Nacida bajo el signo del Toro (5 page)

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Authors: Florencia Bonelli

BOOK: Nacida bajo el signo del Toro
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—Odio el colegio nuevo. Extraño el Saint Mary.

—Lo odiás porque buscás en tu colegio nuevo al Saint Mary. Tratá de verlo como lo que es: un colegio público que da una oportunidad a un montón de chicos que, como vos, no tienen plata para pagar uno privado. Pero así y todo, público, viejo y feo, tu colegio te enseña, te prepara, te hace más culta. Ser culta, querida Cami, es muy importante.

—También odio este barrio y mi nueva casa. Es tan chica.

—Pensá que, si no hubieses venido a vivir acá, no nos habríamos conocido.

La declaración la dejó muda, y se quedó mirando a Alicia directo a los ojos. La astróloga sonrió con un gesto de paciencia y de comprensión.

—Ya ves, querida Cami, todo ocurre por una razón. De la mano de alguien tenías que comenzar tu proceso de muerte para renacer.

También le refirió a Alicia sus sentimientos por Sebastián Gálvez. Lo único que sabía de él era que había nacido a principios de agosto.

—Por lo que me contás, es un leonino de pies a cabeza. Orgulloso, vanidoso y egocéntrico. Un poco holgazán, por eso te pide a vos que le traduzcas la canción.

—Ayer me pidió que le pasara al Word un trabajo de Geografía.

—¿Accediste? —Camila se sonrojó y asintió—. Está bien, no te avergüences, lo hiciste de corazón, lo sé. Así te lo marca tu Luna en Virgo: sirvo a los demás para que me quieran. De igual modo te aseguro que tu Plutón en la Casa I no te permitirá ser sumisa por mucho tiempo. Algún día explotarás con ese chico y lo pondrás en su lugar. Tu Plutón, que es muy fuerte, te lleva a ser dominante, no porque seas autoritaria, sino por tu necesidad imperiosa de ser libre. Creés que si estás al mando, conservás la libertad. Lo más aconsejable es buscar un compañero que te genere confianza y que te dé paz, uno con quien te sientas en igualdad de condiciones. Alguien al cual no veas como una amenaza.

Por la noche, antes de dormirse, mientras escuchaba música con los auriculares para no oír las discusiones de sus padres, Camila meditaba las palabras de Alicia Buitrago. Algunas las entendía; otras le resultaban ajenas y difíciles de asimilar. Como fuera, intuía que había emprendido un camino plagado de misterios y de verdades ocultas que anhelaba desentrañar.

 

♦♦♦

 

Ese día sucedieron cosas extrañas. En primer lugar, cuando la profesora de Geografía les ordenó que formasen parejas para emprender un trabajo de investigación acerca de cualquier tema de la actualidad, Karen se dio vuelta y le preguntó a Benigno:
—¿Lo hacemos juntos, Beni?

El chico accedió con un asentimiento. Camila se quedó mirando la nuca de su compañera. Karen siempre formaba pareja con Lautaro Gómez. ¿Se habrían peleado? El asombro de Camila no tuvo tiempo de ceder: Gómez se giró, la hipnotizó con una de sus miradas perturbadoras y le preguntó:
—¿Querés hacer el trabajo conmigo?

¿Quién se habría negado a esa voz de mando y a esa mirada siniestra? Si bien se lo había preguntado, a Camila le sonó como una orden. Asintió. Gómez se volvió sin decir palabra y fijó la atención en la profesora, que daba las directivas para el trabajo, consistente en una exposición oral y en la presentación de una monografía.

—¡Ey, princesa! —El llamado de Sebastián Gálvez provocó una reacción en Gómez antes que en ella. Clavó la vista en su rival, y Camila apreció el modo en que se le tensaban las comisuras y se expandían las aletas de su nariz. Lo encontró atractivo. Por primera vez, Lautaro lanzaba un vistazo de odio a Sebastián. En general, cuando el lindo de la división lo hostigaba, Gómez conservaba una actitud flemática.

—¡Ey, princesa! —volvió a llamarla—. ¡Este trabajo de Geografía lo hacés conmigo!

—¡Gálvez! —lo amonestó la profesora—. Deje de gritar como si estuviese en la cancha.

—Profe, no te enojes. Estoy diciéndole a Camila, la mejor alumna de la división, que será mi compañera de grupo. Eso debería alegrarte, profe.

