Authors: Alicia Giménez Bartlett
—¿Tiene algún dato para pensar eso?
—No, sólo se trata de la mediocridad de la gente de la que nos ocupamos en este programa: folklóricas, toreros, algún noble atontado, algún empresario con ganas de figurar, actores de segunda, presentadoras de televisión... Sinceramente, ninguno me parece que pueda tener la sangre fría o la resolución para matar.
—Es una teoría interesante.
—¿Lo es?
—Y muy sincera, además.
Se echó a reír.
—¿Quiere que le diga una cosa, inspectora? Me gustaría que siguiera interrogándome unas horas más. ¡Ha conseguido que me relajara!
—¡A lo mejor la policía y los psicólogos tenemos algo que ver!
Reímos un momento en clave conspiradora. De repente, ella se llevó las ensortijadas manos a la cabeza.
—¡Tanto me he relajado que ni siquiera le he dado el café prometido!
—Me conformaré.
—Si quiere podemos ir a tomarlo las dos. En la planta primera tenemos una cafetería.
—No quiero hacerle perder más tiempo. Además, me gustaría poder hablar con...
—¿Maggy?
—Eso es. ¿Por qué no me la manda a ese bar?
—Estaré encantada de hacerlo.
Cogió el teléfono y le pidió a su secretaria que buscara a la encartada y la llevara al bar. Observé que, en aquella minúscula operación, había recuperado el rictus de estrés. Otra vez acelerada y presa de angustia, me acompañó.
El bar no estaba lleno, pero los ruidos de las conversaciones formaban en el aire una cúpula envolvente. La gente tenía diferente edad y aspecto, aunque todos compartían una especie de pátina moderna. Ropas sueltas, cortes de cabello estudiados y monturas de gafas que salían de lo común. Pedí el ansiado café y esperé a que apareciera la factótum del muerto. Al cabo de un rato una chica muy joven se plantaba ante mí de modo decidido.
—¿Es usted la policía? —me espetó.
—Pues sí, soy la inspectora Petra Delicado.
—Yo soy Maggy. Quería hablar conmigo, ¿no?
Nunca hubiera creído que aquella fuera la mujer que esperaba. Delgada, con tejanos gastados y camiseta raída, lucía una oreja cargada de pendientes y el pelo muy corto teñido de amarillo chillón. Parecía sacada de una película americana de pandilleros del Bronx.
—Sí, tengo que hacerle algunas preguntas sobre Ernesto Valdés.
—Vamos a la sala de reuniones, aquí hay mucho follón. Dice mi jefa que no pague el café.
Le hizo un gesto al camarero y echó a andar. Caminamos por un pasillo sin dirigirnos la palabra. Comprendí que Maggy prescindía de la educación convencional y me alegré, eso siempre ahorra tiempo.
La sala de reuniones contenía junto a los muebles habituales una gran pantalla de televisión. Se sentó desgarbadamente y me miró a la cara.
—¿Qué quiere saber?
—Ya se lo imagina.
—Sí, quién mató a Valdés, pero de eso yo no tengo ni idea.
—¿Ni idea?
—No. Si lo supiera, hubiera ido a la poli.
—Lo sé, pero a veces se tienen intuiciones.
—Yo no tengo ninguna.
—Está bien. ¿Cómo se llevaba con Valdés?
—Valdés era un cabrón, pero como yo tengo mala leche no nos llevábamos mal.
—Usted indagaba en la vida de las personas que él sacaba en el programa.
—Entre otras cosas.
—¿Qué estaban preparando cuando se cargaron a Valdés?
—Un reportaje sobre Lali Sepúlveda. Acaba de tener un bebé. Yo me encargué de contactar con una prima suya a quien le robó el novio, que ahora es su marido. Estaba dispuesta a largar por un poco de pasta.
—Largar ¿qué?
—Ya sabe, chorradas, que si se había portado muy mal, que si no quería ponerse al teléfono cuando ella la llamaba, que si no le había dado ninguna explicación. Un poco de basura, justo para joder.
