Las tres iban a la misma clase. Asesinadas. Ya sólo quedaba ella.
E
l cuarteto de la pandilla de acosadoras, en realidad no eran amigas. Helena y ella sí lo eran, mientras que la rara de Gunilla se hizo inseparable de Anni, la recién llegada. Pero algo hizo que precisamente las cuatro se juntasen y lo maltrataran. Aquello no duró mucho, quizá unos meses. Empezó medio en broma, pinchándole un poco y dándole algunos empujones. Luego fue cada vez peor. Se jaleaban unas a otras. Todas participaban, pero Helena llevaba la voz cantante. En realidad, era el único nexo existente entre ellas, el hostigamiento. Para Gunilla y Anni, aquello tal vez fuera una manera de hacerse amigas de Helena y de ella, que tenían fama de ser las más chulas de la escuela. Quizá fuese un modo de entrar en el grupo.
Pero no fue así. Llegaron las vacaciones de verano y todas se dispersaron. A Anni no la volvió a ver, su familia regresó a Estocolmo. Sólo Helena y ella coincidieron en la misma clase en el ciclo superior. Para ellas, los abusos no significaron nada. Después del verano, seguro que las cuatro los habían olvidado.
Pero, evidentemente, él no; él no los había olvidado.
L
e temblaban las manos mientras pasaba las hojas de la revista. Un par de hojas adelante. Clase 6 C. Buscó entre las caras. Allí estaba. La quinta foto contando desde la izquierda.
Tenía la cara redonda, pálida y seria, con un esbozo de doble papada. El pelo cortado al rape. Era él. El común denominador de las cuatro.
Sintió un malestar profundo. Apenas tuvo tiempo de reaccionar: vomitó con violencia en el suelo.
Entonces sonó el teléfono. Los pitidos retumbaban por toda la casa.
En lugar de contestar, fue al cuarto de baño a lavarse. El mareo hacía que le temblaran las piernas. Había matado a las tres, una tras otra. Ahora sólo quedaba ella.
Volvió a sonar el teléfono. Bajó la escalera dando tropezones.
Era Johan.
—Hola, soy yo. He terminado antes. Voy a salir ahora.
Emma no podía articular las palabras.
—¿Qué pasa? ¿Te ocurre algo?
Se dejó caer en el suelo con el auricular pegado a la mejilla. Susurró las palabras.
—He descubierto la relación que hay entre las víctimas. Las tres iban a la misma clase en sexto. A mi clase… Éramos un grupo de chicas que nos burlábamos de un chico que iba a una clase paralela. Tiene que ser el asesino. Una vez le metimos los calzoncillos en la boca. Exactamente lo que ha hecho con ellas. Las ha asesinado a todas menos a mí. ¿Entiendes? Soy la siguiente. Imagínate si está aquí. Tal vez esté demasiado alterada, pero me ha seguido un coche durante el último trecho hasta aquí, hasta la casa. Después, ha dado la vuelta. Lo conducía un hombre.
—¿Qué coche era?
—Un Saab viejo. Creo que era rojo y…
No alcanzó a decir más. La línea se cortó.
L
a ducha había empezado a lanzar chorros de agua fría sobre su cabeza enjabonada, cuando sonó el móvil. Knutas se había tomado un respiro para ir a casa a comer. Se dio una ducha de agua fría, para ver si se le aclaraban las ideas. Oyó que contestaba su esposa.
No pasaron más de veinte segundos cuando comenzó a aporrear la puerta del cuarto de baño.
—¡Anders, Anders, sal! Tienes que ponerte al teléfono. ¡Es urgente!
Cerró el grifo, abrió la puerta y empuñó el auricular. Su mujer echó mano a una toalla de baño y le ayudó a secarse, mientras él escuchaba. La voz que sonaba al otro lado estaba muy alterada.
—Soy Johan Berg de
Noticias Regionales
. Envía coches y gente a la isla de Farö. ¡Enseguida! Emma Winarve se encuentra allí sola en la casa de sus padres, y cree que el asesino va tras de ella. Piensa que está allí en estos momentos. Ha encontrado la relación. Todas las víctimas iban a la misma clase en sexto y eran un grupo que se burlaba de un chico de otra clase. Las ha matado a todas excepto a ella.
—¿Qué demonios me estás diciendo?
—Emma está segura de que el chico del que se reían es el asesino. Ellas le metieron los calzoncillos en la boca una vez.
—¿Cómo se llama?
—No lo sé. No ha tenido tiempo de decírmelo. La conversación se ha cortado. Pero cree que el tipo está allí ahora. Un coche la siguió hasta la casa. Luego desapareció. Era un viejo Saab. Rojo. Tenéis que ir allí. Yo ya estoy en camino.
—¿Dónde, en Farö?
Johan leyó en voz alta la descripción del camino que Emma le había hecho.
—Hay que cruzar Ekeviken y pasar el indicador de Skär. Luego se llega a un kiosco de helados que está cerrado. Tuerce a la izquierda y entra en un camino a través del bosque que va hasta el mar. Conduce hasta el final del camino. Allí está la casa.
—Espéranos —le dijo Knutas tranquilo—. No te adelantes.
—¡Una mierda! Ocúpate de llegar allí y rápido.
Johan colgó el teléfono y Knutas marcó el número del oficial de guardia.
—Envía tres coches patrulla a Farö. ¡Ahora mismo! El asesino de las mujeres al que andamos buscando es probable que se encuentre allí. Ordena a la policía local de Farö que se dirija a Norsta Auren. Que vayan todos armados y con los chalecos antibala. El sospechoso parece que viaja en un Saab rojo de modelo antiguo. Diles que ahora se pongan en marcha, ya daré más instrucciones luego. Bloquea el transbordador, al menos el que sale de Farö, hasta que lleguemos nosotros. Nadie puede salir de la isla. ¿Comprendido? Yo llamaré a Jacobsson, localiza a Wittberg y a Norrby. Diles que se pongan en contacto conmigo. Tienen que dirigirse también a Farö. Además, alguien tiene que localizar a Olle Winarve. Pedidle que se ponga en contacto conmigo.
Knutas cortó la comunicación y marcó el número del móvil de Karin.
—Soy Anders. ¿Dónde estás?
—Haciendo la compra en Hemköp.
—Déjalo todo y sal a toda prisa. Espérame en la calle Norra Hansegatan, en el lado de la comisaría. Paso a buscarte.
—¿Qué pasa?
—Luego te lo contaré.
Se puso los calzoncillos y los pantalones. Su mujer no preguntó; se limitó a alcanzarle el chaleco antibalas y el arma reglamentaria. Él no tuvo que explicarle nada, y se lo agradecía.
Un minuto después se encontraba en el coche policial con las luces azules y las sirenas ululando; y con champú en el pelo.
S
e lavó las manos minuciosamente. Frotando con el jabón una y otra vez. Quería sentirse totalmente limpio cuando llegara el momento. Se había dado una ducha larga y cálida, lavado la cabeza y afeitado. Hizo un derroche de agua caliente, algo en lo que sus padres siempre habían economizado. Después sacó la camisa, los pantalones y la corbata, y se vistió con esmero
.
La corbata se la había regalado su madre las Navidades pasadas. Ahora le venía bien. Estaba solo en casa. Su padre había salido de pesca con el vecino. Su madre estaba haciendo la compra, pero volvería enseguida
.
Oyó rechinar la grava cuando el coche entró en el patio. Estaba absolutamente tranquilo. Lo había preparado muy bien. Todo lo que necesitaba estaba en el granero. Limpio y arreglado
.
Se contempló en el espejo, y se sintió satisfecho con lo que vio. «Un hombre en sus mejores años, que por fin se va a poner al frente de su propia vida», pensó antes de cerrar la puerta del cuarto de baño y bajar la escalera para encontrarse con su madre
.
Ella iba cargada de bolsas
.
—
¿Por qué no has venido a ayudarme? —le espetó en tono de reproche—. ¿No me has oído llegar? Podías imaginarte que tenía muchas cosas que descargar
.
Ni siquiera lo miraba mientras le hablaba. Tampoco advirtió que se había arreglado. No hizo más que quitarse los zapatos, dejar su abrigo viejo y feo en un colgador de la entrada y empezar a meter las bolsas. Como siempre, aquel tono de reproche con voz de mártir, cargado de autocompasión. Se quedó inmóvil mirándola fijamente en silencio. Siempre la decepcionaba. Nunca fue de otra manera. Sus esperanzas no se correspondían con la realidad. Siempre exigía algo más de él. Algo excepcional. Nunca tuvo la sensación de que su madre estuviera del todo satisfecha con algo que hubiera hecho. En cambio, favoreció a su hermana. Su hermana menor, a quien le iba tan bien. Que nunca discutía, nunca creaba ningún problema, que era aplicada en la escuela, tenía muchas amigas y jamás se quejaba ni protestaba. Durante años y años anheló un cálido abrazo, un amor sin exigencias, una madre que no esperase nada, que sólo estuviese allí. No lo consiguió. En vez de eso, lo había excluido, y constantemente estuvo buscándole fallos. Se esforzó, vaya si se esforzó, pero nunca era lo bastante bueno. Su madre no supo que había sido atormentado y humillado. Se lo tuvo que tragar todo él solo, vergüenza incluida. Nunca sintió que pudiese contárselo
.
Sus propios fracasos se los había achacado a él. Por su culpa, no pudo ver realizado su sueño: estudiar enfermería
.
Él tenía que sufrir porque su madre estaba insatisfecha con su vida. Porque no obtenía un buen trabajo. Porque no quería a su marido. Se había convertido en una mujer amargada, arrugada, que sólo sentía compasión de sí misma
.
¿De qué se había responsabilizado su madre? ¿De su propia vida? ¿De la de sus hijos? ¿De él?
Sintió tal oleada de odio que le impedía pensar, mientras ella, rezongando, iba sacando las cosas
.
Qué persona más deplorable. Ya no podía esperar más. En tres zancadas llegó donde ella estaba y la agarró por detrás
.
—
¿Qué haces? —gritó, mientras la tenía bien sujeta
.
Sacó un trozo de cuerda que se había guardado en el bolsillo y le ató las manos atrás. Luego, la empujó hasta la entrada, abrió la puerta con el codo y la arrastró a través del patio hasta el granero. Ella gritaba y pataleaba. Le mordió la mano con tal fuerza que empezó a sangrar. El dolor no le hizo perder la calma. No dijo nada. Ahora tenía la sartén por el mango. La sujetó con más fuerza aún, mientras asía la gruesa soga que había dejado preparada aquella mañana. Ya tenía preparado el lazo y la soga amarrada a una de las vigas del techo. Le sujetó bien las muñecas y la obligó a abrir los dedos y acercarse a la silla, antes de empujarla para que se subiera a ella. El subió por una escalera que había al lado y la obligó a tocar la viga y la soga con el nudo y todo
.
Cuando tuvo todo listo, vio que lo miraba con expresión de asombro. Se había callado; le temblaba el labio inferior. «Qué fea es», constató con frialdad. Comprobó el lazo por última vez
.
Se colocó frente a ella y la miró a su vez, con una mirada llena de odio. Sintió una paz interior que no había sentido nunca. Una tranquilidad absoluta que lo llenó como si fuera leche caliente
.
Sin dudarlo, dio una patada a la silla
.
E
l auricular no funcionaba.
