—¡Sí, sí, ha vuelto! —oyó gritar a Fenoglio. Tropezó contra los enormes pies y trepó a uno de los dedos gordos como si fuese un bote salvavidas.
Pero el gigante alzó la mirada hacia los niños que lloraban, como si buscase algo que no acertaba a encontrar.
Los hombres de Pardillo dejaron atrás a sus prisioneros y echaron a correr como conejos, encabezados por su señor que montaba un caballo blanco como la nieve. Sólo Pájaro Tiznado se quedó parado con un grupito y dirigió su fuego hacia el gigante. Este miró las llamas aturullado y retrocedió tropezando cuando éstas le mordieron los dedos de los pies.
—¡No, por favor! —gritó Meggie—. Por favor, no vuelvas a irte. ¡Ayúdanos!
De repente Farid apareció sobre el hombro del gigante e hizo llover copos de fuego en la noche que se depositaron sobre las ropas de Pájaro Tiznado y sus hombres como bardanas ardientes, hasta que éstos se tiraron al suelo del bosque revolcándose sobre la hojarasca. El gigante lanzó a Farid una mirada de asombro, lo tomó de su hombro como si fuera una mariposa y se lo colocó sobre la mano levantada. Qué grandes eran sus dedos. Qué terroríficamente grandes. Y qué pequeño parecía Farid entre ellos.
Pájaro Tiznado y sus hombres seguían sacudiéndose sus ropas en llamas. El gigante los contemplaba irritado desde arriba. Se frotó un oído, como si le dolieran sus gritos, cerró la mano alrededor de Farid como si fuera un precioso botín, y con la otra barrió a los hombres vociferantes hacia el bosque, igual que el niño pequeño que se quita una araña de la ropa. A continuación acercó de nuevo la mano al oído y alzó la vista hacia el árbol, buscando, como si de repente hubiera recordado los motivos de su regreso.
—¡Roxana! —era la voz de Darius la que Meggie oyó resonar por el árbol, vacilante y decidida a la vez—. ¡Roxana, creo que ha vuelto por tu causa! ¡Canta!
Y hay tantas historias que contar, tantas, tal exceso de vidas, estrechamente unidas entre sí, acontecimientos, prodigios, lugares, olores, tal mezcla inextricable de lo improbable y lo cotidiano.
Salman Rushdie
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Hijos de la medianoche
Resa voló en pos de los criados que transportaban los cubos de agua sangrienta a la estancia de Cabeza de Víbora. Allí estaba él, rojo hasta el cuello, en una bañera de plata, jadeando y maldiciendo, con un aspecto tan terrorífico que el miedo de Resa por Mo se incrementó. ¿Qué venganza compensaba un sufrimiento semejante?
Pulgarcito miró a su alrededor cuando la golondrina volaba hacia el armario situado junto a la puerta, pero se agachó a tiempo. Ser pequeña tenía su lado práctico. Las chispas de Dedo Polvoriento ardían en las paredes. Tres soldados las golpeaban con paños mojados mientras Cabeza de Víbora se tapaba los ojos doloridos con la mano manchada de sangre. Al lado de la bañera estaba su nieto, con los brazos cruzados delante del pecho, intentando quizá con ese gesto protegerse del mal humor de su abuelo. Era un hombrecito delgado y menudo, con la belleza de su padre y la delicadeza de su madre. Pero al contrario que Violante, Jacopo no mostraba el menor parecido con su abuelo, a pesar de que imitaba todos sus gestos.
—Ella no ha sido —avanzó el mentón, un gesto copiado de su madre, aunque seguramente él ignoraba.
—¿Ah, sí? ¿Y quién ha ayudado entonces a Arrendajo si no ha sido tu madre? —un criado vertió un cubo sobre la espalda de Cabeza de Víbora.
Al ver correr la sangre sobre la nuca pálida, Resa sintió náuseas. También Jacopo contemplaba a su abuelo con una mezcla de espanto y asco… y desvió enseguida la mirada cuando Cabeza de Víbora lo sorprendió.
—¡Mírame, sí! —rugió a su nieto—. Tu madre ha ayudado al hombre que me hizo esto.
—No, qué va. Arrendajo se fue volando. Todos dicen que sabe volar. Y que es invulnerable.
