El comisario suspiró.
—Espero que al menos me avises la próxima vez que pienses dar a conocer datos sensibles y secretos. Prefiero evitarme un infarto.
—De acuerdo, lo haré. Espero que comprendas mi forma de ver las cosas.
—Ah, tendré que aceptarlo, pero no me pidas que comprenda cómo pensáis los periodistas —finalizó Knutas, y colgó el auricular.
Y
a eran más de las ocho de la tarde, y hasta ese momento no se había dado cuenta de lo cansado que estaba. Se repantigó en la silla. ¿Quién demonios sería el que pasaba información? Confiaba en sus colaboradores. Ya no sabía ni qué pensar. Aun así, opinaba que era como Johan le había dicho, que no se trataba de nadie del grupo que dirigía la búsqueda.
Aunque aquel periodista ya le había cabreado varias veces en el transcurso de aquella investigación, tenía la sensación de que el tal Johan Berg era serio. No como ciertos periodistas, que no entendían lo que se les decía y seguían preguntando machaconamente sobre cosas de las que ya había insistido que no podía hablar. La razón de su enojo con Johan no era por su forma de actuar, sino por lo bien informado que estaba. Reconoció a regañadientes que podía comprender cómo pensaba Johan. Pero ¿cómo sabía tanto? Por supuesto que Knutas sabía de sobra con qué facilidad se propagaban las noticias. Habría que hacer algo. ¿Sería a través de la emisora de radio de la policía? Tendrían que controlar cuánto se decía y qué se decía. La policía de Gotland carecía de experiencia a la hora de afrontar semejante alud de periodistas.
Llamaron a la puerta. Se asomó Karin.
—Está aquí Malin Backman, una de las amigas de Frida Lindh.
—Voy —Knutas se incorporó.
M
alin Backman era la única de las amigas con la que aún no había hablado. Se trataba de una de las que vivía en la calle Tjelvarvägen, con la que Wittberg y Norrby habían hablado la noche anterior, aunque eso fue antes de que supieran que Frida Lindh había sido asesinada. Ahora la situación era otra muy distinta, y Knutas quiso entrevistar personalmente a las amigas de Frida. Además, Malin Backman era compañera de trabajo de la víctima. Los interrogatorios a que sometió por la mañana a las otras amigas no aportaron nada nuevo.
Karin Jacobsson estuvo presente en el interrogatorio. Se sentaron en la sala de reuniones.
—Siéntate —dijo Knutas.
Malin tomó asiento en la silla de enfrente.
—Siento haber llegado tarde. Mi marido ha estado de viaje y no ha llegado a casa hasta esta tarde. No tengo a nadie con quien dejar a los niños.
Knutas interrumpió su explicación con un gesto.
—No tiene importancia. Agradecemos que hayas podido venir. ¿Cómo conociste a Frida Lindh?
—Trabajábamos juntas en el mismo salón de peluquería.
—¿Desde cuándo la conocías?
—Desde que empezó a trabajar allí. ¿Cuánto puede hacer? Medio año, creo yo. Sí, porque empezó después de Navidad. A principios de enero.
—¿La conocías bien?
—Bastante bien. Nos veíamos cada día en el trabajo y, además, salíamos juntas a veces.
—¿Le notaste algo raro últimamente?
—No. Estaba como siempre. Alegre y animada.
—¿No comentó que le hubiese pasado nada especial? ¿Algún cliente que se hubiera mostrado desagradable?
—No, no creo.
—¿Sabes si alguien se había comportado de forma extraña con ella o la había amenazado?
—No; los clientes son normalmente agradables. Conocemos a la mayoría.
—Pero supongo que a veces entrarán clientes totalmente desconocidos, ¿no? —terció Karin.
—Sí, claro. Trabajamos también sin cita previa. Los sábados.
—¿Recuerdas a algunos de los clientes del sábado?
—No. Tuve el día libre.
—¿Quiénes estuvieron trabajando?
—Frida y la dueña del salón, Britt. Los sábados sólo trabajamos dos.
—¿Hasta qué hora está abierto el local?
—Hasta las tres. Los sábados, quiero decir. Si no, cerramos a las seis. Los domingos está cerrado.
—Quiero que seas totalmente sincera conmigo. ¿Sabes si Frida tenía alguna aventura amorosa? ¿Se veía con alguien?
—No, no la tenía. Me lo habría contado. No creo que fuese capaz de hacer una cosa así.
—¿Cómo era Frida en el trabajo?
—Era una excelente peluquera. Y los clientes la apreciaban mucho. Era muy simpática, alegre y comunicativa.
—¿Crees que puede haber coqueteado con algún cliente?
—Eso no lo sé. Es verdad que hablaba y se reía mucho. Eso puede malinterpretarse, claro está.
—¿Puedes contarme qué pasó la noche que fuisteis a Munkkällare?
—Cenamos en el restaurante. Después nos sentamos en el bar del vinilo. Estaba lleno de gente y nos lo pasamos muy bien. Frida encontró a un hombre con el que estuvo hablando bastante tiempo.
—¿Os lo presentó?
