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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

Montenegro (16 page)

BOOK: Montenegro
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—Mala pareja haríais con el Comendador —le hizo notar su nuevo jefe—. Desprecia las riquezas.

—Temedle entonces —fue la honrada respuesta de Garrote—. Quien reniega del oro, el vino y las mujeres, es porque ambiciona cosas peores.

—¿Como qué?

—El poder.

—Ya lo tiene.

—Eso es lo malo. El ansia de poder es una sucia enfermedad que tan sólo afecta a quien ya está contagiado. Crece y crece como un tumor maligno devorando todos los sentimientos.

Los acontecimientos de que sería testigo en los meses siguientes, hicieron recordar al capitán de Luna en más de una ocasión lo acertado de tales razonamientos, pues manteniéndose como se mantuvo siempre muy cerca de don Francisco de Bobadilla, pudo calibrar hasta qué punto su innegable honestidad de hombre dedicado en cuerpo y alma al servicio de su patria, se fue agrietando a causa de la insoportable presión que sobre él ejercía el hecho de advertir que había pasado a convertirse —sin buscarlo— en uno de los hombres más poderosos de la Tierra.

Durante la larga travesía del océano aún fue el meditabundo y ascético servidor real que soportaba en silencio la magnitud de la carga depositada sobre sus hombros, rumiando como buey que tira de una carreta sobre el alcance de sus fuerzas, pero en cuanto puso pie en Santo Domingo y el estúpido hermano menor del Virrey se negó a reconocer su indiscutible autoridad, sufrió una transformación tan instantánea, que podría llegar a creerse que su nueva y agresiva personalidad llevaba mil años esperando el momento de hacer su aparición tras su eterna máscara de humildad.

Al día siguiente de haber desembarcado-24 de agosto del año 1500— el Comendador Bobadilla acudió a oír misa flanqueado por los hombres del capitán León de Luna, y tras asistir con fingido recogimiento al oficio divino, hizo que en presencia de la mayoría de los notables de la ciudad, el escribano público leyese en voz alta la primera de las Provisiones Reales que le acreditaban como Pesquisidor Judicial sobre la rebelión que en aquellos tiempos estaba teniendo lugar en la isla.

Don Diego, Gobernador Interino en ausencia de sus hermanos, ya que Cristóbal se encontraba en La Concepción y Bartolomé luchando contra Francisco Roldán en Xaraguá, buscó apoyo en el antebrazo del nuevo Alcalde Mayor, Rodrigo Pérez, e insistió en su negativa de entregar a los prisioneros que se le exigían.

El Capitán León de Luna fue de los escasos presentes capaces de captar que bajo la aparente tranquilidad con que don Francisco de Bobadilla aceptaba aquella segunda negativa, se ocultaba una sorda ira que habría de acarrear más tarde nefastas consecuencias a la estirpe de los Colón, pero no aventuró el más mínimo comentario.

Al día siguiente, la escena de la misa se repitió punto por punto, pero en esta ocasión el enviado real exhibió su artillería pesada mandando leer la carta que le designaba como nuevo gobernador de La Española, tras lo cual prestó juramento como tal, para exigir por tercera vez la entrega de los prisioneros.

Tercera negativa de Don Diego, y sin darle tiempo a reaccionar, el Comendador mostró sus nuevas cartas en las que se ordenaba a los súbditos de sus Majestades que se le entregasen todos los fuertes, armas y bastimentos de la isla, y una última y espectacular, por la que se obligaba a los Colón a pagar de su pecunio personal la mayor parte de los sueldos y atrasos de la tropa.

Como resulta obligado imaginar, esto último entusiasmó a la hambrienta soldadesca, momento que aprovechó el Capitán León de Luna para hacer que sus hombres se desperdigaran por la ciudad prometiendo a quienes se pasaran a su bando, dinero rápido y protección real.

Cualquier otro ser humano menos obtuso hubiera aceptado serenamente su derrota, pero don Diego Colón era tan lerdo y temía a tal punto las iras de sus hermanos, que contra toda lógica intentó cerrar los ojos a la evidencia y resistirse, en vista de lo cual la gente del vizconde de Teguise, reforzada por «incondicionales» de última hora, se encaminaron a la fortaleza, tomando por las bravas posesión del edificio, los prisioneros y la ciudad de Santo Domingo en nombre de los Reyes Católicos.

—…
F
ue entonces cuando me llegaron noticias de que el Virrey organizaba un alzamiento de los indios en contra del Comendador, por lo que abrigué la sospecha de que la cosa podía degenerar en una guerra civil, y como no estoy para aventuras bélicas, convencí a Zoraida, echamos cuanto teníamos en un esquife y pusimos proa a Jamaica… —el gordo Juan de Bolas apuró una vez más el fondo de su copa—. ¡Allá ellos con sus ambiciones y sus luchas! —concluyó.

—¿Y tenéis idea de cómo ha acabado todo? —quiso saber
Doña Mariana Montenegro
.

