Muerto y enterrado (18 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: Muerto y enterrado
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—Está intentando aislarte de todos los que se preocupan por ti —declaró Quinn, centrándose en mí con una inquietante intensidad—. Y mira la cantidad de gente que tiene a su cargo.

—¿Estás hablando de Eric? —La gente «al cargo» de Eric eran en su mayoría vampiros perfectamente capaces de cuidarse solitos.

—Nunca dejará su diminuta Zona Cinco por ti. Nunca dejará que su pequeña manada de vampiros leales sirvan a nadie más. Él nunca…

Ya no podía soportarlo. Lancé un grito de pura frustración. De hecho, di un pisotón en el suelo como una cría de tres años.

—¡No se lo he pedido! —grité—. ¿De qué demonios me estás hablando? ¿Has venido hasta aquí para decirme que nadie más será capaz de quererme? Pero ¿qué pasa contigo?

—Sí, Quinn —dijo una voz, fría y familiar—. ¿Qué pasa contigo?

Juro que casi salgo volando del brinco que di. Había dejado que la discusión con Quinn absorbiera toda mi atención y no me había dado cuenta de la llegada de Bill.

—Estás asustando a Sookie —dijo Bill, a un metro de mi espalda, y un escalofrío me recorrió la espalda ante la carga de amenaza de sus palabras—. Ya basta, tigre.

Quinn gruñó. Sus dientes se hicieron más largos y afilados ante mis propios ojos. Un segundo después, Bill estaba junto a mí. Sus ojos brillaban con un espectral tono al tiempo castaño y plateado.

No sólo temía que se mataran entre los dos, sino que me di cuenta de que estaba francamente cansada de que la gente apareciese de la nada en mi propiedad como si fuese una estación de paso del ferrocarril sobrenatural.

Las manos de Quinn se convirtieron en garras. Un rugido retumbó en su pecho.

—¡No! —grité, dispuesta a que me escucharan. Menudo día infernal.

—Ni siquiera estás en la lista, vampiro —dijo Quinn con una voz que ya no era la suya—. Eres Historia.

—Haré contigo una alfombra para mi salón —le amenazó Bill con un tono más aterciopelado y gélido que nunca, como hielo sobre el cristal.

Los dos idiotas se lanzaron el uno contra el otro.

Me dispuse a saltar para detenerlos, pero la parte que aún funcionaba de mi cerebro me dijo que sería un suicidio. Pensé que ese día mi hierba recibiría únicamente sangre por riego. De hecho, debería haber corrido al interior de la casa, encerrarme y dejar que esos dos se mataran.

Pero eso era lo que siempre hacía. En realidad, lo que hice fue quedarme allí un momento, agitando las manos sin saber muy bien qué hacer con ellas, tratando de imaginar un modo de separarlos. Quinn se desembarazó de Bill arrojándolo tan lejos como pudo. Bill chocó conmigo con tanta violencia que salí despedida por el aire unos cuantos centímetros para luego caer al suelo.

Capítulo 10

El agua fría se derramó por mi cara y cuello. Tosí y escupí, aunque parte había entrado en la boca.

—¿Demasiada? —preguntó una voz dura, y al abrir los ojos vi que se trataba de Eric. Estábamos en mi habitación, y la única luz encendida era la del baño.

—Suficiente —dije. El colchón vibró cuando Eric se levantó para llevar el paño al cuarto de baño. En un instante estuvo de vuelta con una toalla de mano, y me frotó la cara y el cuello. La almohada estaba empapada, pero decidí no preocuparme por ello. La casa se enfriaba, ahora que el sol se había puesto, y yo estaba tumbada en ropa interior—. Frío —añadí—. ¿Dónde está mi ropa?

—Está manchada —respondió Eric. Había una manta al borde de la cama y me tapó con ella. Me dio la espalda un momento, y oí que dejaba sus zapatos en el suelo. Luego, se metió conmigo bajo la manta y se apoyó sobre el codo. Me miraba desde arriba. Daba la espalda a la luz procedente del cuarto de baño, por lo que me fue imposible discernir su expresión.