—Bonito trabajo el suyo, ¿verdad?
—Me busco la vida, cuando sea millonaria ya haré reportajes culturales para la BBC.
Masticaba la ironía con fiereza, y no sonreía jamás. Me gustó.
—En cualquier caso no parece un tema tan grave como para que la tal Lali mandara asesinar a Valdés, ¿verdad?
—No, ¡qué va!, habíamos hecho putadas mucho mayores en los últimos tiempos.
—¿Puede recordar cuáles?
—Pues no, tendría que buscar en los archivos.
—Le pediré que lo haga más tarde. Ahora dígame, ¿dejó Valdés alguna libreta de notas, un teléfono móvil, algo que...?
—Cuando se lo cargaron ya estuvieron buscando por orden del juez y no salió nada.
—Sí, lo sé, pero pensé que quizá...
—Valdés era muy zorro, no le gustaba dejar rastros de nada, trabajaba así.
—¿Usted recibía las llamadas que le hacía la gente?
—Sí. Cuando estaba en Barcelona me llamaba y yo le comentaba las que eran urgentes, las otras las apuntaba para cuando llegaba.
—¿Tiene alguna lista donde figuren esas llamadas?
—No. Se escriben en una especie de papelitos individuales que luego se tiran. Él mismo lo hacía.
—¿Había llamadas que se repitieran?
—Bueno, sí, supongo. Alguna vez le llamaba su ex, otras desde las revistas de Barcelona..., algún espectador plasta... no me acuerdo, tendría que pensarlo mejor.
—¿Alguna vez le llamó alguien de nombre Lesgano?
Iba a negar con la cabeza pero se cortó.
—Sí, alguna vez le llamó un tal Lesgano.
—¿Dejaba recados, algún número de localización?
Pensaba con intensidad, pero sin abandonar un rictus de aburrimiento que debía serle consustancial.
—No, no creo, aunque ahora que lo dice, en los últimos meses llamó bastante, muchas veces urgente, pero no me dejaba ningún número.
—¿Tenía algún acento extranjero, italiano quizá?
Resopló de mala gana.
—Oiga, de verdad que no me acuerdo; no creo, pero tampoco podría asegurarlo.
—Lo comprendo. ¿Cuándo podemos echarle una mirada a su archivo?
—Esta tarde si quiere. Hasta que no me pongan jefe nuevo, no tengo mucho que hacer, si es que no me echan.
—Vendré sobre las cinco, ¿qué le parece?
Se encogió de hombros como único signo de aquiescencia. Luego nos levantamos en silencio y en cuanto traspasamos la puerta se largó con un escueto «adiós».
Encendí el teléfono móvil y tenía dos llamadas de Garzón. Al ponerme en contacto con él oía los altavoces del aeropuerto como fondo de su voz.
—Inspectora, estoy casi a punto de embarcar.
—¿Cómo le ha ido?
—Los hijos de la asistenta parecen limpios. No están fichados, trabajan y son gente normal. Uno es albañil y el otro es ¡cura! Quién iba a decirlo, ¿verdad?
—Hombre, tampoco hubiera dicho lo contrario.
—Ya, pero es curioso. Uno no sabe de dónde salen los curas y luego, mire, pues son hijos de gente como cada quisque. —Por fortuna ya estaba acostumbrada a los comentarios desconcertantes de Garzón—. ¿Qué tal le ha ido a usted?
—Le contaré cuando llegue. Iremos a comer. ¿Conoce El callejón de la Ternera?
—Por supuesto que sí.
—Le espero allí a las dos.
Recuerdo haber leído una novela negra que transcurría en Madrid. Un personaje americano le dice a un español: «Llévame a cualquier restaurante donde no haya comido Hemingway», y el otro le responde: «Lo tenemos difícil, sinceramente.» Nadie sabe dónde comía el escritor en realidad, es un privilegio del que se jactan todos los propietarios de cualquier figón antiguo, pero del Callejón es seguro que era cliente. De todos modos, la carne es excelente, y el lugar, muy bonito. Pedí vino mientras llegaba el subinspector y pasé el rato mirando las fotos dedicadas que inundan la pared.