—Ni la más mínima, y a fe que poco me importa —señaló el grasiento
Manitas de Plata
—. «Tanto monta, monta tanto, Colón o Bobadilla.» Lo único que saben es mandar, y yo hace tiempo que me cansé de obedecer. Aquí soy mi único dueño.

—Y de un hermoso lugar, sin duda alguna —admitió la alemana—. ¿Supongo que no tendréis inconveniente en que os hagamos compañía hasta que pasen los huracanes?

—La isla es grande, y esta bahía su mejor refugio contra vientos y mares. Todo el que venga en son de paz, será siempre bienvenido, y mi ilusión sería que algún día aquí mismo sé alzara una tranquila ciudad llamada Puerto Bolas.

Faltaban sin embargo, vituallas y mujeres, pues aunque una pacífica ensenada a salvo de tormentas constituyese en parte el sueño de una tripulación cansada de sufrir calamidades, no bastaba con eso, por lo que el capitán Salado se ofreció a darse un salto a la isla vecina en busca de cuanto pudiera hacer más agradable la temporada de descanso.

—No fue construido el
Milagro
para transporte de prostitutas —se lamentó su dueña—. Ni quisiera exponerme a que cayera en manos de Bobadilla, Colón, Roldán, o quien quiera que mande ahora en Santo Domingo.

—Tampoco yo —se apresuró a replicar el marino.

—¿Entonces?

—Fondearé en la Navasa y allí esperaré al esquife que llevaré a remolque.

La isla de la Navasa era poco más que una roca solitaria a unas ocho millas del extremo occidental de Haití, y treinta del oriental de Jamaica y aunque no ofreciera refugio seguro en caso de borrasca, si constituía un punto desde el que un navío tan rápido como el
Milagro
podía ponerse a salvo de cualquier ataque sorpresa por el sencillo sistema de mantener un vigía en la cima de la roca.

El plan del
Deslenguado
, consistente en remolcar el esquife de Juan de Bolas hasta la costa de La Española y dejarlo allí con sólo tres hombres para esperar su regreso en la Navasa, no se le antojaba en absoluto descabellado, ya que reducía al mínimo los riesgos, tanto para el navío como para su tripulación.

El problema estribaba en elegir a tres hombres de absoluta confianza y probado valor, capaces de desembarcar en la isla grande y regresar con vituallas y mujeres, y aunque el cojo Bonifacio Cabrera reclamó de inmediato tal honor, su ama se negó en redondo alegando que era demasiado conocido en Santo Domingo como para arriesgarse a aparecer de nuevo por sus calles y plazas.

—En cuanto te vieran —dijo— sabrían que el
Milagro
y yo andamos cerca, lo cual pondría en peligro toda la empresa.

—¿Quién, entonces?

—Yo —se ofreció Zoraida
La Morsa
—. De mí nadie sospechará, puesto que pocos saben que me he marchado, y soy la única que puedo convencer a unas cuantas muchachas para que me acompañen. Conozco a las mejores.

Había una innegable lógica en su propuesta, ya que resultaba en verdad poco probable que las solicitadísimas barraganas «no nativas» de la ciudad decidiesen abandonar su clientela de siempre para atender a una única tripulación en una isla semidesierta, y si alguna persona era capaz de hacerles ver las ventajas del cambio, nadie mejor que una antigua compañera de «faenas».

—¿Por qué habrías de arriesgarte? —quiso saber
Doña Mariana
, hasta cierto punto desconfiada.

—Porque aquí estoy bien, pero a veces me gustaría tener con quién chismorrear —fue la lógica respuesta—. Tal vez alguna de las chicas decida luego quedarse, y el sueño de mi gordo de fundar una ciudad comience a convertirse en realidad.

—¿No te asusta el peligro?

—Quien, como yo, ha pasado tantos años durmiendo con marinos borrachos y soldados medio locos, de poco puede asustarse —replicó la mujerona sonriente—. Iré y volveré, y nadie sospechará siquiera que estáis en Jamaica.

Fue así cómo la frescachona Zoraida y dos bien pagados marineros desembarcaron una tranquila mañana de principios de octubre en el puerto del río Ozama para adentrarse en una revuelta ciudad cuyos habitantes aún se negaban a aceptar de que el Comendador Francisco de Bobadilla había hecho encarcelar a los antaño todopoderosos hermanos Colón.

—¿El Virrey en presidio? —se asombró
La Morsa
.

—Y cargado de grillos para más inri… —fue la respuesta de Fermina Constante, una de sus más hermosas y desvergonzadas compañeras de fatigas—. ¿Recuerdas a Serafín, el cocinero, aquel tipo sucio y piojoso con quien una vez te negaste a «ocuparte»? Pues ése fue el único, en toda la ciudad, que se atrevió a obedecer la orden del nuevo Gobernador de engrillar al Almirante. Hasta el último soldado se había negado por respeto.

—Cosas suceden que jamás se hubieran creído.

—Como verte convertida en mujer honrada… —fue la divertida respuesta—. ¿Qué se siente al saber que no van a pagarte al terminar un «servicio»?

