Morir a los 27 (5 page)

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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Morir a los 27
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—Estoy cocida, pero me encuentro sexy, así que te aguantas. ¿Vas o no vas?

—No sólo voy, sino que apuesto los cincuenta y cinco euros que me quedan —replicó Bernardo—. ¡Me juego el tenderete!

—Voy —dijo Amanda, sin dudarlo un instante. Sus fichas de póquer se entrechocaron unas contra otras, clic, clic, clic, cuando ésta las lanzó con gesto desafiante sobre el tapete.

—¿Cómo que vas? —protestó Bernardo—. ¡No puedes ir! ¡Si no llevas un pimiento!

Bernardo se resistía a mostrar sus cartas, a pesar de que las reglas del juego le obligaban a enseñarlas primero.

—No llevo gran cosa, tienes razón, pero tú llevas aún menos —se burló la mujer—. Ya sabes lo que cantaba Mark Knopfler, no puedes llevarte
Money for nothing
. Enseña tu jugada, he pagado por verla.

—Carta alta —dijo Bernardo, destapando una jota de diamantes.

—Quiero ver las dos cartas —protestó la periodista—. La otra es un cuatro de tréboles, ¿verdad?

Bernardo descubrió enrabietado la carta que aún tenía oculta, que resultó ser la que había indicado su contrincante.

—¡Pues sí, es un asqueroso cuatro de tréboles, que hace que no haya ligado ni escalera ni color, como tenía pensado!

—Te gano, con dos doses —dijo Amanda, mostrando sus naipes.

El fotógrafo no podía creer que la mujer hubiera aceptado una apuesta tan elevada —al menos para el nivel de la mesa— con una mano tan endeble.

—Me has visto las cartas, ¿verdad? —afirmó, para provocarla.

—No me hace falta, te tengo calado. Estabas en última posición, has visto que todo el mundo ha pasado y te has dicho: «Esta es la mía». Has metido la caja entera, para tratar de asustarnos, y he comprendido que era un farol, porque cuando llevas jugada apuestas mucho menos, para que alguien te pague.

—Vale, eso lo entiendo —reconoció Bernardo entre enfurruñado y atónito ante la sabiduría poquerística de su contrincante—. Pero ¿cómo sabías que tenía un cuatro de tréboles?

La mujer se resistió a suministrarle al otro tanta información, lo que provocó una enérgica protesta por parte del fotógrafo.

—No insistas, Bernardito —zanjó Amanda—, bastante te he contado ya. Como dijo no sé qué genio, lo que has pagado es el precio por jugar, las clases las cobro aparte.

—¿Te puedo hacer una pregunta personal? —preguntó Vicente, el dueño de un pequeño bazar de electrodomésticos del barrio, en cuya trastienda también se jugaban a veces partidas de póquer.

—Claro —respondió la otra con desparpajo—. Otra cosa es que te la conteste.

—¿Por qué, con lo excelente jugadora que eres, te conformas con pelarnos a nosotros en estas partidas de amiguetes? Podrías ganar mucho dinero en los torneos profesionales, sobre todo en estos momentos, en el que el póquer parece haberse convertido en el juego de moda.

Amanda emitió un suspiro de resignación y comenzó a guardar las fichas en la caja.

—Tengo mis razones —dijo—, pero hoy no me apetece hablar de eso. Es una historia demasiado larga y dolorosa.

Fueron interrumpidos por el timbre de la puerta, un curioso artefacto que la propietaria de la casa había comprado en Londres, en el mercado de Camden Town: en vez de las típicas campanillas de anuncio de televisión, aquello sonaba como el comienzo de
Stairway to Heaven
, de Led Zeppelin. Amanda era una devota del rock de los sesenta y setenta.

—Debe de ser el de las pizzas —anunció la anfitriona—. ¿Queréis atenderle?

