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Authors: Libertad Morán

Tags: #Romantico, Drama

Mujeres estupendas (16 page)

BOOK: Mujeres estupendas
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Desde entonces has sabido que eras lesbiana. Que te gustaban las mujeres. Porque los hombres nunca te habían llamado la atención. Nunca sentiste deseo hacia ninguno por muy guapo, musculoso o encantador que pudiera ser. Las chicas siempre te han parecido mucho más interesantes. Y así ha sido hasta ahora. Hasta que comenzaste a sentir hastío cada vez que conocías a una mujer. Hasta que conociste a David y, por primera vez, encontraste interesante a un hombre.

Y eso te hace estar cada día más confundida. No lo puedes controlar. No puedes controlar lo que sientes. Y tienes miedo de estar equivocándote.

Tú siempre has tenido las cosas claras. Cuando has estado con una mujer has sentido que era lo que realmente te gustaba. Si bien al principio las de tu edad solían ser decepcionantes, cuando estuviste con Sandra o el escaso tiempo que pasaste con Ruth sabías que lo que sentías hacia ellas era real. Disfrutabas de su compañía, de la complicidad, disfrutabas del sexo. Sentías ese cosquilleo en el estomago cada vez que quedabas con ellas, cada vez que sabías que las ibas a volver a ver.

Después de Ruth las cosas cambiaron. No conocías a ninguna chica que te llamara la atención. Saliste con algunas, de acuerdo, y te acostabas con ellas. Aún así ninguna te convencía. Y la última fue Ana. Sentiste cierto cariño por ella. Pero su situación familiar, su carácter y el cacao mental que veías que tenía te hicieron echarte para atrás.

Y ahora, ¿qué? Un hombre. Un hombre que te hace reír, con el que pasas horas hablando. Un hombre en el que piensas demasiadas veces al cabo del día. Que te pone nerviosa con sólo rozarte casualmente. Que te inspira ternura al observar cada uno de sus gestos. Un hombre que te hace querer salir huyendo, abandonar el piso, irte muy lejos de él porque no quieres sucumbir a algo que siempre has visto ajeno a ti…

Unos nudillos golpean en tu puerta sacándote de tu ensimismamiento.

—¿Se puede? —pregunta David al otro lado.

Te quedas petrificada en la silla sin saber qué decir. ¿Qué excusa ponerle para que no pase?

—Sí, claro —dices al fin.

La puerta se abre y aparece David con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Caray, chica! ¡Casi no se te ve el pelo! A este paso sacarás matricula de honor…

Risita nerviosa por toda respuesta es lo único que te sale en este momento.

—¿Cómo lo llevas? —pregunta señalando con la mirada tus apuntes.

—Bien, bien —mientes.

—Oye, que voy a pedir una pizza, ¿te apuntas? Así te tomas un descansito, que te vendrá bien…

Lo miras y miras tus apuntes. Miras tus apuntes y lo miras a él. Tratas de ganar tiempo para elaborar una respuesta que te sirva como excusa. Y no encuentras ninguna.

—No sé… —murmuras.

—Anda, no seas tonta, llevas aquí toda la mañana encerrada, se te van a salir las neuronas por las orejas… —te dice riendo.

—Bueno, vale… —accedes sin mucha convicción —. Tú ve pidiéndola y cuando la traigan salgo, que aún quiero echar un vistazo a unas cosas en Internet…

—¡Aisss! —exclama David meneando la cabeza mientras sale de la habitación—. ¡Tienes media hora! —añade ya desde el pasillo, fuera de tu campo de visión.

Ha dejado la puerta abierta al irse. Piensas en cerrarla pero sigues clavada en la silla. Lo escuchas pedir la pizza. Luego comienza un ir y venir entre el salón y su cuarto. Cada vez que pasa por delante de tu puerta le echas una mirada de reojo pero sigues fingiendo estar muy concentrada. Apenas veinte minutos después suena el timbre del portal. Al oírlo buscas dinero en tu cartera y sales de la habitación. Te encuentras con David junto a la puerta del piso y le tiendes un billete de diez euros.

