Mis rincones oscuros (44 page)

Read Mis rincones oscuros Online

Authors: James Ellroy

Tags: #Biografía

BOOK: Mis rincones oscuros
8.21Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ellis Outlaw se disponía a cumplir una sentencia por conducir en estado de ebriedad. Ellis proveía a los palurdos de la zona y a apostadores ilegales. Proveía a matones de la localidad y a sus compinches con mierda que esconder de los policías. Margie Trawick vio a la Rubia y al Hombre Moreno, pero sólo una vez. Myrtle Mawby, también. Margie trabajaba a tiempo parcial. Myrtle también. El Hombre Moreno era un tipo de la zona, probablemente. El Desert Inn se había convertido en el local de moda. Era muy posible que el Hombre Moreno hubiera pasado por allí antes de esa noche y hubiera dejado su imagen en un centenar de bancos de memoria. Hallinen y Lawton se pasaron todo el verano delante del Desert Inn. Anotaron nombres en las libretas, y allí quedaron. Era posible que cierta gente les hubiera mentido. Era posible que cierta gente los conociera. Era posible que la Rubia le debiera dinero a Ellis Outlaw. Era posible que el Hombre Moreno le comentase a alguien que la enfermera era una jodida calientapollas. Era posible que alguien opinara que la muy puta se lo tenía merecido. Era posible que cierta gente mintiera a la policía.

Bill y yo estuvimos de acuerdo.

El drama de nuestro crimen se representaba dentro de unos límites muy estrechos. La Rubia y el Hombre Moreno habían tenido suerte y habían desaparecido por las rendijas.

Teníamos que descubrir dos nombres y relacionarlos con un fugitivo que seguía oculto.

23

Kanab, Utah, quedaba recién cruzada la frontera de Arizona. La calle mayor tenía tres manzanas de longitud. Los hombres del pueblo llevaban botas vaqueras y parkas de nailon. La temperatura era veinte grados más baja que la del sur de California.

El trayecto nos condujo a Las Vegas y a una zona de suaves colinas más allá de la ciudad. Ocupamos dos habitaciones en un Best Western y nos acostamos pronto. Teníamos que ver a George y Anna May Krycki por la mañana.

Bill había llamado a la señora Krycki un par de días antes. Yo escuché la conversación desde un teléfono supletorio. En 1958, la señora Krycki tenía una voz chillona. A pesar de los años transcurridos, la conservaba igual. Mi padre solía burlarse de sus gestos espasmódicos.

Le costó creer que la policía siguiese interesada en un caso tan antiguo. Se refería a mí como «Leroy Ellroy, ese chico espástico». Su marido había intentado enseñar a Leroy Ellroy a manejar una escoba, pero Leroy Ellroy había sido incapaz de aprender.

La señora Krycki accedió a que habláramos con ella. Bill le dijo que la visitaría con su compañero. Pero no le explicó que su compañero era Leroy Ellroy.

Bill pasó dos días burlándose de mí. Me llamaba Leroy y me preguntaba continuamente dónde tenía la escoba. La señora Krycki había declarado a la policía que Jean Ellroy nunca bebía. Una noche yo había llegado a casa y había encontrado a mi madre y a la señora Trycki bastante trompas.

La casa de los Krycki en Kanab se parecía mucho a la que tenían en El Monte. Era pequeña y sencilla y estaba bien cuidada. Al llegar encontramos al señor Krycki barriendo el camino de acceso. Recordé su postura, más que su rostro. Bill comentó que tenía una gran técnica con la escoba.

Nos apeamos del coche. El señor Krycki dejó la escoba y se presentó. La señora Krycki salió de la casa. Al igual que ocurría con Peter Tubiolo, aún era reconocible a pesar de haber envejecido. Se acercó a nosotros y nos saludó con gestos nerviosos, como aquellos de los que solía burlarse mi padre.

Nos indicó que entrásemos en la casa. El señor Krycki se quedó fuera con la escoba. Tomamos asiento en el salón. La tapicería del mobiliario era chillona y desparejada: cuadros escoceses, rayas, dibujos geométricos y motivos de flores. El efecto general era de agitación.