—¿Lo amas? —preguntó.

—¿Están vivos? —De nada servía pronunciarme sobre si amaba o no a Quinn si éste estaba muerto, ¿no? O quizá Eric se refería a Bill. No podía decidirme. Me di cuenta de que me sentía algo extraña.

—Quinn se fue con algunas costillas rotas, como la mandíbula —me informó Eric con voz neutral—. Bill se curará esta noche, si no lo ha hecho ya.

Pensé en eso.

—Intuyo que tienes algo que ver con que Bill estuviera aquí.

—Me enteré de que Quinn había desobedecido el decreto. Fue visto media hora después de entrar en mi zona. Y Bill era el vampiro que estaba más cerca de tu casa. Su deber era asegurarse de que nadie te molestaba mientras yo llegaba. Se tomó el trabajo con un leve exceso de celo. Lamento que acabaras lastimada —dijo Eric, con un tono de voz gélido. No estaba acostumbrado a disculparse. Sonreí en la oscuridad. Me di cuenta, en cierto modo, de que me era imposible sentirme nerviosa. ¿Y acaso no debería estar molesta e irritada?

—Supongo que dejaron de pelearse cuando caí al suelo.

—Sí, tu caída acabó con la… riña.

—¿Y Quinn se fue por su propio pie? —Me humedecí los labios con la lengua y noté un curioso sabor, bastante fuerte y metálico.

—Sí. Le dije que cuidaría de ti. Era consciente de que había rebasado demasiados límites para verte, ya que le dejé claro que no entrase en mi zona. Bill no se sentía tan generoso, pero le hice volver a casa.

Típico comportamiento de sheriff.

—¿Me has dado sangre? —pregunté.

Eric asintió como si tal cosa.

—Te habías quedado inconsciente —dijo—. Y sé que eso es grave. Quería que te sintieses bien. Culpa mía.

Suspiré.

—El señor Paternalista —susurré.

—No entiendo la expresión, explícamela.

—Se refiere a alguien que se cree que sabe qué es lo mejor para todo el mundo. Toma decisiones por los demás sin consultar a nadie.

Quizá le había dado un giro demasiado personal a la palabra, pero ¿y qué?

—Entonces soy paternalista —dijo Eric sin abochornarse lo más mínimo—. También estoy muy… —Bajó la cabeza y me besó, lenta y pausadamente.

—Cachondo —añadí.

—Exacto —afirmó, y me volvió a besar—. He estado trabajando con mis nuevos señores. He afianzado mi autoridad. Ahora puedo disfrutar de mi propia vida. Es hora de reclamar lo que es mío.

Me había dicho a mí misma que sería yo quien tomara mis decisiones, fuese cual fuese mi vínculo con Eric merced a los intercambios de sangre. Al fin y al cabo, aún me quedaba el libre albedrío. Pero, estuviese o no mi voluntad determinada por el dominio de la sangre de Eric, sentí que mi cuerpo estaba muy a favor de devolverle los besos y bajar la mano hasta su abultada entrepierna. Podía sentir los músculos, los tendones y los huesos de su columna en movimiento a través del tejido de su camisa. Mis manos parecían recordar el mapa de su topografía, al tiempo que mis labios rememoraban sus besos. Seguimos envueltos en ese lento proceder durante varios minutos, mientras se volvía a familiarizar conmigo.

—¿De verdad te acuerdas? —le pregunté—. ¿De verdad recuerdas haberte quedado conmigo antes? ¿Recuerdas lo que se siente?

—Oh, sí —contestó—. Claro que me acuerdo. —Me desabrochó el sujetador antes incluso de que supiera que su mano estaba en mi espalda—. ¿Cómo podría olvidarme de éstas? —continuó, mientras el pelo le caía sobre la cara y su boca se clavaba en mis pechos. Sentí el leve pinchazo de sus colmillos y el agudo placer de sus labios. Toqué su entrepierna, abarcando su enormidad interior, y de repente, el momento del tanteo se evaporó.