—¡Bah! No hace falta, Ali, he pillado una oferta —te dice él restándole importancia al asunto.

Tú le metes el billete en el bolsillo de los vaqueros. David intenta protestar pero justo en ese momento suena el timbre del piso. Tú has ido a la cocina a por un cuchillo y servilletas de papel. David paga al repartidor y entra en el salón a la vez que tú con la pizza en una mano y una bolsa con las bebidas. Deja todo sobre la mesita baja y ambos os sentáis en el sofá. Mientras tú cortas la pizza él enciende el televisor. Luego se mete la mano en el bolsillo y saca el billete de diez euros que le has metido en él.

—Esto te lo guardas, guapa —te dice soltándolo encima de la mesa.

—¡Joder, David…! —exclamas sin fuerzas.

Coméis en silencio viendo el telediario. En apenas quince minutos la caja de la pizza se queda vacía. Os recostáis satisfechos sobre el sofá.

—¿Quieres un café? —te pregunta.

—Vale, así no me dormiré encima de los apuntes…

David se levanta y va hasta la cocina. Lo escuchas preparar la cafetera. Y tú te sientes más nerviosa cada vez. Tienes ganas de salir corriendo. De irte muy lejos. O de encerrarte en tu habitación y no salir. Pero sigues sentada en el sofá mirando sin ver realmente las noticias que se suceden en la pantalla del televisor. David regresa con los cafés, sólo para ti, con hielo para él. Le das las gracias y coges el vaso para darle un pequeño sorbo. Pero está ardiendo. Lo vuelves a dejar sobre la mesita. David, a tu lado, se comporta con una naturalidad que contrasta enormemente con tu palpable nerviosismo. Te preguntas si serán ciertas tus sospechas de que le gustas. Ahora mismo no apostarías nada por ellas. Piensas que podrías preguntárselo. Se lo preguntarías con alguna excusa, por saber si es cierto lo que Ruth dice siempre sobre él. Sería fantástico si te dijera que no. Porque eso te eximiría de hacer nada. Si te dijera que no le gustas podrías pasar por alto lo que tú sientes, ponerle freno porque no hay correspondencia. Tú te podrías escudar en que hay gente que te ha comentado que podría estar pasando eso pero no tendrías que hablar de lo que tú sientes. Pero, ¿y si te dice que sí? ¿Le dirías entonces a él lo que te está pasando cuando tú misma no sabes cómo encajarlo? ¿Le contarías que piensas en él a todas horas pero que no estás segura de querer dar un paso más allá de la amistad que os une?

—Oye, David —te oyes decirle con voz queda—. ¿Puedo preguntarte una cosa?

—Sí, claro —te responde él desenvuelto dándole un sorbo a su café.

—Esto… —tu voz es titubeante. Has comenzado a hablar sin pensar y ahora el corazón te late a mil por hora—. ¿Tú… ? Bueno, que… ¿Yo…?

—¿Tú qué? —te pregunta divertido con una sonrisa.

—¿Yo te… gusto? —sueltas al fin.

Ahora es David quien se pone nervioso. Te mira extrañado. El vaso le tiembla en la mano. Lo deja en la mesita. Te mira. Traga saliva.

—¿Por qué me preguntas eso, Ali? —te pregunta sin posar la vista en ti más de un segundo.

—No, si es que… Bueno, he escuchado algunos comentarios y… no sé, quería estar segura…

—¿Querías estar segura de qué? —te pregunta en un tono casi beligerante. Lo notas acorralado. Comienzas a ver claro que tus sospechas eran ciertas.

—De si podía ser verdad… Y si lo es, bueno, no sé… supongo que sabes que puedes decírmelo…

—¿Decirte el qué? ¿Para qué? —David se levanta de golpe del sofá. Tú lo miras desde él sintiéndote cada vez más pequeña, asustada por su reacción.— Creo que nunca he hecho nada que te hiciera pensar algo así, ¿no, Ali? Nunca he intentado nada contigo ni me he propasado ni he hecho esos chistes fáciles que suelen hacer los tíos delante de una lesbiana, ¿verdad?

