No hay silencio que no termine (79 page)

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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

BOOK: No hay silencio que no termine
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—Somos el ejército del pueblo —dijo César con tono de orador.

«Son idénticos a la vieja clase política colombiana», pensé. Hizo una declaración con todas las de la ley, explicándome por qué mantenían «retenidos» —eufemismo de «secuestrados»—, y que si se financiaban con dinero de la droga era para evitar tener que recurrir a los secuestros extorsivos.

Yo lo miraba impasible, sabiendo que todo lo que me decía tenía algún propósito. ¿Qué era lo que temía? ¿Quería que le sirviera de testigo? ¿Quería transmitir algún mensaje? ¿Cubrirse la espalda? ¿Con quién nos íbamos a encontrar? ¿Con los extranjeros? ¿Con la comandancia de las Farc? Suspiré. Años atrás me le habría plantado, habría tratado de desmontar sus argumentos. Me sentí como un perro viejo. Ya no ladraba, ni sentada ni de pie. Observaba.

Una hora más tarde, César seguía soltando su discurso. Miré hacia mi sopa fría, puesta sobre el colchón bullendo de pulgas sobre el que había dormido. Cuando me pareció que había acabado, me arriesgué a preguntarle lo que debíamos esperar de ese día.

—Unos helicópteros vendrán a recogerlos. Probablemente iremos a hablar con Alfonso Cano. Después, no sé —me confesó—. De pronto los trasladan a otro campamento.

Marc se mantenía de pie frente a su camarote. Estaba guardando su olla en el equipo. Solamente él quedaba en la habitación. Dudé, luego me acerqué:

—Marc, quería que supieras que en la radio, esta mañana, me enteré de que tu mamá está en Londres. Está con mi familia para un foro sobre la paz o los derechos humanos, creo. Dicen que lucha como una leona por ti.

Marc siguió cerrando su morral mientras le hablaba. Al fin levantó los ojos y vi en ellos tanta dulzura que sentí vergüenza del tono seco en el que me había dirigido a él. Me dio las gracias muy formalmente, y me alejé para no prolongar una intimidad que podía volverse incómoda.

Oí el ronroneo de los helicópteros que se acercaban. Todos mis compañeros alzaban ya la nariz hacia las nubes escrutando el cielo. De inmediato me puse a transpirar, con el vientre sometido a dolorosos calambres. Mi cuerpo reaccionó como si se tratara de un bombardeo. «Seré idiota… Sé que no se trata de eso pero no lo puedo evitar», murmuré. Tenía la boca seca y aún temblaba, cuando el viejo Erminson nos gritó que nos volviéramos a entrar con los morrales. Nos hizo caminar en fila india hasta el salón de la mesa de billar. Se trataba de una requisa, otra más.

Había un guardia por cada prisionero. La requisa fue rápida. Confiscaron todo cuanto fuera cortante, hasta los cortaúñas. Yo tenía el mío en el bolsillo, de modo que se salvó de la raqueta. Siempre en fila india nos llevaron hasta el bongo. Cada uno de nosotros tenía asignado un guardia que lo seguía de cerca. El mío era una muchacha que veía por primera vez. Estaba muy nerviosa y me gritaba, clavándome el cañón del fusil por detrás.

—¡Suave, suave! —le dije para calmarla.

Atravesamos el río en el bongo y atracamos enfrente, en un cultivo de coca que se abría detrás de una casita de madera. En el centro de la parcela, un prado delimitado por una cerca parecía ser el lugar escogido por la guerrilla para que aterrizaran los helicópteros. Había dos dando vueltas en el aire, a gran altura, desapareciendo entre las nubes y volviendo a aparecer enseguida. Uno de ellos comenzó a bajar. Era totalmente blanco, con una franja roja debajo de la hélice. El ruido del rotor se volvió ensordecedor y pareció acompasarse con mis palpitaciones. Entre más descendía, más se propagaban las vibraciones al interior de mi cuerpo. Se posó, se abrió la puerta. Enrique había dispuesto el grueso de su tropa en cortina alrededor de toda la cerca. Los guardias ponían mala cara y su nerviosismo era tan visible como el aire caliente que temblaba a ras del suelo. Nosotros, los prisioneros, nos agrupamos instintivamente, pegados contra el alambre de púas para estar lo más cerca posible del helicóptero y para que los guardias no nos oyeran. Me quedé un poco atrás, desconfiada.