A las dos y cuarto vi entrar a Garzón. Tenía el aspecto de un muerto viviente. Se dejó caer sobre la silla.
—¿Cansado, Fermín?
—¿Yo cansado? ¡Ni hablar!, puedo estar una semana sin pegar ojo, lo tengo comprobado. Al cabo de ese tiempo, empiezan las alucinaciones y después ya fallezco; pero nunca he llegado hasta ese punto, ¿quiere hacerme llegar usted?
—No sea tan exagerado, yo le veo hecho un sol.
—Prefiero no hablar.
Mientras le servía una copa de Rioja y pedíamos la comida al camarero le informé de mis pesquisas y de lo que nos esperaba por la tarde. Luego trajeron el primer plato, y el bueno de mi compañero se lanzó sobre sus perdices escabechadas como si temiera ver que echaban a volar. Tras recuperar unas mínimas fuerzas, suspiró y confesó encontrarse un poco mejor.
—¡Con lo fácil que hubiera sido que todo saliera bien! Las piezas cuadraban —comentó—. Marta Merchán se entera un buen día de que su ex marido ha amasado dinero de alguna forma. Le encarga al hijo de su sirvienta, un chico delincuente, que lo mate, pero luego no encuentra la pasta porque está en Suiza.
—Eso es más bien la cuadratura del círculo, Garzón. Primera pieza que se resiste: ¿de dónde ha sacado tanto dinero Valdés?, ¿qué pasa cuando el dinero oculta su origen?
—¡Que hay delito seguro, ya lo sé, inspectora, no soy un novato! Además, ¿cómo se habría enterado la ex esposa?, y ¿con qué garantías esperaba encontrar el dinero si no sabía dónde estaba? Sólo decía que hubiera sido hermoso haberlo resuelto ya.
—Lo cierto es que ese jodido dinero no hace más que fastidiar. ¿Qué me dice del trabajo que vamos a hacer esta tarde? Imagine que descubrimos un par de casos cojonudos en los que Valdés claramente cargó las tintas en televisión contra el personaje que entrevistaba. Entonces éste se quiso vengar del descrédito y se lo cepilló. Esa posibilidad sigue sin tener ninguna relación con el dinero.
—Según eso, deberíamos ocuparnos sólo de saber el origen del dinero y dejar lo demás.
Hice una bolita con la miga del pan y le di un papirotazo, de mal humor.
—¡Y yo qué sé lo que deberíamos hacer!
—No se desanime, inspectora. Ya verá, en una de las averiguaciones saldrá a relucir el dinero y quedará aclarado también junto con otras cosas. Lo que ocurre es que el dinero por sí mismo es muy difícil de rastrear, como no tiene cara ni ojos, ni siquiera corazón...
—¿Usted mataría por cien millones?
—A Valdés hasta por cien mil pesetillas me lo hubiera cargado. Incluso gratis, fíjese bien.
Me eché a reír y acabé mi chuletón. Mientras traían el café, el subinspector me dijo:
—¿Sabe que aquí venía Hemingway a cenar?
—Sí, y a emborracharse.
—¡Aquello sí que eran tiempos!: los toreros, Ava Gardner, las tascas, los cochazos...
—Pura mitomanía desfasada. Ahora en Madrid sólo hay ejecutivos de multinacionales y funcionarios de ministerio.
—¡Bah, no entiende usted nada, inspectora, nunca deja volar la imaginación! Hemingway era un gran tipo.
—Un turista ilustrado.
Se puso a rezongar por lo bajo:
—Sí, claro, y Ava Gardner una chica monilla. Todo eso sólo son ganas de llevar la contraria.