¿Por qué se había cortado la línea? Ya había ocurrido otras veces que el teléfono dejara de funcionar cuando había tormenta. ¿O quizá habían cortado el cable? El pensamiento aterró a Emma. Tenía que usar el teléfono móvil. Estaba en la cocina. Corrió hasta allí y marcó el número de Johan. No logró comunicar con él. Ah, sí, la cobertura allí era muy mala. Mierda. ¿Y si el asesino andaba cerca? No podía haber entrado en la casa, lo habría oído. Johan tardaría una hora larga en llegar. Quizá hora y media.
Recordó que había dejado abierta una ventana en el dormitorio, y subió corriendo para cerrarla. Cuando se puso de puntillas para empuñar el pasador de la ventana, lo vio. Estaba al otro lado del muro, justo al lado del jardín. Supo que era él, aun sin reconocerlo. La miró. Alcanzó a ver que vestía ropa oscura, antes de esconderse detrás de las cortinas.
No tendría ninguna posibilidad de defenderse contra él. Salió a toda prisa del dormitorio y buscó algo que pudiera servirle de arma.
«Johan habrá llamado a la policía —pensó—. Tengo que arreglármelas hasta que lleguen. Pero ¿cómo demonios lo hago?».
Estaría tratando de entrar, ahora que la había visto. Donde más posibilidades tenía de encontrar un arma era en la cocina. Allí, al menos, había cuchillos. Cuando tomó la decisión de atreverse a bajar la escalera, oyó que se abría la puerta de la calle.
Cayó en la cuenta de que no la había cerrado. ¿Cómo podía habérsele olvidado eso? Se maldijo a sí misma.
Se fijó en el bate de béisbol de su hermana, apoyado contra la pared en uno de los rincones de la habitación. Julia había llegado a casa con él, después de un año en Estados Unidos, con ocasión de un intercambio. No lo habían usado nunca, pero ahora podía ser de utilidad.
T
ingstäde, Lärbro y luego, a toda velocidad, hacia el estrecho de Fårösund. Knutas volvió a consultar el reloj del salpicadero. Los minutos volaban. Había hablado con los dos policías locales de Fårösund, él opinaba que actuaron con excesiva lentitud, pero ya se encontraban en el cruce de Sudersand y acababan de tomar el desvío hacia Ekeviken y Skär. La lluvia, que caía como una cortina delante del coche y dificultaba la visibilidad, no contribuía a hacer el trayecto más fácil. Eran las seis y cuarto de la tarde, y por suerte el tráfico no era intenso. Karin iba sentada a su lado con el móvil pegado al oído, ocupada en informar a Kihlgård.
Intentó en repetidas ocasiones ponerse en contacto con Emma a través de su teléfono móvil. Una obstinada voz metálica repetía que el número marcado no estaba disponible en aquellos momentos y que lo intentara pasados unos minutos. El teléfono de la casa no daba ni señal de llamada.
Knutas conducía deprisa, concentrado en la carretera principal que conducía hacia Fårösund. Tenían que llegar donde estaba Emma Winarve a tiempo. Pisó el acelerador a fondo mirando fijamente a la carretera a través de la cortina de agua que caía sobre el parabrisas. Trazaba las curvas lo mejor que podía.
Karin acabó la conversación.
—Kihlgård está de camino con algunos de su grupo. Viene detrás de nosotros. ¡Joder! —exclamó mirándolo.
—¿Cuántos nos dirigimos hacia la casa?
—Pues los dos policías locales, que pronto estarán allí, nosotros y tres coches patrulla más. En total seremos diez. Todos con chaleco antibalas, menos yo.
—Tú te quedarás fuera vigilando —dijo Knutas—. Lo esencial es que no llegue antes que nosotros. Pero vamos a necesitar refuerzos, puede que tengamos que acordonar la zona. Llama y pide más coches, diles que traigan también los perros. Además, tenemos a ese periodista loco de la tele que está de camino él solo. He intentado disuadirle, y ahora tampoco contesta al móvil. Ojalá no complique las cosas.