Bill se presentó y enseñó la placa. Yo pronuncié mi nombre. Esperé un instante y agregué que era hijo de Jean Ellroy.

La señora Krycki hizo algunos gestos y se sentó con las manos bajo las piernas. Me dijo que había crecido mucho. Añadió que jamás había visto un chico tan espástico como yo; era incapaz hasta de manejar una escoba. Dios sabía que su marido había intentado enseñarme. Comenté que nunca se me habían dado bien las escobas. La señora Krycki no se rió.

Bill se dirigió a la señora Krycki: queríamos hablar de Jean Ellroy y de su muerte. Necesitábamos que fuese absolutamente sincera.

La señora Krycki empezó a hablar. Bill me dirigió un gesto que significaba: «No la interrumpas.»

La mujer dijo que la llegada de mexicanos había echado a perder el valle de San Gabriel y ella y George se habían visto obligados a dejar El Monte. Su hijo, Gaylord, vivía ahora en Fontana. Tenía cuarenta y nueve años y cuatro hijas. Jean era pelirroja. Freía palomitas de maíz y las comía con cuchara. Jean había alquilado la casita de atrás luego de responder a un anuncio en el periódico. «Creo que este lugar será seguro», había dicho. La señora Krycki pensaba que Jean se había trasladado a El Monte para esconderse.

La mujer guardó silencio. Bill le pidió que explicara su último comentario. La mujer dijo que Jean era culta y refinada. Demasiado para lo habitual en El Monte. Le pregunté por qué pensaba tal cosa. La señora Krycki respondió que Jean leía libros condensados publicados por el
Reader's Digest
. En El Monte, destacaba claramente. No pertenecía a aquel lugar. Había llegado allí por alguna razón misteriosa.

Bill le preguntó de qué solía hablar Jean. La señora Krycki explicó que de sus aventuras en la escuela de enfermería. Le pedí que describiese aquellas aventuras, pero ella dijo que no recordaba nada más.

Le pedí a la señora Krycki que me hablase de la relación de mi madre con los hombres. Contestó que salía casi todos los sábados por la noche. Nunca llevaba hombres a casa. Nunca se vanagloriaba de ellos, ni siquiera los mencionaba. Le pregunté acerca de mi madre y la bebida. Ella contradijo anteriores declaraciones.

En una ocasión, George había notado que el aliento de Jean olía a alcohol. Otro día, encontró dos botellas vacías en los matorrales. Jean llevaba a casa botellas envueltas en bolsas de papel marrón. Casi siempre se la veía cansada. El matrimonio Krycki sospechaba que era alcohólica.

La señora Krycki dejó de hablar. La miré a los ojos y asentí. A continuación, me soltó una retahíla de datos acerca de mi madre.

Jean tenía un pezón deformado. La señora Krycki había visto el cuerpo en el depósito de cadáveres. Reconoció los pies, que asomaban por debajo de la sábana. Jean siempre andaba descalza por el jardín. La policía repasó su factura de teléfono, pero nunca se ofreció a pagar las llamadas. La señora Krycki dejó de hablar. Bill le preguntó por lo sucedido los días 21 y 23 de junio del 58. Lo que la mujer contó encajaba con los informes del Libro Azul.

Entró en la estancia el señor Krycki. Bill le pidió que contase lo que recordaba de ese par de días. La historia que nos explicó el señor Krycki coincidía prácticamente con la de su esposa. Le pedí que describiese a mi madre. Dijo que era una mujer atractiva, de las que no solían verse en El Monte. Anna May sabía más que él.

El señor Krycki parecía incómodo. Bill sonrió y le dijo que habíamos terminado con las preguntas. El hombre le devolvió la sonrisa y salió de la sala.

La señora Krycki comentó que había una cosa que no le había contado a la policía. Bill y yo asentimos, y ella prosiguió.

Había sucedido hacia el 52. Por entonces vivía en Ferris Road, El Monte. Se había separado de su primer marido y Gaylord tenía seis o siete años.