—Camila está conmigo. —El sonido infrecuente de la voz de Lautaro acalló el murmullo permanente del aula; aun sorprendió a la docente.

Camila experimentó, al mismo tiempo, una constricción en la garganta y el salto de su corazón. Incapaz de desviar la vista del perfil de Gómez, advirtió detalles que nunca había observado, como que el labio inferior era grueso y el superior, muy delgado, casi inexistente. ¿Cómo sería ser besada por esos labios? El pensamiento la inquietó y se revolvió en la silla.

—Sí, estoy con Gómez —atinó a confirmar, y la decepción que, por un instante, cruzó el rostro perfecto de Sebastián Gálvez le causó satisfacción. Sin duda, acababa de asestarle un revés al ego gigante de ese leonino. Se preguntó si su Luna en Aries –gracias a Alicia, sabía cuál era la Luna de Sebastián, aunque no el Ascendente, por desconocer la hora de su nacimiento–, que le otorgaba una personalidad agresivamente competitiva, lo impulsaría a continuar la pugna. Si esa había sido su intención, la mirada impaciente de la profesora de Geografía lo hizo cambiar de parecer. Se limitó a lanzarle un vistazo reprobatorio, que la sobresaltó.

Camila se hundió en el pupitre. “Nunca más volverá a hablarme”, pronosticó, y se acordó de lo que Alicia le había comentado acerca de la polaridad plutoniana. “Por tener Plutón en la Casa I, tenés polaridad plutoniana, es decir, tenés demasiada energía transpersonal en tu carta. La energía transpersonal es difícil de procesar porque nos resulta ajena, no es inherente a la persona. De ahí que se las llame “transpersonales”. Imaginate cuán difícil es procesar un exceso de este tipo de energía que nos resulta tan extraña. La polaridad plutoniana te lleva a que, por momentos, te sientas invencible y, en otros, pesimista, momentos en los cuales los demás son completamente poderosos y vos, una basurita. Tenés que aprender a morigerar su efecto para no vivir de sobresalto en sobresalto”.

El segundo acontecimiento notable ocurrió durante el primer recreo, mientras buscaba un sitio solitario para escribir su diario. Desde hacía algunos días, motivada por una sugerencia de Alicia, había comenzado a narrar los sucesos de la jornada. “Será una buena manera de liberar un poco de esa energía que tu Luna en Virgo mantiene tan a raya, tan encorsetada. En tu diario, podrás escribir lo que realmente sentís, sin pensar si está bien o mal”, le había explicado su vecina.

Se encerró en un aula que, por tener una fisura en el techo, no se utilizaba. Se acomodó en la parte trasera, en el suelo, detrás de unos pupitres apilados, de modo que nadie la viese. “Estoy furiosa. Mi suerte no puede ser peor. Estoy meada por una manada de dinosaurios. Si Gómez se hubiese demorado dos minutos en pedirme que hiciera el trabajo de Geografía con él, yo ahora lo haría con Sebastián. Suerte perra”. Apoyó la birome sobre su labio inferior y se quedó mirando fijamente. ¿En verdad estaba tan furiosa? Le convenía preparar la exposición y la monografía con Gómez, que era mucho más aplicado, responsable e inteligente que Sebastián, sin contar que trabajaría a la par de ella, cuando el otro, lo mismo que un león, se echaría en un sofá desde donde le impartiría órdenes y aportaría información intrascendente e inadecuada. Sin duda, le convenía Gómez como compañero de estudios; no obstante, la posibilidad de estar cerca de Sebastián, de observarlo sin reprimirse, de concentrarse en sus ojos verdes y vivaces, en sus facciones apolíneas, resultaba compensación suficiente para soslayar lo demás. “¿Por qué Gómez me pidió que fuese su compañera en este trabajo? No está peleado con Karen. Acabo de verlos juntos, ¡riéndose! Eso es raro, ver a Gómez reír. ¿Será que Karen está enamorada de Benigno y por eso quiere hacer el trabajo con él?”.

El chirrido de la puerta la alertó. Permaneció quieta y contuvo la respiración. Se asomó y vio que se trataba de Lucía Bertoni y Bárbara Degèner. ¿Bárbara estaba llorando? Hablaban en susurros y con ademanes que indicaban una conversación agitada. Bárbara giró la cabeza, y Camila confirmó su aprensión: estaba llorando; la máscara para pestañas se había corrido y le marcaba surcos negros en las mejillas. Incluso así, era hermosísima.