—No; estuvieron sentados en la barra todo el rato.
—¿Qué aspecto tenía?
—El pelo rubio ceniza; alto, parecía físicamente en forma; barba incipiente, y los ojos oscuros, creo.
—¿Cómo vestía?
—Llevaba un jersey de cuello alto y vaqueros. Era ropa buena, elegante en cualquier caso, quiero decir —respondió dubitativa.
—¿Cuánto tiempo estuvieron hablando?
—Un hora probablemente. Frida volvió a la mesa después y nos dijo que el desconocido ya se marchaba.
—¿Os contó algo de él?
—Que era de Estocolmo, que iba a comprar un restaurante en Visby con su padre. Al parecer, tienen algunos bares en Estocolmo.
—¿Os dijo cómo se llamaba?
—Sí; Henrik.
—¿No dijo el apellido?
—No.
—¿Se alojaba aquí, en Gotland?
—Eso no lo sé.
—¿Cuánto tiempo iba a quedarse?
—Tampoco lo sé.
—¿Te dio la impresión de que conocía a gente en Munken?
—No lo creo. No vi que hablara con nadie más que con Frida.
—¿Tú no lo conocías de nada?
—No.
—¿Qué más contó Frida de él?
—Que le había parecido guapo. Le pidió su número de teléfono, pero ella no se lo dio.
—¿Cuándo salió de Munken?
—Debió de ser entonces, cuando Frida volvió a nuestra mesa. Nosotras nos quedamos una media hora más. Hasta que cerraron.
—¿Te fijaste en qué momento salió?
—No. Frida dijo que estaba a punto de marcharse…
—¿Cómo estaba Frida cuando os separasteis?
—Como siempre. Nos despedimos y se fue en bici hacia su casa.
—¿Estaba borracha?
—No mucho. Bueno, todas estábamos algo bebidas.
Karin decidió cambiar de tema.
—¿Qué tal se llevaba Frida con su marido?
—Bastante bien, creo. Nunca la oí hablar de ningún problema serio. Ninguna relación es perfecta. Estaban muy liados con los niños, eso desde luego.
—Sólo una pregunta más. ¿Tienes alguna idea de si alguien podía querer hacerle daño?
—No. Ni idea.
E
l segundo asesinato ocupó la primera página de todos los periódicos. El hecho de que las víctimas hubieran aparecido con las bragas metidas en la boca contribuyó evidentemente a que el crimen fuera aún más impactante. Después de que
Rapport
, el programa televisivo del domingo por la noche, diera a conocer los nuevos datos, el resto de los medios de comunicación se enganchó al carro. Ni que decir tiene que las teorías acerca de un asesino en serie afloraron inmediatamente. Fue la noticia de portada de todos los diarios el lunes por la mañana. La cara de Frida Lindh aparecía en la primera página con titulares que clamaban: «Asesino en serie aterroriza Gotland», «Un asesino misógino suelto en el paraíso de las vacaciones», «Muerte en el vergel veraniego».
Los programas de noticias de TV abrieron sus emisiones con la noticia. La publicación del asunto de las bragas estuvo precedida de una reunión de los directores de informativos de TV. Todos estuvieron de acuerdo en que facilitar el dato era importante. Si se sopesaba el malestar de los allegados frente al interés general, la balanza se inclinaba del lado de la gente, que tenía derecho a estar informada. En las tertulias matinales de televisión se hablaba del tema con criminólogos, psicólogos y representantes de las asociaciones de mujeres.
La radio repetía la noticia un informativo tras otro.
En Gotland, los asesinatos eran el tema de conversación que estaba en boca de todos. Se hablaba de ello en el trabajo, en los autobuses, las tiendas, los cafés y los restaurantes. El miedo al asesino había traspasado las paredes de los hogares. Muchos habían tenido ocasión de conocer a Frida Lindh. Una mujer tan guapa y tan alegre… Madre de tres niños. ¿Quién pudo hacerle algo así? Los asesinatos eran raros en Gotland, y los asesinatos en serie, algo que sólo leían en los periódicos.
J
ohan y Emma eligieron un restaurante italiano un poco apartado, un trecho más abajo en una callejuela que nacía en la plaza Stora Torget.
En aquellos momentos, antes de que la temporada turística comenzara en serio, estaba medio vacío. Se sentaron en una mesa al fondo del local. Emma se sentía culpable, aun cuando no había pasado nada entre ellos. No informó a Olle de que iba a comer con Johan. Mintió y le dijo que iba a ver a una amiga. La mentira le hacía consciente de su culpa, porque siempre fue sincera con Olle.
Un poco antes del encuentro estuvo a punto de llamar a Johan y suspender la cita. Aun siendo consciente de que estaba a punto de meterse en aguas procelosas, no fue capaz de hacerlo. Su interés por Johan pudo más.
Cuando le permitió retirarle la silla, ya se sintió perdida.
Pidieron un plato de pasta cada uno. El camarero les sirvió la bebida. Vino blanco y agua.
«Un vaso de vino me vendrá bien», pensó Emma, nerviosa, mientras encendía un cigarrillo y lo observaba por encima de la mesa.