Un grupo de hombres saltó del helicóptero. Había uno muy grande, con un gorro blanco en la cabeza, que caminaba doblado de lado como si temiera que el aire que desplazaban las hélices pudiera hacerle perder el equilibrio. Otro delgado, de barba rubia, corrió detrás de él, así como una pequeña mujer de delantal blanco con formularios en una mano y un bolígrafo en la otra. Un tipo grande con los ojos muy negros y mirada penetrante caminaba a su lado. Pensé que era árabe. Detrás, retirado y hacia la izquierda del grupo, un hombrecito oscuro empuñando una cámara, con chaleco blanco y camiseta del Che Guevara, parecía concentrado en filmarlo todo. Finalmente, un periodista joven de pañoleta roja, esgrimiendo un micrófono, quería a todas luces hablar con los comandantes.

—¿Son los europeos? —me acosaban mis compañeros, dándome codazos para que les respondiera.

Me esforcé para observar bien, incómoda con la reverberación de la luz. El calor era bestial.

—No, no son los europeos.

El hombre grande del gorro blanco se pegó al otro lado de la cerca, bombardeándonos con preguntas estúpidas, con su acolita decidida a tomar apuntes.

—¿Se encuentra en buen estado de salud?

—¿Tiene alguna enfermedad contagiosa?

—¿Le da vértigo volar en avión?

—¿Sufre de claustrofobia?

No se interesaba por nadie en particular y pasaba de uno a otro sin aguardar las respuestas de nadie.

Me aproximé a examinar el documento de identificación laminado que colgaba de su cuello: «Misión Humanitaria Internacional», leí sobre un logo de fondo azul pálido presidido por una paloma de alas desplegadas como la del jabón Dove. «Es una superchería», pensé, horrorizada. Esos hombres eran con seguridad extranjeros, tal vez venezolanos o cubanos. Su acento, en todo caso, provenía del Caribe.

«No es una comisión internacional, no habrá ninguna liberación; vamos a ser trasladados Dios sabe a dónde. Seguiremos presos dentro de diez años», concluí.

El hombre del gorro blanco dio la orden de descargar unas cajas de gaseosas que entregó, generoso, a César.

—Para la tropa, compañero —logré adivinar el movimiento de sus labios, antes que se dieran el abrazo reglamentario. Los guardias estaban apostados cada dos metros en anillos alrededor de nosotros. Debían ser unos sesenta. Estaban muy orgullosos, en posición de firmes, tragándose con los ojos todo lo que estaba pasando. Enrique estaba poco locuaz, retraído comparado con César, quien estaba encantado y muy satisfecho de sí mismo.

El hombre del gorro blanco regresó hacia nosotros. Con una voz que pretendía sonar autoritaria, declaró:

—¡Muchachos! Tenemos que apurarnos, no podemos quedarnos en tierra más tiempo. Tenemos un compromiso con las Farc y vamos a respetarlo. Todo el mundo debe subir al helicóptero con las manos amarradas. Pónganse en fila, los guardias tienen las esposas que trajimos. Les ruego que nos colaboren para garantizar el éxito de la misión.

De manera inesperada y por primera vez, hubo revuelta entre los prisioneros. Nadie quería subir a los helicópteros. Todos los rehenes protestaron. No podíamos aceptar de estos desconocidos lo que desde hacía años aceptábamos de la guerrilla.

