada día que pasa todos nos parecemos cada vez más a esos ciudadanos virtuales que los imbéciles y los malvados se empeñan en fabricar. Los medios de comunicación masiva se han convertido en inmensos catálogos de publicidad, tendencias y reclamos. En tiranuelos de la imbecilidad de turno que se debe hacer, leer, decir, llevar. Ser. Algo imposible, desde luego, sin la complicidad de los receptores del mensaje; sin el aplauso y refocile de las víctimas, incapaces del menor sentido crítico ante el modo en que se deforma la realidad para adaptarla a las tendencias impuestas o por imponer.
De los últimos tiempos conservo, entre muchas, dos perlas ad hoc. Hace un par de meses me quedé de piedra pómez viendo un programa de la tele sobre la vuelta al cole y la moda juvenil para el nuevo curso. Ilustrando las tendencias de este año salían unas nínfulas uniformadas de colegio, con libros y mochilas, vestidas con escuetas minifaldas escocesas, calcetines, zapatos de tacón de aguja y camisas abiertas hasta el piercing del ombligo, maquilladísimas con cara de lobas agresivas y una pinta de putas que tiraba de espaldas. Y lo más gordo es que después he visto por la calle colegialas vestidas así. O casi. Pero la mejor es la otra perla. Mi premio Reverte Malegra Verte a la imbecilidad del año 2003 se lo lleva un recorte de suplemento dominical –menos mal que no es éste– titulado La dignidad que esconde una chabola, donde el asunto consiste en demostrar que la pobreza no significa falta de imaginación a la hora de buscar soluciones que hagan acogedor un entorno. Nada de eso. Por Dios. También los pobres tienen su puntito. Y más ahora, cuando a los poblados chabolistas se les llama, hay que joderse, barrios de tipología especial. Así que, para demostrar que una chabola puede ser tan imaginativa y de diseño como un chalet de Ibiza, se muestran diversas fotografías de casas gitanas cutres, imagínense el paisaje, con relamidos textos estilo Architectural Digest: `Los materiales predominantes elegidos son la chapa, la madera y el cartón´, dice un pie de foto, para añadir que la chabola «cuenta con un solo espacio funcional que sirve como cocina, sala de televisión, baño y dormitorio». Y remata: «La solución para sostener el techo es una viga apoyada en un divertido bidón relleno de hormigón». Lo juro. Tengo el recorte. Y somos imbéciles. No me pidan que no pluralice.
El Semanal, 16 Noviembre 2003
Una noche, justo a principios del mes que ahora termina, me vi asaltado por un grupo de niños vestidos de familia Adams, las caras pintarrajeadas de colorines, túnicas negras y gorros de punta, que llevaban una calabaza y linternas. ¡Halloween!, gritaban los pequeños hijoputas. ¡Halloween! Y cuando me detuve, rodeado como Custer en Little Big Horn, un enano de unos ocho años, disfrazado de una mezcla entre Drácula y Rappel, me miró con mucha fijeza y, asestándome el haz de la linterna en el careto, espetó, amenazador: «¿Trato o truco?». Dudé, consciente de la gravedad del asunto. «¿Qué tengo que decir?», pregunté con el viejo instinto profesional de quien pasó veinte años por esos mundos, eludiendo controles de psicópatas uniformados y con escopetas. «¡Trato!», aullaron los pequeños gusarapos. Lo dije, y todos extendieron la mano. Resignado, hurgué en los bolsillos y compré mi libertad y mi vida a cambio de tres euros y cuarenta céntimos. Ojalá os lo gastéis en reparar la videoconsola, pensé. Cabrones. Seguí camino, y a poco me crucé con un grupo de jóvenes y jóvenas, ya más cuajaditos, que pasaban tocando el claxon de sus Polos y sus Focus, vestidos de Freddy Kruger y gritando ¡Halloween! por las ventanillas. Y me dije: rediós. Lo que hace la tele. España. Primeros de noviembre. El país de los cementerios mediterráneos, de los huesos de santo y de don Juan Tenorio, donde nunca hubo una bruja suelta porque las quemábamos a todas. Y ya ves. Ahora todos vestidos de Harry Potter y haciendo el gilipollas.