Se desprendió de los vaqueros y la camisa, y mis bragas desaparecieron igualmente. Su frío cuerpo se apretó en toda su longitud contra la tibieza del mío. Me besó una y otra vez, presa de una especie de frenesí. Emitió un ruido de bestia hambrienta y yo lo imité. Me sondeó con los dedos, agitando su dura protuberancia de una manera que me hizo retorcerme.

—Eric —dije, tratando de colocarme debajo de él—. Ahora.

Y él dijo:

—Oh, sí. —Se deslizó en mi interior como si no se hubiese ido nunca, como si hubiésemos hecho el amor todas las noches durante el último año—. Esto es lo mejor —susurró, con una voz impregnada de ese acento que captaba de vez en cuando, esa pista de un espacio y un tiempo que me resultaban tan distantes que apenas era capaz de imaginármelos—. Lo mejor —repitió—. Esto está bien. —Salió un poco y no pude evitar lanzar un sonido ahogado—. ¿Te duele? —preguntó.

—Apenas nada —dije.

—Soy demasiado grande para algunas.

—Tú sigue —pedí.

Empujó.

—Oh, Dios mío —exclamé con los dientes apretados. Mis dedos estaban firmemente clavados en los músculos de sus brazos—. ¡Sí, otra vez! —Se había adentrado en mi interior todo lo que era posible sin una operación, y su piel empezó a brillar sobre mí, llenando de pálida luz la habitación. Dijo algo en un idioma que no reconocí; tras un largo instante, lo repitió. Y después empezó a moverse cada vez más rápido, hasta el punto de que creí que podía romperme en pedazos, pero no aminoré el ritmo. Seguí así, hasta que vi sus colmillos brillar justo antes de que se echara encima de mí. Cuando me mordió en el hombro, sentí que abandonaba mi cuerpo durante un instante. Jamás había sentido algo tan bueno. Me faltaba el aliento para gritar, incluso para hablar. Mis brazos rodeaban la espalda de Eric, y sentí cómo se estremecía durante su minuto de éxtasis.

Tal había sido la sacudida, que no hubiese podido hablar aunque mi vida dependiera de ello. Nos quedamos tendidos en silencio, exhaustos. No me importaba notar su peso encima de mí. Me sentía segura.

Lamió la marca de la mordedura con languidez mientras yo regalaba una sonrisa a la oscuridad. Acaricié su espalda como si apaciguara a una bestia. Había sido lo mejor que había sentido en meses. Hacía tiempo que no tenía sexo, y aquello era… sexo para gourmets. Aún notaba algunos calambres de placer recorriendo el epicentro de mi orgasmo.

—¿Cambiará esto el vínculo de sangre? —pregunté. Procuré que no sonara a que lo acusaba de algo. Pero lo cierto es que así era.

—Felipe te quería para él. Cuanto más fuerte sea nuestro vínculo, menos probabilidades tendrá de quedarse contigo.

Di un respingo.

—No puedo hacer eso.

—No te hará falta —dijo Eric, arropándome con la voz como si fuera un edredón de plumas—. Estamos comprometidos por el cuchillo. Estamos vinculados. No podrá apartarte de mí.

Sólo me cabía agradecimiento por no tener que ir a Las Vegas. No quería dejar mi hogar. No alcanzaba a imaginar cómo sería estar rodeada de tanta avaricia; bueno, sí, sí que podía. Sería horrible. La mano grande y fría de Eric abarcó mi pecho y lo acarició con su largo pulgar.

—Muérdeme —dijo Eric, e iba en serio.

—¿Por qué? Ya has dicho que me has dado un poco.

—Porque hace que me sienta bien —contestó, y volvió a ponerse encima de mí—. Sólo… por eso.

—No lo dirás en… —Pero lo cierto es que ya estaba listo de nuevo.

—¿Te apetece estar encima? —preguntó.