Los guardias nos apuntaron con sus armas para refrescarnos la memoria. Algunos de mis compañeros se habían tirado al suelo y repartían patadas por doquier. Fueron esposados a las malas por los guardias y conminados a subir al aparato a punta de cañón. Otros querían manifestar sus protestas frente a la cámara: fueron rechazados, maniatados y obligados a subir a su vez. El guardia que ponía las esposas era un tipo joven de talante violento. Al esposarme, apretó con tanta fuerza que perdió el equilibrio. Me quedé callada, estaba anonadada con lo que podía suceder.

La enfermera quiso ayudarme a llevar el morral. Me negué de plano. Las imágenes que grababan sin descanso pretendían mostrar una guerrilla humana ante los ojos del mundo. No quería prestarme a su juego. No abrí la boca y subí al helicóptero como quien va al matadero. Al interior, en cada puesto, había una chompa blanca. «Vamos al páramo», pensé, mordiéndome los labios. «Adonde Alfonso Cano», concluí.

Me senté entre Armando y William, al lado de la puerta, porque fuimos los últimos en subir. Puse el morral entre mis piernas e hice esfuerzos por quitarme las esposas a escondidas para restablecer mi circulación. Fue fácil, el sistema se parecía al de los zunchos para maletas que usan en los aeropuertos.

—Vuelve a ponértelas, no tienes permiso —me advirtió Armando, escandalizado.

—Me importa un carajo —le respondí, destilando bilis.

La puerta volvió a cerrarse. Enrique ocupó su puesto. El helicóptero tomó altura. Por la ventanilla, detrás de mí, vi a los guerrilleros, todos en posición de firmes, mirando cómo nos íbamos. Rápidamente se hicieron muy pequeños, hasta que no fueron más que una alineación de puntos negros entre el verdor. «Podríamos neutralizarlos y tomar el control del aparato», pensé, mientras miraba hacia la cabina.

La enfermera se acercó de nuevo y me ofreció algo de tomar. No quise aceptar nada, pues me parecía el colmo que se prestara a un juego que prolongaría nuestro cautiverio. La rechacé fríamente, irritada por su mirada amable.

Y entonces lo vi. En un rápido vaivén, Enrique cayó de su puesto. El Árabe estaba encima de él. Mis compañeros le daban patadas. No entendí lo que pasaba. Ni siquiera me atrevía a creer lo que veían mis ojos. Se me bloqueó el pensamiento. Nada parecía coherente.

El hombre del gorro blanco se levantó mientras el Árabe permanecía sobre el cuerpo de Enrique. No vi nada salvo la lucha, ganada de antemano por esos gigantes, contra el hombre que tanto odiaba. Vi al coloso lanzar su gorro al aire y gritar con todas sus fuerzas:

—¡Somos el Ejército de Colombia! ¡Están libres!

El ruido del motor me llenaba la cabeza de vibraciones y me impedía entender. Las palabras tardaron en atravesar las capas de incredulidad que se habían formado a lo largo de tantos años como un caparazón en torno de mi cerebro. Sentí que penetraban en mí como las primeras lluvias, impregnando las capas de dolor y desesperanza solidificadas en mí, y llenándome poco a poco con un poder que me subía como la lava al interior de un volcán en erupción.

Un largo, larguísimo y doloroso grito surgió de lo más profundo de mí y me llenó la garganta como si vomitara fuego hasta el cielo, obligándome a abrirme entera como en un parto. Cuando terminé de desocupar mis pulmones, mis ojos se abrieron a otro mundo y comprendí que acababa de ser catapultada a la vida. Una serenidad densa e intensa se apoderó de mí, como un lago de aguas profundas cuya superficie reflejara la imagen de los picos nevados que lo rodean.

Tomé mi rosario, que llevaba de pulsera, y lo apreté contra mis labios en un impulso de inefable gratitud. William se agarró a mí y yo a él, asustados como estábamos por la inmensidad del tiempo de libertad que se abría ante nosotros, como si fuéramos a tomar vuelo, los pies pegados al borde de un precipicio.