Porque ya me contarán ustedes qué carajo tiene que ver lo de Halloween con aquí, la peña. Esa murga de la calabaza es costumbre anglosajona, creo, llevada a Norteamérica por los irlandeses rebeldes que su graciosa majestad británica deportaba a las colonias con redadas de putas inglesas, para que unos y otras se aparearan cual conejos, repoblando las tierras que el exterminio de los indios –ejecutado, claro, en nombre de la razón, la libertad y el progreso– dejaban vacías. Sí. Nada que ver con los sucios y grasientos spaniards, que además de colonizar por vulgar ansia del oro, preñaban a las indias y hasta se casaban con ellas, los degenerados, llenando América de sucios mestizos que ahora le oscurecen la piel y el idioma a los votantes de Arnold Schwarzenegger o de George Bush, mis aliados predilectos. Y que se jodan.
Pero me desvío del asunto. Y el asunto es que soy consciente de que, si leen esto, mis sobrinos van a decir que el tío Arturo es un antiguo y un fascista; pero qué le vamos a hacer. Tal vez vestirse como draculines, pedir viruta o caramelos o irse a bailar y soplar calimocho disfrazados de Chucky el Muñeco Diabólico sea más divertido. A lo mejor. Pero cada cual tiene sus gustos. Puesto a manejar calaveras, prefiero el día de Difuntos mejicano, que sí es hermoso, bellísimo como espectáculo y entrañable como conmemoración, lleno de tradiciones, de arte, de sentido y de respeto. Por favor. No me comparen a una pequeña Morticia gritando ¡Halloween! como una tonta del culo, con un crío mejicano que, junto a un altar de Difuntos barroco puesto por los familiares y vecinos en la casa, la calle, la iglesia o entre las tumbas del cementerio, te recuerda que es noche de Ánimas mientras pide un peso «para la calaverita».
Y es que yo nací hace cincuenta y dos años, cuando no había puta televisión que nos contaminara de imbecilidad gringa. Así que háganse cargo. Mi infancia, he dicho alguna vez, transcurrió junto a un mar azul, viejo, sabio como la memoria, en cuyas orillas crecían olivos y viñas, y por el que vinieron, desde Levante, las cóncavas naves negras, el latín, los héroes y los dioses: todo lo que, en cierto modo, siguió luego camino hacia México y otros lugares donde hoy se habla y se lee en español. Crecí educado en esa certeza, oyendo cada noche de Difuntos –entonces esa noche aún se llamaba así– recitar a mis abuelos los versos del Tenorio, y visité con mis hermanos y mis primos, cada primero de noviembre, cementerios blancos donde mujeres vestidas de negro arreglaban ramos de flores junto a lápidas con inscripciones resignadas y serenas. Lápidas en cuya lectura aprendí, mucho antes de leer a Jorge Manrique, que la muerte no es horror, sino descanso. Así que no les extrañe que, con semejante currículum en el saco marinero –el mismo que tienen muchos de ustedes–, cuando vea a los de Halloween y a la madre que los parió, me acuerde, como en la maldición gitana, de sus muertos más frescos.
El Semanal, 02 Diciembre 2003
En la Real Academia Española hay un vestíbulo con percheros y agujeritos para el bastón o el paraguas. Cada académico tiene el suyo, identificado por una tarjeta con su nombre, y ahí encuentra cada jueves el correo. Los percheros se asignan por orden de antigüedad; de manera que, según pasa el tiempo, los académicos que mueren te dejan percheros libres por delante, y los recién llegados los ocupan por detrás. Esto del perchero, me confió el primer día uno de los conserjes, críptico, tiene más importancia que el sillón con la letra correspondiente. Y por fin comprendo lo que quería decir. Durante unos meses, mi nombre estuvo en la última percha. Ahora me corresponde la penúltima, y pronto será la antepenúltima. La antigüedad en la titularidad del perchero suele ir en proporción a la edad del académico; pero no siempre es así. Nombres de ilustres veteranos siguen enrocados en los lugares más antiguos, mientras compañeros jóvenes se van quedando en las cunetas de la vida. En cualquier caso, a modo de indicador simbólico, ese lento movimiento hacia los puestos de más antigüedad equivale a un recordatorio de cómo, poco a poco, todos nos encaminamos hacia la muerte.