—Lo sé, David, lo sé —tú también te levantas del sofá para poder mirarlo más directamente a los ojos —. Pero hay veces en las que pienso que tú… que yo te podría gustar y que no me lo dices porque sabes que a mí me gustan las chicas…

—¡Pues claro que no te lo voy a decir! —se descubre—. ¡Sería una pérdida de tiempo! ¿Para qué voy a decirte algo cuando ya sé cuál va a ser tu respuesta?

David se te queda mirando, atrapado en su propia furia y vergüenza. Tú le sostienes la mirada sin saber qué decirle. Porque quizá tú estés más nerviosa que él. Para él es normal que una chica le guste, aunque piense que es imposible. Para ti es nuevo que un chico te atraiga como lo está haciendo él.

—Pero… —comienzas.

—Da igual. Déjalo —te dice él. Luego se da la vuelta y se pierde en el pasillo, dejándote con la palabra en la boca.

Lo sigues. Llegas hasta su habitación justo cuando él está a punto de cerrar la puerta. Plantas la mano en ella. Él se gira, alterado. Tú también lo estás. Alterada, nerviosa, con el corazón desbocado a punto de salírsete por la boca. David te mira incómodo, avergonzado de haber sido descubierto en sus sentimientos.

—¿Qué quieres, Ali? ¿No tienes bastante con esto? ¿No te ha bastado con descubrirme? Mira, no te preocupes, se me pasará. Desde el principio he sabido que todo esto era absurdo. Pero si te resulta muy embarazoso puedo irme del piso si quieres.

—No quiero que te vayas del piso —gimes en un tono lastimero.

La sangre te golpea con fuerza en las sienes. Tienes la boca seca, el estómago del revés y tus rodillas amenazan con fallar en cualquier momento. Te quedas paralizada en el umbral de la puerta, mirando a David sin ser capaz de decir nada.

—Entonces, ¿qué es lo que quieres? —pregunta él penosamente.

Te acercas a él en un rápido movimiento, sabiendo que si te lo piensas más no lo harás. Lo besas en los labios. Un beso breve y torpe, como si fuera el primero que das en tu vida. Pero David te frena. Te coge por los hombros y te separa de él para poder mirarte.

—¿Por qué has hecho eso, Ali? —te pregunta a medio camino entre el desconcierto y la consternación.

—Porque quiero hacerlo —le dices—. Porque llevo mucho queriendo hacerlo sin atreverme. Porque no sabía lo que me estaba pasando. Porque…

Las lágrimas afloran a tus ojos. Tu barbilla tiembla. La expresión de David se enternece. Te rodea con los brazos y te atrae hacia su pecho. Escondes la cara en su camiseta, mojándola con esas lágrimas que ya han comenzado a salir. Escuchas los latidos de su corazón tan acelerados como los tuyos. Os sentáis en el borde de la cama, todavía abrazados. Poco a poco te vas separando de él aunque no estás segura de ser capaz de enfrentarte a sus ojos en este momento. Pero una tierna sonrisa te recibe cuando lo miras. Tú también esbozas una sonrisa. Le das otro breve beso y vuelves a mirarlo. Acercas la mano a su mejilla y lo acaricias. Paseas tus dedos por su cara, por sus labios, por la línea de su mandíbula como si de repente fueras ciega y tuvieras que aprehender sus facciones a través del tacto. Notas la aspereza de una barba incipiente, el saliente de su nuez en medio de la garganta, todas esas cosas a las que no estás acostumbrada y que ahora asimilas con el entusiasmo de una niña descubriendo el mundo que la rodea.