Cabeza de Víbora rió. Su aliento era sibilante.
—¿Invulnerable? Ya te enseñaré lo invulnerable que es cuando lo atrape. Te daré un cuchillo para que hagas la prueba tú mismo.
—Pero no lo atraparás.
Cabeza de Víbora golpeó con la mano el baño sangriento, y el jubón claro de Jacopo se tiñó de rojo.
—Ten cuidado. Cada vez te pareces más a tu madre.
Jacopo pareció meditar si la advertencia era buena o mala.
¿Dónde estaba el Libro Vacío? Resa miró en derredor. Arcones, ropa tirada de cualquier manera encima de una silla, la cama revuelta. Cabeza de Víbora dormía mal. ¿Dónde lo escondía? Su vida, su inmortalidad, dependían del libro. Resa buscó un cofre, un paño valioso capaz de envolverlo, aunque apestara y se pudriera… Pero de repente la estancia quedó a oscuras, tan negra que sólo quedaron los sonidos: el chapoteo del agua ensangrentada, la respiración de los soldados, la voz asustada de Jacopo.
—¿Qué pasa?
Las chispas de Dedo Polvoriento se habían apagado con la misma celeridad con que habían brotado de las paredes cuando él había conducido lejos de los agujeros de las mazmorras a ella y a Mo. Resa sintió cómo su corazón de pájaro latía más deprisa de lo normal dentro de su pecho. ¿Qué había sucedido? Tenía que haber ocurrido algo, y no podía ser nada bueno.
Uno de los soldados prendió una antorcha y sostuvo la mano protectora delante de la llama para que no deslumbrara a su señor.
—Vaya, por fin —la voz de Cabeza de Víbora traslucía alivio y sorpresa al mismo tiempo. Hizo una seña a los criados y éstos volvieron a regar su piel escocida. ¿Dónde habían capturado todas esas hadas? Si estaban durmiendo…
Como si la propia historia quisiera responder, se abrió la puerta y entró Orfeo.
—¿Y bien, Alteza? —inquirió con una profunda reverencia—. ¿Han sido suficientes las hadas o debo procuraros más?
—Por el momento bastan —Cabeza de Víbora se llenó las manos de agua roja y hundió la cara en ellas—. ¿Tienes algo que ver con la extinción del fuego?
—¿Que si tengo algo que ver? —Orfeo sonrió tan satisfecho de sí mismo que Resa habría bajado volando para destrozar a picotazos su pálido semblante—. Por supuesto —continuó—. He convencido a Dedo Polvoriento para que cambie de bando.
No. Eso era imposible. Mentía.
El pájaro que llevaba en su interior intentó cazar una mosca, y Jacopo alzó la vista hacia la golondrina. «Encoge la cabeza, Resa, aunque esté oscuro. ¡Ojalá las plumas de tu pecho y de tu garganta no fueran tan blancas!»
—Bien. Pero confío en que no le habrás prometido recompensa alguna por ello —Cabeza de Víbora se sumergió en el agua sangrienta—. Me ha puesto en ridículo ante mis hombres. Quiero verlo muerto, y esta vez sin remedio. Pero para eso hay tiempo. ¿Qué hay de Arrendajo?
—El Bailarín del Fuego nos conducirá hasta él. Sin recompensa alguna —las palabras eran de por sí bastante espantosas, pero la belleza de la voz de Orfeo aumentaba ese espanto—. Trazará un rastro de llamas. Tus soldados no necesitarán seguirlo.
No. No. Resa empezó a temblar. Él no había vuelto a traicionarlo. No.
Un grito contenido escapó de su pecho de pájaro, y Jacopo volvió a alzar la vista hacia ella. Pero aunque la viera… sólo distinguiría una golondrina temblorosa que se había perdido en el oscuro mundo de los humanos.
—¿Está todo preparado para que Arrendajo comience inmediatamente el trabajo? —preguntó Orfeo—. Cuanto antes lo termine, antes podréis matarlo vos.
«Oh, Meggie, ¿a quién trajiste leyendo?», se preguntó Resa presa de la desesperación. Orfeo le parecía un demonio a pesar de los cristales brillantes de sus gafas y su voz hermosa y halagadora.