Solía hacer la compra en un autoservicio cercano, propiedad de una familia de apellido LoPresti. El cajero hizo de Cupido: insistía en que su tío John tenía muchísimas ganas de salir con ella. John LoPresti rondaba la treintena; era un hombre alto, de cabellos oscuros y tez aceitunada.

Ella accedió a salir con él. John LoPresti la llevó al Coconino Club. Al hombre se le daba bien el baile. Era «meloso y astuto».

Dejaron el Coconino y fueron a Puente Hills. LoPresti detuvo el coche y empezó a manosearla con descaro. Ella le dijo que parase y él le dio un bofetón. La mujer saltó del coche. Él la agarró, la arrojó al asiento trasero y trató de arrancarle la ropa.

Ella se resistió. El hombre se corrió y se limpió los pantalones con un pañuelo. «Tienes gancho —le dijo—. Ahora ya no debes preocuparte de nada.»

La llevó de regreso a casa. No volvió a tocarla. La mujer no llamó a la policía, pues tenía un litigio judicial con su ex y no quería hacer público un suceso que podía manchar o empañar su reputación.

Tras esto, topó con LoPresti un par de veces más. En una de ellas, estaba caminando por la calle y él pasó por su lado en coche y la saludó. Le preguntó si quería que la llevara a alguna parte. Ella no le hizo caso.

Volvió a encontrárselo dos años más tarde. Estaba en el Coconino con George. LoPresti la invitó a bailar, pero ella hizo caso omiso. Minutos antes de que Jean Ellroy saliera aquel sábado por la noche la previno con respecto a él.

La historia resultaba desagradable, pero parecía auténtica. El final olía a artificioso, a falso incluso.

LoPresti vivía en la zona. Era italiano. Le gustaba la juerga. Cerré los ojos y reviví la escena de Puente Hills. Añadí un coche y unas ropas acordes con la época. Le puse las facciones de John LoPresti al Hombre Moreno.

Teníamos un sospechoso de verdad.

Volvimos al condado de Orange. Hablamos de John LoPresti sin parar. En 1952, John era un tipejo que se dedicaba a agredir sexualmente a las mujeres, pero lo hacía de forma chapucera. Seis años más, apunté, y su actuación se refinaría y se haría más retorcida. Bill coincidió conmigo. LoPresti era nuestro primer sospechoso en firme.

El trayecto nos llevó trece horas. Llegamos hacia medianoche. Dormimos para recuperarnos del viaje y luego nos dirigimos a El Monte.

En el museo de la población buscamos los directorios telefónicos de 1958. En las páginas amarillas aparecían ocho autoservicios: Jay's, en Tyler; Jay's, en Central; The Bell Market, en Peck Road; Crawford's Giant Country Store, en Valley; Earp's Market y The Foodlane, en Durfee; The Tyler Circle, en Tyler, y Fran's Meats, en Garvey.

Ningún LoPresti Market. Ninguna lista de establecimientos de especialidades italianas.

Consultamos otros listines. En la mayor parte de las menciones personales figuraban, entre paréntesis, la ocupación y el nombre de la esposa del titular. Buscamos en la ele y encontramos dos menciones.

LoPresti, John (Nancy) (Mecánico) — Frankmont, 10.806.

LoPresti, Thomas (Rose) (Vendedor) — Maxson, 3.419.

Frankmont quedaba cerca del 756 de Maple. Maxson estaba próxima al Stan's Drive-In y al Desert Inn.

Fuimos a la Oficina del Sheriff. Buscamos a los cuatro LoPresti en los ordenadores del Departamento de Vehículos a Motor y del Departamento de Justicia. No encontramos nada sobre Thomas y Rose. En cambio, había datos sobre John y Nancy.

Nancy tenía un permiso de conducir vigente expedido en el estado de California. La hoja de la impresora indicaba la dirección actual y la antigua de Frankmont. La fecha de nacimiento era 16/8/14. John vivía en Duarte. Señalé unos números misteriosos junto a la dirección. Bill me explicó que se trataba de una caravana. John tenía sesenta y nueve años, medía poco más de un metro ochenta, pesaba casi cien kilos y sus ojos eran azules.