El que le abrió la puerta al repartidor de pizzas estuvo a punto de devolver una de las cajas, pero Amanda, que se había ausentado del salón para buscar unas tijeras de cocina con las que cortar las porciones, insistió en que no había ningún error en el pedido.

—Yo he pedido dos para mí sola, una de cuatro quesos y otra de barbacoa.

—Pues le corresponden unas alitas de pollo que forman parte de la oferta del dos por uno —le explicó el repartidor.

Los ojos de la mujer se iluminaron con la inesperada y feliz noticia, como si le hubiera tocado un coche en un concurso de la tele.

Mientras los jugadores devoraban con fruición aquellos triángulos incandescentes, con sabor a cartón de embalaje, la partida y sus tensiones pasaron a segundo plano y la conversación derivó hacia el concierto que acababa de terminar hacía un par de horas en el Santiago Bernabéu. De las seis personas allí presentes, sólo Amanda había logrado una entrada para asistir al acto. Las localidades habían sido puestas a la venta con varios meses de antelación y se habían agotado a las nueve horas.

—¿Desde cuándo los periodistas musicales os tenéis que pagar la entrada? —preguntó Bernardo, aún escocido por los cincuenta y cinco euros que le había quitado Amanda, en una sola mano.

—Yo no iba a trabajar, listo —respondió la anfitriona—. Si no, ¿de qué te crees que iba a aflojar los setenta euros que me soplaron por la mía?

—Si no trabajas cuando hay un concierto de rock, ¿cuándo lo haces entonces, durante la procesión del silencio? —volvió a pincharla el fotógrafo.

Los demás rieron con la pulla y Amanda, que en principio tema por norma no responder nunca a las provocaciones de su amigo, se sintió en la necesidad de aclarar las cosas.

—Mi jefe me deja escribir de cualquier asunto, menos de John Winston y The Walrus. Dice que me gusta tanto la banda que mis crónicas quedan empalagosas y cargantes. Y tiene razón, el jodio: ni yo misma me aguanto cuando intento abordar el tema. Lo cual no sería ningún problema si no llevara ya ciento cincuenta páginas de un libro titulado
Yo soy la morsa
, que pretendo que sea la gran biografía novelada de John Winston.

—Pásame esas páginas —se ofreció Bernardo—. Aunque no tengo ni pajolera idea de rock…

—Ni de póquer —logró intercalar Amanda, mientras sumergía en whisky una porción de pizza que engulló como si fuera una magdalena mojada en Cola Cao.

—… sabes que soy un crítico lleno de criterio —continuó el otro—. Para empezar, me cargaría el título,
Yo soy la morsa
. Estás demasiado mantecosa como para que no parezca el de tu propia autobiografía.

Se produjo un silencio en la habitación, como si Bernardo hubiera cruzado una línea de descortesía hacia su anfitriona que mereciera, por parte de ésta, una respuesta contundente. Afuera, en la calle, se escuchaban, lejanas, varias sirenas de ambulancias y coches de policía, hecho que animó a Vicente a cambiar de tema. O por lo menos, a intentarlo.

—Mientras venía para acá he oído por la radio que en el estadio ha fallecido un policía.

—No ha muerto, está en la UCI —le corrigió Amanda—. Se ha abierto la cabeza contra el suelo cuando no llevábamos ni media hora de concierto. Pero los que estábamos allí no nos hemos enterado hasta la salida, porque se ha despeñado en la zona del fondo norte, que estaba cerrada al público.

—¿Se ha despeñado o le han despeñado? —preguntó Andrea, la mejor amiga de Amanda, que se encargaba de coordinar el horóscopo en el diario para el que ambas trabajaban.

—Aún no está claro, Andreíta —dijo la otra—. Los últimos anfiteatros del Bernabéu están a una altura vertiginosa, estaba oscuro y acababa de caer una chupa de agua de no te menees. Lo más probable es que el agente resbalase, mientras desempeñaba labores de vigilancia, y se haya roto la crisma como les ocurre a los alpinistas que no toman precauciones. Y hablando de policías —añadió la mujer, entusiasmada, mientras rebuscaba en su estrafalario bolso-regadera para mostrar a sus invitados la entrada firmada por Perdomo—, ¿a que no sabéis a quién le he pedido un autógrafo en el concierto?