Oía retazos del diálogo, palabras sueltas sin sentido. Bárbara lloraba y balbuceaba, y sus palabras asomaban o se ahogaban de acuerdo con el vaivén incansable del murmullo proveniente del patio del colegio. “Me dijo que no… No quiere verme… Sebastián… Boliche… Si no estuviese por… Fui a verlo adonde hace karate”. ¿Karate? Recordó la conversación de dos semanas atrás en el subte. “¡No te puedo creer que te lo encontraste en el club!”, había vociferado Lucía Bertoni en aquella ocasión. “¡Te juro que es verdad!”
.
Le había asegurado Bárbara. “Fui al club y ahí estaba, con un grupo de karate que iba a dar una exhibición.” “¿Y qué tal?”, se había mofado la Bertoni. “Yo no entiendo nada de eso”, confesó Bárbara, “pero me pareció que lo hacía muy bien. Después, cuando terminó la exhibición, me subí al techo del vestuario”. “¡No! ¿Y lo viste desnudo?”. “¡Sí!”, había afirmado Bárbara, alborotada.

¿De quién habían estado hablando en aquel momento? ¿De quién hablaban ahora? Bárbara Degèner seguía llorando, y Camila se preguntó por qué Lucía no la abrazaba y la consolaba. ¿Acaso no percibía la angustia y la desesperación de su amiga?

Durante el resto de la mañana, Camila se mantuvo atenta a Bárbara. La máscara para pestañas había vuelto a su lugar, y los pómulos recobraron la tonalidad saludable gracias al rubor; los labios carnosos y bien delineados resaltaban al brillo del lápiz labial. Sin embargo, el maquillaje no camuflaba su imagen apagada y triste. Sebastián se esmeraba por hacerla sonreír y, aunque bien intencionado, se trataba de un intento torpe que terminaba por fastidiarla. Resultó evidente que no era un buen día para la más linda de la división cuando el profesor de Química la hizo pasar al frente y le puso un uno porque no sabía nada. Durante la lección, en la que Camila percibió como propias la angustia y la humillación de Bárbara, notó los vistazos que le echaba a Lautaro Gómez, como si esperase a que el “bocho” le “soplase” la lección. De un modo instintivo, Camila tuvo la certeza de que Gómez la habría ayudado, algo imposible con el profesor a pocos metros. Finalmente, Bárbara regresó a su pupitre, pálida y llorosa.

El tercer acontecimiento asombroso tuvo lugar en la estación del subte, de regreso a su casa. Descubrió a Bárbara Degèner sola, en el extremo derecho del andén, por donde aparecía el tren. Las dos condiciones la sorprendieron: que estuviese sola (¿dónde estaba Lucía?) y que se hubiese retirado a ese sector tan solitario; daba la impresión de que descendería por las escaleras y echaría a caminar por las vías.

Un presentimiento que, según Linda Goodman, es propio de las mujeres nacidas bajo el signo de Tauro, la impulsó a caminar entre el gentío y aproximarse de manera solapada a su compañera. Bárbara clavaba la mirada en las vías y apretaba los puños a los costados del cuerpo.

Antes de que se oyese el estruendo del tren, se avistaron las luces de los faros en el túnel oscuro. Bárbara giró la cabeza de manera lenta y deliberada, comprobó que se acercaba y volvió la cara al frente. Había una mueca de resolución y valentía en su rostro perfecto. Camila se movió rápidamente y se colocó detrás de ella.

El chirrido de las ruedas de metal sobre las vías ahogaba cualquier sonido. El tren mostraría su trompa en el andén de un momento a otro. Camila se lanzó hacia delante y, sin meditarlo, sujetó a Bárbara por el brazo en el instante en que el primer vagón irrumpía en la estación. Enseguida percibió la resistencia de la chica, que pugnaba por echar el cuerpo hacia delante. Pero ella no era una taurina robusta y bien plantada en vano: apretó la mano en torno al brazo delgado de Bárbara y tiró. La joven cayó hacia atrás, sobre Camila, que, luego de un traspié, ganó equilibrio y conservó la posición.

Las dos muchachas permanecieron quietas y rígidas en tanto el tren ocupaba el andén y los vagones se sucedían uno tras otro. Camila ya no sujetaba a Bárbara, si bien permanecía pegada a sus espaldas. La estación se vació, las puertas se cerraron, luego de pitar la alarma, y el tren partió, ignorante de la tragedia que sacudía la vida de una adolescente de dieciséis años.