Yo señalé los datos de peso y estatura; Bill, los de edad y color de ojos. El cabrón no coincidía en nada con la descripción del Hombre Moreno. Duarte quedaba cinco kilómetros al norte de El Monte. El camping de caravanas era un lugar repulsivo. Los vehículos, encajados uno junto al otro, sin espacio entre ellos, eran viejos y se caían a trozos.

Encontramos el número 16 y llamamos al timbre. Un viejo abrió la puerta. Coincidía con los datos del permiso de conducir de nuestro amigo. Tenía ojos azules y facciones grandes. Su rostro lo exoneraba.

Bill le enseñó la placa y le preguntó cómo se llamaba. El hombre respondió que John LoPresti. Bill dijo que quería hacerle algunas preguntas acerca de un asesinato cometido mucho tiempo atrás. John contestó que adelante. No se mostró nervioso o intranquilo, ni reconoció o negó su culpabilidad.

Entramos en su caravana. El interior medía un metro ochenta de anchura, como máximo. Las paredes estaban decoradas con desplegables de
Playboy
, montados con cuidado y pintados con esmalte brillante.

John se sentó en un viejo sillón reclinable; Bill y yo, en la cama. Bill hizo un esbozo del caso Jean Ellroy. John dijo que no lo recordaba.

Bill comentó que estábamos buscando a la antigua gente de El Monte. Queríamos averiguar qué aspecto tenía la zona a finales de los años cincuenta. Y sabíamos que por entonces vivía en Frankmont.

John aseguró que no se trataba de él, sino de su difunto tío Tom y de su tía Nancy. Él vivía en La Puente. A El Monte iba a divertirse. Su tío Tom tenía una tienda en El Monte. El Monte era un lugar desinhibido.

Le pregunté qué locales solía frecuentar. Respondió que el Coconino y el Desert Inn. A veces iba al Playroom, que estaba detrás del Stan's Drive-In. Allí servían whisky a veinticinco centavos el chupito.

Bill le preguntó si lo habían detenido alguna vez. John contestó que sí, por conducir borracho. Me mostré escéptico y le pregunté qué más. Añadió que lo habían detenido en el 46. Alguien le había cargado algún asunto.

Le pregunté qué clase de asunto y respondió que alguien había deslizado un libro guarro por debajo de la puerta de cierta mujer y le echaron la culpa a él. Bill dijo que necesitábamos nombres. Queríamos encontrar a los asiduos del antiguo Desert Inn y en general, de los locales de Five Points.

John encendió un cigarrillo. Dijo que al día siguiente iban a ingresarlo para operarlo del corazón. Necesitaba todo el placer que pudiera conseguir.

Insistí en que nos diera algún nombre. John dejó caer ocho o diez. Le pedí los apellidos. Mencionó a Al Manganiello. Bill le informó de que andábamos buscándolo. Según John, Manganiello trabajaba en el club de campo de Glendora.

Lo presioné para que nos diera más nombres. Bill hizo otro tanto. Citamos todos los locales de El Monte y le dijimos que los relacionara con nombres de clientes concretos de cada uno. John no pudo proporcionarnos un solo nombre.

Me dieron ganas de joderlo vivo.

Nos han dicho que las mujeres iban locas detrás de usted, solté. John contestó que era cierto. Hemos oído que le gustaban muchísimo las tías, añadí. Él asintió. Aseguran que tenía usted cuantas quería. John respondió que más de la cuenta. Dicen que maltrató a una mujer llamada Anna May Krycki y que tuvo una eyaculación precoz, intervino Bill.

Other books

Califia's Daughters by Leigh Richards
Eighth Grade Bites by Heather Brewer
In Pursuit of Miriam by Helen A. Grant
Broken Rainbows by Catrin Collier
Flight to Freedom by Ana Veciana-Suarez
Hell Bent by Becky McGraw
Klutzy Love by Sharon Kleve
Ultimate Thriller Box Set by Blake Crouch, Lee Goldberg, J. A. Konrath, Scott Nicholson