Cabeza de Víbora salió jadeando del baño. Apareció ensangrentado como un niño después de nacer. Jacopo retrocedió sin querer, pero su abuelo le hizo señas para que se acercara.
—Señor, debéis bañaros más tiempo para que la sangre surta efecto —advirtió uno de los criados.
—¡Más tarde! —replicó Cabeza de Víbora, impaciente—. ¿Crees que voy a estar sentado en la bañera cuando me traigan a mi peor enemigo? ¡Tráeme esos paños! —ordenó con rudeza a Jacopo—. Date prisa, o te arrojaré con tu madre al agujero oscuro. ¿Te he dicho que cada día te pareces más a ella? No.
Es a tu padre al que te vas asemejando con el transcurso del tiempo.
Jacopo le entregó los paños preparados junto a la bañera con una mirada sombría.
—¡Mis ropas!
Los criados se acercaron presurosos a los arcones, y Resa volvió a ocultarse en la oscuridad, pero la voz de Orfeo la siguió como un perfume letal.
—Alteza, yo… ejem… —carraspeó—,
yo
he mantenido mi promesa. Arrendajo volverá a ser muy pronto vuestro prisionero y os confeccionará un libro nuevo. Creo que me he ganado una recompensa.
—¿Sí? —los criados colocaban a Cabeza de Víbora ropas negras sobre la piel todavía enrojecida por la sangre—. ¿Y en qué has pensado?
—Bien. ¿Recordáis el libro del que os hablé? Deseo recuperarlo y estoy seguro de que lograréis encontrarlo para mí. Pero si eso no fuera posible —con qué narcisismo se acariciaba el pelo rubio pálido—, bien, en ese caso también aceptaría como recompensa la mano de vuestra hija.
Orfeo.
Resa recordó el día que lo vio por primera vez, en casa de Elinor, con Mortola y Basta. Entonces únicamente le había llamado la atención lo diferente que era de los hombres que rodeaban a Mortola. Extrañamente inofensivo, casi inocente con su rostro infantil. Qué tonta había sido. Era peor que todos ellos, mucho peor.
—Alteza, hemos capturado al encuadernador —dijo Pífano, aunque Resa no lo había oído entrar—. Y al iluminador de libros. ¿Debemos traeros sin demora a Arrendajo?
—¿No quieres contarnos cómo lo has atrapado? —ronroneó Orfeo—. ¿Lo olfateaste con tu nariz de plata?
—El Bailarín del Fuego lo ha delatado. Con un rastro de llamas —contestó Pífano con voz entrecortada, como si las palabras le mordieran la lengua.
Resa quiso escupir los granos para que sus ojos fuesen capaces de llorar. Pero Orfeo se echó a reír con el regocijo de un niño.
—¿Y quién te ha hablado de ese rastro? ¡Vamos, confiésalo!
Pífano necesitó un buen rato para contestar.
—Tú, ¿quién si no? —reconoció al fin con voz ronca—. Y en algún momento averiguaré con qué métodos diabólicos lo has conseguido.
—El caso es que lo ha conseguido —intervino Cabeza de Víbora—, después de que tú lo dejaras escapar en dos ocasiones. Condúcelo a la sala de las Mil Ventanas. Que lo encadenen a la mesa donde ha de encuadernar el libro y que vigilen todos sus movimientos. Como este libro también me enferme, te arrancaré el corazón con mis propias manos, Pífano. Y, créeme, ese órgano no es tan fácil de sustituir como la nariz.
Ideas de pájaro nublaban la razón a Resa. Le dio miedo, pero ¿cómo llegar hasta Mo sin alas? «Y aunque vueles hasta él, Resa, ¿qué pasará entonces? ¿Quieres sacarle los ojos a Pífano a picotazos para que no vea huir a Arrendajo? Márchate volando, Resa, todo está perdido. Salva a tu hijo nonato ya que no puedes salvar a su padre. Regresa con Meggie…» La invadió el miedo del pájaro y el dolor humano… ¿o era al revés? ¿Se estaba volviendo loca? ¿Igual que Mortola?
Se quedó allí acurrucada, temblando, aguardando a que se vaciara la habitación, a que Cabeza de Víbora se marchara a ver a su prisionero. «¿Por qué lo había traicionado?», se preguntaba Resa. ¿Por qué? ¿Qué le había prometido Orfeo? ¿Qué podía ser más valioso que la vida que le había devuelto Mo?