—Me pagan. Y un alto precio. En respeto, afecto y compañía.

—¿Y bajo qué ladrillo se guarda eso?

Zoraida
La Morsa
se golpeó con el dedo la enorme teta izquierda.

—Bajo éste, donde nadie puede robártelo… ¿Vienes conmigo?

—No puedo —se disculpó Fermina—. Ahora tengo un magnífico «cliente», capitán de la guardia. Me quiere —añadió—. Me amorató este ojo porque me «ocupé» demasiado con un mallorquín buen mozo.

—Triste época aquella en que también yo medía el tamaño del amor por la dureza de los golpes —señaló Zoraida, pesarosa—. Mi gordo jamás me levanta la mano… —rió divertida—. Más bien suele bajarla, y sabe cómo hacerlo. ¡Cambia de vida! —añadió aferrando con fuerza el antebrazo de su amiga—. Si cruzaste el océano no fue para acabar de vieja buscona. Vente a Jamaica y encontrarás un buen hombre a tu medida.

—Ningún «buen hombre» tiene la medida que yo exijo —replicó la Constante con descaro—. Y si mi capitán consigue cortarle el cuello a esa maldita alemana, tal vez le «cace».

En un primer momento la buena de Zoraida no relacionó en absoluto aquel comentario con
Doña Mariana Montenegro
, y tan sólo fue una semana más tarde, el mismo día en que acudió al puerto a presenciar cómo los encadenados hermanos Colón eran embarcados en
La Gorda
, una sucia nave que se los llevaría para siempre de La Española, cuando llegó a la conclusión de que la mujer que el Capitán de Luna andaba buscando con tanto ahínco, no era otra que la dueña del navío que le esperaba en la Navasa.

De entrada le asqueó el hecho de que fuera él quien comandara la tropa que flanqueaba al Almirante, ni le gustó la despectiva prepotencia con la que la trató cuando Fermina se apresuró a presentarlos, y poco más tarde, cuando sentados ante una jarra de vino en la taberna de Los Cuatro Vientos, el altivo vizconde alardeó del ascendente que ejercía sobre el nuevo Gobernador, llegó a la conclusión de que aquel señorito pretencioso jamás uniría sus destinos a los de una reconocida prostituta por linda que ésta fuera.

«No está hecho de la pasta de mi gordo —se dijo—. Y se diría que cien gatos furiosos le comen el hígado de la noche a la mañana.»

Razón le sobraba, puesto que cierto era que una ira irrefrenable devoraba las entrañas del capitán De Luna, desde el momento mismo en que había averiguado que su ex esposa no estaba ya en la isla.

Le habían relatado punto por punto la astuta forma en que había conseguido hacerse a la mar con el
Milagro
a la búsqueda de un amante perdido allá en «Tierra Firme», y el hecho de descubrir que tal vez el aborrecido
Cienfuegos
al que tanto tiempo atrás consideraba muerto, podía seguir con vida, reavivó a tal punto el odio del vizconde, que podía pensarse que aquellos ocho años no habían pasado en vano, y a su mente afloraba de nuevo, la escena en la que el astuto cabrero le burlaba dejándole perdido de un alto risco de La Gomera.

—Hasta cierto punto me alegra que esté vivo —le había confesado una noche de borrachera a su amante Fermina—. Así podré arrancarle el corazón con un cucharón de palo. Cuando todo este negocio del Almirante acabe y el Gobernador me otorgue la «Encomienda», armaré un barco con veinte cañones y saldré en busca de esos cerdos.

—El mar es muy grande.

—No mayor que mi ansia de venganza.

Ahora, los «negocios del Almirante» habían concluido, gracias a que don Francisco de Bobadilla diera pruebas de una firmeza que nadie hubiera sido capaz de imaginar conociendo sus antecedentes, puesto que si bien allá en Sevilla se tomó mucho más tiempo del preciso en iniciar su andadura mostrando una debilidad de carácter que incluso hizo dudar sobre lo acertado de su designación, apenas juró el cargo de Gobernador de La Española no dio tregua a sus enemigos, acosándolos hasta extremos que obligaban a creer que había transformado su misión oficial en un asunto puramente personal.

Y es que en el fondo del alma de aquel hombre amargado y seco que aspiraba a hacer justicia, anidaba un invencible sentimiento de envidia hacia quien, como Cristóbal Colón, había demostrado que, pese a sus innegables defectos, se podía llegar a ser un gran hombre y un gran soñador convirtiendo en realidad prodigios y fantasías.

Como la mayoría de los seres que se toman a sí mismos demasiado en serio, el Comendador carecía por completo de imaginación, lo que le obligaba a odiar y despreciar cuanto escapara del estrecho marco del cuadro de valores que había aprendido a admirar y respetar desde aquella lejana infancia en que le inculcaron que la vida debía ser algo «trascendental».

Para él el Almirante había sido siempre una especie de blasfemo que se atrevía a poner en duda el orden cosmológico establecido, y un blasfemo doblemente culpable, puesto que había sabido demostrar que tenía razón en sus blasfemias.

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