Camila obligó a Bárbara a volverse. En el pasado, jamás se habría atrevido a tocarla; en ese momento, si bien lo hacía con delicadeza, empleaba una mano firme y segura. Cayó en la cuenta de que se sentía poderosa y superior, en control de la situación, en especial ante la actitud medrosa de su compañera.

—No quiero ir a mi casa —susurró Bárbara, con voz distorsionada.

Camila percibió la declaración como el traspaso de un peso abrumador. De pronto, se sintió responsable por esa compañera a la que había admirado de lejos. La observó, mientras evaluaba qué hacer. “¡Acabo de salvarle la vida!”, se escandalizó, al darse cuenta de que estaba demorándose en detalles estúpidos, como, por ejemplo, que tenía que ir a su casa a comer y a cambiarse para luego ir a cuidar a Lucito. La inmensidad de lo acontecido chocaba estrepitosamente con la rutina. Ella necesitaba de la rutina, era parte sustancial de su personalidad. “Tu Luna en Virgo”, le había explicado Alicia, “te obliga a seguir pasos para cada cosa, porque el desorden, el caos, son inadmisibles para vos. Poco a poco, tenés que romper esa estructura de pensamiento para evolucionar en tu madurez emocional. No te van a querer menos porque seas un poco alborotada, espontánea y desordenada”. Bárbara Degèner irrumpía en el orden perfecto de su agenda y la dejaba con la mente en blanco.

—Vamos a mi casa —respondió por fin, y se preguntó qué haría con ella una vez terminado el almuerzo.

Viajaron en silencio. Camila le echaba vistazos solapados y se preguntaba si en verdad Bárbara había intentado arrojarse a las vías como Anna Karenina. Tal vez se trataba de su imaginación.

Después de un primer momento de sorpresa, Josefina se mostró amable con la compañera de su hija. Le gustaba que hubiese invitado a una amiga, que volviese a ser “normal”. Vivía reprochándole que no contestase los llamados de Anabela ni los de Emilia, y que hubiese decidido sacarlas de su vida.

Nacho estaba exultante: tener sentada a la mesa a una belleza como Bárbara y obtener su atención era más de lo que un chico de catorce años podía pedir. Camila sintió cariño por él, ya que su buen humor y sus bromas arrancaron sonrisas a Bárbara y suavizaron la situación incómoda.

—Ahora tengo que ir a trabajar —anunció Camila.

—¿Vos trabajás?

—Sí, cuido al hijito de mi vecina.

—¿Todos los días?

—Sí.

—¿Puedo ir con vos?

—Voy a preguntarle a Alicia, mi vecina. No creo que tenga problema de que te quedes conmigo, pero debo preguntarle primero. Esperame acá. Ya vuelvo.

Alicia la escuchó con actitud serena.

—Es mi compañera, la chica de la que te hablé.

—¿Bárbara o Lucía?

—Bárbara.

—Ajá. Vos no la conocés mucho, ¿no? —Camila negó con la cabeza—. Y hoy la invitaste a almorzar.

—Ella me dijo que no quería ir a su casa.

—¿A vos te dijo eso? Me pregunto por qué no se lo diría a Lucía, que es su compinche. —Camila bajó la vista y se refregó las manos—. ¿Qué sucede, Cami? ¿Qué te pasó con esta chica?

—No lo sé. No lo sé con exactitud.

—¿Qué querés decir con eso?

—Yo creo… Me parece que estuvo a punto de tirarse a las vías del subte. —Los ojos se le llenaron de lágrimas. Camila nunca lloraba, era fuerte; sin embargo, expresar un pensamiento que la agobiaba significó un alivio que la hizo llorar.

Alicia le secó las mejillas con las manos y la abrazó.

—Contame qué pasó.

—Yo estaba en el andén del subte y la vi. Sentí una sensación rara. Sentí la necesidad de acercarme. Algo no andaba bien. Estaba sola, en el extremo de la estación, casi parecía que iba a bajar por la escalera y comenzar a caminar por las vías, como hacen los empleados de mantenimiento del subte. —Alicia asintió—. Entonces, me puse detrás de ella y, cuando el subte se aproximaba, la agarré del brazo. Y sentí que ella tiraba hacia delante, como si tuviese intenciones de saltar. Tal vez esté equivocada, no sé. Después se dio vuelta, llorando, y me dijo que no quería ir a su casa.

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