Los preservativos de su traje, que colgaban cabeza abajo, se agitaron temblorosos, reflejando la emoción contenida de Amanda, mientras la entrada iba pasando de mano en mano, como si fuera un incunable. Pero la caligrafía de Perdomo, al contrario que la de la periodista, era más tortuosa que un sendero de montaña, y aunque trataron de ayudarse unos a otros, ninguno logró descifrar la firma. Cuando la mujer reveló de quién se trataba, todos se mostraron entusiasmados.

—Al ver la R, que es lo único que se entiende, yo he pensado en Raúl, el futbolista —dijo Bernardo, impresionado—. Pero no podía ser, porque está al final de su carrera deportiva, y ya no es una estrella, sino un lastre para su equipo que lo ha enviado a Alemania; sin embargo esto sí que me da envidia, te lo digo en serio. Cuéntanos, ¿cómo es en persona Raúl Perdomo, el Maigret español?

—Bastante más alto de lo que yo pensaba —respondió la mujer—, y también más corpulento: casi me deja sin pie durante el concierto.

—¿Es sexy? —quiso saber Andrea.

—Eso depende. ¿Te parece sexy el actor Peter Coyote?

—Sí. No. No lo sé. Peter Coyote tiene ya más años que el abuelo de los
Monster
, ¿me equivoco?

—Sí, el pobre no está ya para muchos trotes. Lo que quería decir es que Perdomo se da un aire con Peter Coyote, pero con cuarenta y dos o cuarenta y tres castañas.

—¿Y habéis quedado en algo? —volvió a preguntar, esta vez en tono cómplice, la amiga de Amanda. Ésta se hizo la misteriosa y al cabo de unos segundo dijo por fin:

—A ti te lo voy a contar, con lo chismosa que eres. Lo que no sé es qué hacía Perdomo en el concierto, porque él es detective de homicidios, y los únicos delincuentes que había por allí eran los pobres diablos del top manta. ¡Cada vez hay más piratería en este país!

—A lo mejor le gusta el rock —apuntó Vicente.

Amanda hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Estaba trabajando, eso te lo puedo asegurar. No hacía más que escudriñar entre la gente, como si anduviera a la búsqueda de algún sospechoso.

—A los del top manta habría que enchironarlos a todos —apuntó Bernardo—. El otro día le compré a uno el DVD de Bruce Springsteen y ya en los títulos de crédito aquello empezó a dar más saltos que una brigada paracaidista. ¡Ya no se puede confiar ni en los chorizos!

—Te está bien empleado, por no comprarte el original —le reprochó Amanda.

—Prefiero que me estafe un mantero que una multinacional del disco —protestó Bernardo. La música es un atraco, ahí tienes a la SGAE, el organismo más detestado por los españoles. ¡Dentro de poco habrá que pagar hasta por silbar en la ducha!

—Yo reconozco que me bajo canciones y vídeos de eMule —confesó Andrea—, pero sólo cuando no encuentro en las tiendas lo que busco, porque está descatalogado. Jamás se me ocurriría comprarle a un mantero un disco o una peli que sé que puedo adquirir en cualquier sitio.

—Los vendedores del top manta son los que menos culpa tienen —matizó Amanda—. Sacan una miseria, entre diez y quince euros al día, y encima se arriesgan a ir a la cárcel, porque el Código Penal aún considera delito vender un DVD en la calle. Y mientras tanto, los grandes piratas, como O'Rahilly, el irlandés, se están haciendo de oro con las canciones y las películas de otros.

Amanda se levantó de su asiento y se ausentó durante unos segundos para regresar con un voluminoso fajo de folios impresos por una cara. Era el primer borrador de su biografía novelada de John Winston, que puso en manos de Bernardo el fotógrafo, con gesto desafiante.