Cabeza de Víbora, Orfeo, Pífano, los soldados, dos criados con los cojines que protegían la carne dolorida de su señor… Resa los vio salir a todos, pero cuando asomó la cabeza por encima del borde del armario creyendo estar sola, se percató de que Jacopo clavaba los ojos en ella.
Uno de los criados regresó a buscar la capa de Cabeza de Víbora.
—¿Ves ese pájaro ahí arriba? —preguntó Jacopo—. ¡Cógemelo!
Pero el criado lo arrastró sin miramientos hacia la puerta.
—¡Tú no mandas aquí! Ve a visitar a tu madre. Seguro que necesita tu compañía.
Jacopo se resistió, pero el criado lo empujó con rudeza fuera de la estancia. Luego cerró la puerta… y se dirigió al armario. Resa retrocedió. Oyó cómo empujaba algo delante del armario. ¡Sal volando hacia su cara, Resa! Y después, ¿qué? La puerta estaba cerrada, las ventanas tapadas. El criado le arrojó la capa negra. Ella aleteó contra la puerta, contra las paredes. Lo oyó maldecir. ¿Adónde ir? Voló hacia el candelabro que pendía del techo, pero algo la alcanzó en el ala. Un zapato, que le hizo daño, muchísimo daño. Y se precipitó hacia el suelo.
—¡Espera y verás, voy a retorcerte el pescuezo! Quién sabe, puede que no tengas mal sabor. Seguro que mejor que lo que nos da de comer nuestro buen señor —unas manos la agarraron. Ella intentó alejarse volando, pero le dolía el ala y los dedos la sujetaban. Desesperada, lanzó unos picotazos.
—Suéltala.
El criado se giró, desconcertado. Dedo Polvoriento lo tiró al suelo de un golpe, un rastro de fuego tras él. Un fuego delator. Gwin miraba hambrienta a la golondrina, pero Dedo Polvoriento la espantó. Resa quiso darle picotazos en las manos cuando la cogió, pero ya no le quedaban fuerzas. Dedo Polvoriento, recogiéndola del suelo con cuidado, le acarició las alas.
—¿Qué tal el ala? ¿Puedes moverla?
El pájaro, al igual que todas las criaturas salvajes, confiaba en él, pero su corazón humano recordaba las palabras de Pífano.
—¿Por qué has traicionado a Mo?
—Porque él lo quiso así. Escupe los granos, Resa. ¿O has olvidado ya que eres humana?
«A lo mejor deseo olvidarlo», pensó ella, pero obedeció y escupió las semillas en la mano. Esta vez no faltaba ninguna, pero a pesar de todo se daba cuenta de que el pájaro cobraba cada vez mayor poder dentro de ella. Pequeño y grande, grande y pequeño, piel y plumas, piel sin plumas… Se acarició los brazos, volvió a sentir sus dedos, sin garras, lágrimas en los ojos, lágrimas humanas.
—¿Has descubierto el escondite del Libro Vacío?
Ella negó con la cabeza. Su corazón se alegraba de seguir queriéndole.
—Tenemos que encontrarlo, Resa —susurró Dedo Polvoriento—. Tu marido encuadernará un nuevo libro para la Víbora, para olvidarse mientras tanto de Arrendajo y que las palabras de Orfeo ya no puedan afectarlo, pero ese libro no debe concluirse jamás, ¿lo entiendes?
Claro que lo entendía. Buscaron por todas partes, a la luz del fuego; palparon paños húmedos, ropas y botas, espadas, vasos, platos de plata y cojines bordados. Hasta metieron la mano en el agua sangrienta. Cuando escucharon pasos fuera, Dedo Polvoriento tiró del criado inconsciente y se ocultaron detrás del armario en el que se había posado Resa. Para el pájaro la estancia era todo un mundo, pero ahora le parecía demasiado estrecha para respirar. Dedo Polvoriento se situó delante de Resa en ademán protector, pero los criados que entraron sólo se preocuparon de vaciar el baño sangriento de su señor. Mientras se llevaban los paños mojados, maldecían y ahogaban en burlas el asco que la carne putrefacta de la Víbora despertaba en ellos. Después sacaron la bañera, dejándolos solos.