—Podríamos hacerlo así un rato —dije, intentando no sonar demasiado a
femme fatale
. De hecho, me costaba no gruñir. Antes de darme cuenta, habíamos intercambiado posiciones. Clavó sus ojos en los míos. Sus manos escalaron hasta mis pechos, acariciándolos y pellizcándolos con dulzura, y luego vino su boca.

Estaba tan relajada que temí perder el control de los músculos de mis piernas. Me moví lentamente, sin demasiada regularidad. Sentí que su tensión volvía a cobrar vigor lentamente. Me centré y empecé a moverme con más firmeza.

—Lentamente —pidió, y yo reduje el ritmo. Sus manos encontraron mis labios y me guiaron.

—Oh —exclamé, a medida que un hondo placer me atravesaba. Había encontrado el núcleo de mi placer con su pulgar. Empecé a acelerar, y si Eric intentó contenerme, lo ignoré. Subía y bajaba cada vez más rápidamente, y luego le cogí de la muñeca y se la mordí con todas mis fuerzas, succionando la herida. Gritó, un sonido incoherente de alivio y placer. Aquello bastó para que yo alcanzara el cielo, y luego me derrumbé encima de él. Lamí su muñeca con la misma languidez, aunque sabía que mi saliva no contenía el agente coagulante que él poseía.

—Perfecto —dijo—. Perfecto.

Iba a responderle que no podía hablar en serio después de haberse acostado con tantas mujeres a lo largo de los siglos, pero luego me dije que de nada servía arruinar el momento. Mejor dejarlo estar. En un raro momento de sabiduría, hice caso de mi propio consejo.

—¿Puedo contarte lo que ha pasado hoy? —pregunté, después de descansar unos minutos.

—Por supuesto, mi amor. —Tenía los ojos medio abiertos. Estaba tumbado de espaldas a mi lado, y la habitación olía a sexo y a vampiro—. Soy todo oídos, al menos de momento —rió.

Eso era todo un regalo, o al menos algo valioso; poder contar con alguien a quien relatarle las cosas del día. A Eric se le daba bien escuchar, al menos en su estado de relax poscoital. Le hablé de la visita de Andy y Lattesta y acerca de la visita de Diantha mientras tomaba el sol.

—Ya decía que notaba un sabor a sol en tu piel —dijo, volviéndose hacia mí—. Sigue.

Y así seguí hablando, como un riachuelo en primavera, contándole mi encuentro con Claude y Claudine, y todo lo que me habían explicado acerca de Breandan y Dermot.

Eric se mostró más alerta cuando le hablé de las hadas.

—Tu casa olía a hada —comentó—, pero ante la ira que me inspiró ver a tu aspirante el tigre, aparté la idea. ¿Quién era?

—Bueno, un hada malo llamado Murry, pero no te preocupes, lo maté —dije. La posible duda de que Eric me prestara toda su atención se desvaneció al momento.

—¿Cómo lo hiciste, mi amor? —me preguntó con suma dulzura.

Se lo expliqué, y para cuando llegué a la parte en la que aparecían mi bisabuelo y Dillon, Eric se sentó, dejando caer la manta. Estaba completamente serio y alerta.

—¿El cuerpo ha desaparecido? —me preguntó hasta tres veces, y yo le respondí:

—Sí, Eric, ha desaparecido.

—Puede que sea buena idea que te quedes en Shreveport —dijo—. Podrías vivir en mi casa.

Eso sí que era nuevo. Nunca me había invitado a su casa. No tenía ni idea de dónde estaba. Me quedé pasmada, y algo emocionada.

—Te lo agradezco mucho —dije—, pero sería un lío ir de Shreveport al trabajo todos los días.

—Estarías mucho más segura hasta que se resolviera todo este problema con las hadas. —Eric giró la cabeza para mirarme con una máscara de inexpresividad.

—No, gracias —insistí—. Te agradezco la oferta, pero probablemente fuera un inconveniente para ti, y estoy segura de que también lo sería para mí.

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