—Toma, lo que habías pedido. A ver si es verdad que tienes criterio para los libros.

—¿Winston nació en la misma ciudad que Ian Anderson, el de Jethro Tull? —preguntó incrédulo el fotógrafo tras leer los primeros párrafos.

—En Dumfermline, sí señor —confirmó la periodista—. Cincuenta mil habitantes y nada que ofrecer al turista salvo el hecho de que llegó a ser capital de Escocia durante la Edad Media. Es curioso, ¿no?, que una ciudad tan pequeña y con tan poca vida cultural haya alumbrado a dos de los más grandes genios de la música pop de todos los tiempos.

—¿Por qué le has puesto a tu novela
Yo soy la morsa
? —preguntó Vicente, que tenía menos conocimientos de música pop que un locutor de Radio Clásica.

—Walrus significa morsa en inglés,
my little Vincent
, y The Walrus es el grupo de John Winston, que lo bautizó así en homenaje a John Lennon, ya que éste tiene una canción muy famosa titulada
I am the walrus
. Aunque los otros tres integrantes de la banda son músicos extraordinarios (si no, no estarían tocando en el grupo), no se puede negar que el alma máter de The Walrus es John Winston. Él compone la música y la letra de las canciones, aunque luego los otros contribuyan, a veces con hallazgos extraordinarios, en los arreglos de los temas.

—A mí la música pop me da dolor de cabeza —comentó Andrea—. Quiero decir el «chunda-chunda» del rock and roll, no las canciones de Sabina o de Serrat, que ésas le gustan a todo el mundo.

—Lo sé, Andreíta —dijo Amanda—. Por eso nunca te he invitado a que vengas conmigo a ningún concierto.

—Yo tolero los discos, porque ahí es uno el que decide el volumen al que se escucha la música —matizó Bernardo—. Pero ¿los conciertos? Una vez, una novia inglesa me llevó a uno de Longplay.

—Coldplay —le corrigió Amanda.

—Eso, Coldplay. Aparte de que en directo sonaban como el culo, ¡qué volumen tan atroz! Me estuvieron zumbando los oídos durante cuarenta y ocho horas. ¿Hace falta tocar tan alto? Parecía que estuvieran enfadados, en vez de haciendo música. Me recordó el dicho castizo de «te lo puedo decir más alto pero no más claro».

Amanda tardó un poco en responder. Estaba demasiado ocupada rebuscando entre las cajas los bordes de las pizzas que sus compañeros de juego habían dejado de lado. Encontró media docena de ellos, los cogió, como si fueran barras de regaliz, con una de sus manos menudas y regordetas y empezó a despedazarlos con sus pequeños dientes de piraña.

—El volumen al que se escucha la música es parte de la excitación del rock —dijo al fin—, igual que la velocidad a la que se va en coche es parte del placer de conducir. Pero os doy la razón, porque los primeros perjudicados de ese volumen exacerbado son los propios músicos. Phil Collins tiene que dejar ahora la música porque se está quedando sordo. Lo mismo que Roger Daltrey, Pete Townshend o Eric Clapton. Sin embargo…

Amanda vaciló unos instantes antes de decidirse a compartir sus reflexiones con aquel grupo de amigos. ¿Tenía miedo a que se burlaran de ella? ¿A mostrarse demasiado vulnerable? Fue su amiga Andrea quien la espoleó para que terminara la frase:

—¿Sin embargo?

—Sin embargo, el rock —continuó—, cuando es bueno, es más que una forma de entretenimiento o una manera de sacar de quicio a tus padres. Cuando un músico de la categoría de John Winston, que es también un grandísimo poeta, te agarra de los oídos al principio de un concierto y no te suelta hasta dos horas más tarde, tienes la sensación de que has visto el mundo a través de los ojos de otra persona. Eso no se paga con nada. Es como haber vivido dos vidas al precio de una.

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