—Me alegro de volver a verte —dijo Johan.
—¿Sí?
No pudo contener la sonrisa.
Él se la devolvió. Se le marcaron los hoyuelos de la risa. Increíblemente atractivos. Los ojos castaños de Johan la dejaban paralizada. Intentaba no mirarlo demasiado.
—Si te parece, no hablamos de los asesinatos. Al menos, por un rato. Quiero saber más de ti —pidió el periodista.
—De acuerdo.
Hablaron de ellos. Le hizo muchas preguntas, tanto acerca de ella como de sus hijos. A Emma le pareció que estaba realmente interesado.
Ella le preguntó sobre su trabajo. Por qué se hizo periodista.
—Cuando estudiaba en el instituto, normalmente estaba cabreado por todo —respondió—. Sobre todo, por las injusticias sociales. Las tenía muy cerca, en la barriada donde crecí, sin ir más lejos. El tren atravesaba la zona y la dividía en dos partes. A un lado estaba la zona de chalés para la gente de pasta. Al otro no había más que bloques de casas, con las fachadas llenas de pintadas y los cristales de las ventanas del sótano rotos. Allí vivían sobre todo drogadictos y parados. Eran como dos mundos separados, una locura en realidad. En el último ciclo de la escuela básica nos juntábamos los jóvenes de toda la barriada en la misma escuela, y aquello me hizo ver las cosas.
—¿Qué pasó entonces?
—Tuve compañeros que venían de la zona de los bloques de viviendas. Y comprendí que no todos teníamos las mismas oportunidades. Unos cuantos empezamos a hacer un periódico en la escuela, en el que escribíamos artículos sobre las injusticias. Así fue como empezó. Con pasión e idealismo, y ya me ves ahora: un triste reportero de sucesos —dijo sonriente al tiempo que meneaba la cabeza—. Cuando empecé la carrera de periodismo, quería ser periodista de prensa escrita, me imagino que como la mayoría. Pero me asignaron unas prácticas en TV y ahí sigo. Y tú, ¿por qué te hiciste maestra?
—Yo no sentí el mismo entusiasmo que tú, por desgracia. Fue lo de siempre. Mis padres eran maestros. Seguramente lo hice por agradarles. A mí la escuela siempre me ha gustado. Y, además, me encantan los niños —añadió, y el recuerdo de sus hijos acudió a su mente como una acusación por estar donde no debiera haber estado de ninguna manera.
Johan notó que se le ensombrecía el rostro y cambió enseguida de tema:
—¿Qué piensas del último asesinato?
—Es una locura total. ¿Cómo puede ocurrir aquí una cosa así? En la pequeña isla de Gotland. No entiendo nada. Primero Helena, y ahora esto…
—¿Conocías a Frida Lindh?
—No. Sólo llevaba un año viviendo aquí, ¿no? Aunque me parece que su cara me suena.
—Trabajaba en una peluquería en Östercentrum. Puede que la hayas visto allí.
—En eso tienes razón. He ido a ese salón un par de veces, a cortar el pelo a los niños.
—¿Sabes si Helena y ella se conocían?
—Ni idea. Me pregunto si es una casualidad que justo ellas dos hayan sido asesinadas o si hay alguna relación. He pensado mucho en Helena. Le he dado vueltas a todo, tratando de comprender qué puede haber detrás. Quién puede haberlo hecho. Estuve en Estocolmo en el entierro y allí me encontré con un montón de personas que conocían a Helena. Sus padres, sus hermanos y sus amigos. Los padres de Per, por supuesto, estaban también en la ceremonia. Nadie pensaba, ni por asomo, que él pudiera ser el asesino. Luego nos hemos reunido todos los que estábamos en la fiesta aquella tarde en casa de Helena y Per. No se nos ocurre ninguna explicación. Yo he pensado mucho en ello. Me pregunto si habría conocido a algún hombre nuevo del que nadie sabe nada. Alguien con quien hubiera iniciado una relación, que después resultara que estaba loco y… —susurró mientras picoteaba con el tenedor entre los restos de comida que quedaban en su plato—. Tal vez intentó romper la relación, porque se diera cuenta de que amaba a Per, y entonces al otro le dio un ataque de celos
—Sí —asintió Johan—. Por supuesto, es una posibilidad. ¿Sabes si le era infiel a Per?
—Sí, lo fue. Al menos una vez, hace varios años. Conoció a alguien en una fiesta, y acabaron en la cama. Estuvieron liados unas semanas. Entonces tenía dudas respecto a lo suyo con Per. Ya no sabía lo que sentía. Le parecía que lo suyo con Per se había convertido en algo rutinario. Estuvo totalmente colada por ese otro. No hacía más que hablar de él, decía que era como una droga a la que se había enganchado. Llegó incluso a faltar al trabajo alguna vez para encontrarse con él. No era propio de ella.
—¿Cómo se llamaba?
—No lo sé. No quería decirlo. A mí me parecía ridículo. No quería decir nada de quién era, ni a qué se dedicaba, dónde vivía…