Volteé la cabeza. Mi mirada se cruzó con la de Marc por primera vez desde el otro lado de la vida, en el mundo de los vivos, y en ese preciso instante reencontré la misma fraternidad del alma que nos habíamos descubierto cuando, encadenados, nos habíamos escrito. Marc me sonrió. «Lo que nos volvimos allá es lo que somos», pensé, llena de paz, con el descanso del alma de que hablan los escritos de los sabios.

A mis pies, acurrucado como un feto, atado de pies y de manos, yacía Enrique. No. No me gustó nuestra violencia ni las patadas que le dimos. Eso no éramos nosotros. Tomé la mano de William, quien lloraba a mi lado.

—Se acabó —le dije, mientras le acariciaba la cabeza—. Nos vamos a la casa.

82
EL FIN DEL SILENCIO

William me pasó los brazos sobre los hombros. Sólo entonces me di cuenta de que yo también lloraba. En realidad, no era yo sino mi cuerpo, que había explotado y se reequilibraba con el llanto, anegado por una multitud de sensaciones dispersas e inconexas que chocaban entre sí. Caminé descalza unos instantes más sobre las tablas de alguna madera preciosa que habían cortado con motosierra en algún campamento del horror, y que ahora se pudría para siempre en el pasado con los miles de árboles talados en esos seis años y medio de despilfarro. Pensé en mi cuerpo, que no había retomado sus funciones de mujer desde mi fallida muerte, y que parecía haber dejado de hibernar en el momento más inoportuno. Esa idea me hizo sonreír por primera vez en mi vida.

Arrastrados en una danza guerrera que proclamaba nuestra victoria a gritos, mis compañeros saltaban alrededor de los cuerpos tendidos de César y Enrique. Armando cantaba como loco al oído de Enrique: «La vida es una tómbola, tómbola, tómbola…».

«Se va a caer el helicóptero», dije, en un disparo interno de adrenalina, repentinamente angustiada por las sacudidas que nuestra euforia transmitía al aparato. Crispada, me volví a sentar. ¿Qué tal que la maldición siguiera persiguiéndonos? Imaginé el accidente a pesar de mí.

—¿Cuánto tiempo nos falta para aterrizar? —grité, esperando que pudieran oírme.

Alguien con un casco gris y una enorme sonrisa se dio vuelta en la cabina, mostrándome los cinco dedos de la mano. «¡Dios mío!», pensé. «¡Cinco minutos! ¡Toda una eternidad!».

El hombre grandote del sombrero blanco se me plantó enfrente y me levantó de mi asiento con un abrazo de oso que me dejó sin aire. Se presentó: «Mayor del Ejército Nacional», dijo, revelándome su nombre. «Tiene el porte de un gladiador de Tracia», pensé al instante.

Pegó la boca a mi oreja con las manos en portavoz: «Hace más de un mes que dejé a mi familia para comandar esta misión. No pude decirle nada a nadie, nos mantuvieron en el mayor de los secretos. Mi mujer me besó antes de salir y me dijo: «Lo que vas a hacer es demasiado importante. Vas a buscar a Ingrid. Mis oraciones te acompañan, vas a conseguirlo y vas a volver. Quiero que sepas que, pase lo que pase, sé que he compartido mi vida con un héroe». Quiero que sepas, Ingrid, que todos hemos estado contigo cada día, llevando a cuestas tu dolor como nuestra propia cruz, todos los colombianos».

Lloré prendida a sus palabras, agarrada a él como si entre sus brazos todas las condenas a la desdicha quedaran para siempre revocadas.

Fue entonces que di gracias a Dios, no por mi liberación, sino por esta liberación, pues estaba colmada por el amor desinteresado de esos hombres y mujeres a quienes no conocía y que con su sacrificio habían mostrado una elevación de alma que trascendía todo cuanto yo había vivido.

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