Volvéis a besaros, esta vez con ansia. Abrís la boca para que vuestras lenguas se encuentren. Jugáis con ellas. Notas cómo esa barba incipiente que también rodea sus labios te irrita la piel. Pero no te importa. Continuáis besándoos durante largo rato, recostándoos sobre la cama. Os acariciáis por encima de la ropa. Pasas la mano por su pecho, plano y duro, y la vas bajando hasta su vientre, deslizándola por debajo de su camiseta. Notas el vello rizado y suave que cubre su torso. Enredas tus dedos en él. Poco a poco una gran excitación te sube desde la boca del estómago. Sabes que como sigas no podrás parar. Pero ahora ni siquiera puedes plantearte parar. Quieres seguir, hasta el final, despejar la incógnita, convencerte de si es esto lo que quieres.

Le quitas la camiseta a David. Él parece tan sorprendido ante tu repentina impaciencia que no acaba de reaccionar ante tus avances. No se atreve a desnudarte. Ni siquiera a deslizar las manos bajo tu ropa. Te quitas la camiseta tú misma descubriéndole que no llevas sujetador. Tu piel se pega a la suya y un escalofrío de placer te recorre por entero. David reacciona al fin. Te besa por el cuello y baja hasta tus pechos, lamiéndolos y mordisqueándolos. Tus manos se posan sobre los botones de sus vaqueros. Tiras de ellos nerviosa, desabrochándolos a tirones. Él se los quita. Tú te quitas los tuyos. Volvéis a besaros, vuestras manos se multiplican sobre vuestra piel, acariciando, agarrando, arañando. Notas su erección presionando sobre tu pelvis. Una mezcla de excitación y miedo te domina. David mete una mano bajo tus bragas, sientes cómo sus dedos resbalan sobre tu sexo. Cierras los ojos y emites un leve gemido. David se incorpora un poco para quitarte las bragas. Te besa en el vientre, en el pubis, por el interior de los muslos hasta hundirse finalmente en ti. Adelantas las caderas para sentirlo mejor. Hundes tus dedos en su cabello. Lo agarras y tiras de él hacia tu boca. Vuelves a besarlo y te pones sobre él. Sientes de nuevo su erección entre tus piernas. Le quitas el
slip.
Su pene queda al descubierto. Lo miras. Lo acaricias sin atreverte a nada más. Miras a David. Él te devuelve la mirada con la respiración entrecortada. Parece comprender y se gira hacia la mesilla de noche. Abre un cajón y de él saca un preservativo. Lo abre con prisas y se lo coloca. Te besa. Tú te vas dejando recostar de nuevo sobre la cama. David se pone encima de ti, acomodándose entre tus piernas, con la mano guía su pene hasta tu sexo. Entra en ti despacio, con lentitud exagerada, como si temiera hacerte daño. Una explosión se desata en tu vientre cuando lo sientes dentro. Lo abrazas para sentir su peso sobre ti. Él empieza a dar suaves embestidas que van ganando en fuerza poco a poco mientras con una mano masajea tu clítoris. Los dos gemís ruidosamente, besándoos cada vez que el ímpetu de vuestros movimientos os deja. Notas cómo David se corre y entonces comienza a moverse más lentamente. Te mira y por su mirada notas que él sabe que tú no lo has hecho. Intensifica sus movimientos con la mano hasta que tu vientre se contrae y estallas sofocando un grito sordo. Luego se deja caer sobre un costado quitándose el condón. Te rodea los hombros con el brazo. Tú apoyas la cabeza sobre su pecho aún agitado y cierras los ojos.

La tarde va pasando y vosotros seguís en la cama. Demasiado cansados para moveros, demasiado confundidos para decir nada. La televisión sigue encendida en el salón. Os llegan ráfagas de los diálogos de la película que están emitiendo. Te sientes mareada. Y exhausta. Pero también te sientes satisfecha. Liberada de esa tensión que te destrozaba los nervios.

De repente tu móvil suena desde tu habitación. Te incorporas algo desorientada al oírlo. Te levantas de la cama y vas a cogerlo. Al llegar hasta allí miras extrañada la pantalla del teléfono al encontrarte un número que no conoces. Descuelgas.

BOOK: Mujeres estupendas
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