Lo observé con atención. Nunca le había visto reivindicar imágenes de aquel tipo. Pensé que alguna vez Garzón habría deseado pasearse por la Gran Vía con una mujer de bandera, o acudir a un estreno de cine junto a actores famosos, o ser un torero importante y tener el camerino lleno de millonarias americanas pasadas de whisky, locas por él. Obviamente, de haber existido aquella ilusión, había quedado atrás hacía mucho tiempo, y hoy Garzón sólo era un hombre muerto de sueño charlando de un pasado que ni siquiera conoció.
—Le sugiero que se vaya a dormir una siesta al hotel. Le llamaré cuando salga de los estudios de televisión. ¿Qué le parece?
—He venido aquí a trabajar.
—Muy bien; entonces en vez de sugerírselo se lo ordenaré. No pienso pasarme toda la tarde aguantando su mal humor por no haber dormido.
No tuvo más remedio que obedecerme. Yo volví a los estudios de Teletotal donde la dulce Maggy ya estaba esperándome.
De la mañana a la tarde no habían mejorado sus modales, como era de esperar. Me saludó tan sólo con un gesto y me condujo hasta el archivo. Era una sala pequeña con una mesa y un ordenador. En las paredes había estanterías repletas de disquetes. Se sentó frente a la pantalla y me dijo:
—¿Qué quiere saber?
Encendí un cigarrillo y le pegué una mirada asesina. Una calada, dos... seguí guardando silencio. Por primera vez empezó a ponerse nerviosa.
—¿Le ocurre alguna cosa? —preguntó disminuyendo el nivel de su impertinencia.
—Oye Maggy, a mí tampoco me gusta la vida y también me joden mucho los placeres de la civilización; de modo que como no soy bondadosa y amable, te agradecería mucho que cambiaras de actitud y decidieras colaborar de una vez. De lo contrario, voy a pensar que tienes algún grado de implicación en el asesinato de Valdés y que estás intentando obstaculizar mi trabajo.
—¿Yo?, pero si yo...
—Sí, lo sé, a ti te importa un carajo todo esto y estás dispuesta a ayudarme. Sólo que ya me dirás qué coño voy a hacer yo buscando en un ordenador algo que no sé. Eres tú quien debe orientarme, quien debe pensar y seleccionar aquellos casos que tuvieron violencia, escándalo o algún tipo de controversia. ¿He hablado bien claro?
—Sí —dijo con una nueva fuerza en la mirada. Al fin había comprendido que yo estaba dispuesta a ser borde, y ese detalle de fortaleza evidentemente le gustó.
—Bien, ¿qué le parece si empezamos desde tres meses atrás?
—Perfecto, tres meses es un buen período si alguien decidió cargárselo por algo que dijo en el programa.
—Pues vamos allá.
Sacó un chicle mugriento del desvencijado bolsillo y mientras lo mascaba con brío se puso a teclear. Por primera vez me di cuenta de que llevaba dos calaveras de plata prendidas en el lóbulo derecho. Entre los muchos pendientes que le ilustraban el izquierdo sobresalía el cruce de una tibia y un peroné.
—Bueno —dijo—. Vamos a ver cuál de estos hijoputas tuvo algún follón sonado con el jefe.
Su lenguaje soez me hizo presagiar una mejor disposición por su parte. Encendí un cigarrillo, ya más tranquila.
—¡Ah, también es de las que ha decidido reventarse los pulmones! —soltó.
—No se preocupe por mi salud y concéntrese, Maggy.
—Me llamo María Magdalena, pero como usted comprenderá con ese nombre no podía ir por el mundo, así que me llaman Maggy.
—Bien.
—Se lo digo por si prefiere llamarme por mi nombre verdadero, como la policía es tan carca...
Conté hasta tres antes de hablar.
—Maggy está bien.
Se encogió de hombros demostrándome su indiferencia. Probablemente el privilegio de llamarla Magdalena era una de las concesiones máximas que hacía a los humanos, pero yo no estaba segura de querer intimar. Oí cómo canturreaba algo para acompañar su incesante búsqueda informática. Por fin, decidió pasar a la pantalla uno de los archivos que manejaba y leyó: